El arte en Alustante

sábado, 6 octubre 1979 1 Por Herrera Casado

Marcas del platero Covarrubias y el punzón de Sigüenza en la cruz parroquial de Alustante

 

En un recóndito valle, rodeado en sus alturas por manchadas dispersas de pino y sabina, y en la sesma accidentada de la Sierra, asienta la villa de Alustante, que durante siglo fue núcleo importante de vida agrícola y ganadera, y, como centro vital de los contornos y sede de ricos hidalgos y gentes de buenos posibles, el arte tuvo su asiento en los edificios más característicos, y muy especialmente en la iglesia parroquial, que está dedicada a la Asunción de la Virgen.

Deambular por las calles, amplias y luminosas, de Alustante, es siempre un encanto a la vista y un reposo al espíritu. Casonas enormes, de portones adovelados y las ventanas cubiertas de rejas cuajadas de externos salidos de la imaginación, popular y con garra, de los artesanos herreros de la localidad. Rincones evocados, plazuelas llenas de sabor de antaño, todo ello  cubre ampliamente el deseo del viajero por encontrarse con aspectos nuevos y genios del hábitat molinés. Pero a quien gusta saborear y descubrir una pieza nueva de arte, un conjunto de temas realmente valioso, la iglesia parroquial de alustante va a suponer un goce único, amplio, inolvidable.

Domina el pueblo con su masa parda. Rodeada de amplio atrio o paseo de ronda que se limita por barbacana o calicanto al que se arriba por unos escalerones nobles. La portada surge sobre el muro sur: es un muestrario de la arquitectura de la primera mitad del siglo XVI, pues se sabe que la realizaron, en 1542, los hermanos canteros Martín y Pedro Vélez: consta de un clasicista arco de medio punto, con jambas laterales, rematado todo en friso y cornisa. Al extremo izquierdo de esta fachada se alza la torre, más moderna. El interior es de tres naves: las dos laterales muy estrechas, a modo de reducidos pasadizos, y la central, que con ellas comunica por altos arcos asentados sobre pilares circulares, es más alta y elegante, con cuatro tramos de bóvedas de crucería, ligeramente apuntadas: el tramo de los pies se ocupa por el coro alto, y a un lado, por la escalera de caracol que asciende por el interior de la torre. El tramo de la cabecera se ocupa por el presbiterio y el altar mayor, abriéndose a sus lados sendas capillas grandes, cuadradas y de escaso interés arquitectónico, y tras el altar, por una puertecilla pequeña, se pasa a la sacristía. En la capilla que se abre al lado del evangelio del presbiterio, que se cubre por cúpula hemisférica, tiene albergue el altar del Santo Cristo, y en el de la Epístola se cuida un par de magníficas tallas de Cristo (el «Ecce Homo» y el «Nazareno»), habiendo sido edificada esta última capilla por los maestros canteros Juan de Pedredo y Francisco Alonso, a fines del siglo XVI.

Pero si la arquitectura del templo resalta magnífica al buen catador del arte hispano, lo que va a cortarle la respiración es, sin duda, la mole increíble afiligranada y riquísima de su retablo mayor. Ocupando todo el fondo del presbiterio, se articula en tres cuerpos y cinco calles verticales. Ser forma por diversas hornacinas y paneles que se rematan en arquitrabes, frisos y tímpanos con exuberante decoración, estando escoltado cada hueco por sendas columnas de orden diverso. Las hornacinas de las calles más laterales están ocupadas por exquisitas tallas de los cuatro evangelistas. La representación tallada del panel central es un magnífico grupo de la Asunción de la Virgen, y sobre él aparece otro, muy alto, representando a San Miguel arcángel aplastando al diablo. A los lados de éste, sendos paneles muestran los martirios de San Pedro y de San Pablo, y aún más a los extremos se muestran tallas de Santiago y San Jorge a caballo. A ambos lados de la escena central de la Asunción, se muestran talladas dos escenas de la pasión de Cristo: la Coronación de Espinas y la Crucifixión, y aún más abajo, en otros dos paneles de brillante composición se ven talladas la Pentecostés y la Coronación de María rodeada de sus atributos. En la predela se ven relieve con las escenas de la Anunciación, la Natividad, la Epifanía y la Circuncisión, alternado con efigies de santos adosados a los basamentos de las columnas. Aún se debe destacar su aislado y central tabernáculo, complicada arquitectura en dorada madera que presentado en el interior del Sagrario un extraordinario conjunto en relieve con la Ultima Cena.

Esta obra sin par fue ejecutada entre 1625 y 1645, y costó en total la cantidad de 54.000 reales. Fueron sus artífices geniales una serie de hombres salidos de los talleres de escultura de Sigüenza, formado por Giraldo de Merlo, que allí trabajó, en el retablo mayor de la catedral, a comienzos del siglo XVII. Como ensambladores trabajaron en lo de Alustante el maestro Juan de Pinilla, y Sebastián de Quarte, quizás valenciano. También dieron vida a los paneles y relieves de este altar, los tallistas seguntinos Teodosio Pérez y Rafael Castillo, incluyendo finalmente al pintor Juan Lasarte y al dorador Bernardino Tollet para remate de la obra, que hoy luce, como el primer día, y entusiasma a quien lo contempla, que tiene la seguridad de hallarlo ante una auténtica y preciadísima obra de arte del arte molinés que hoy todavía, permanece tan desconocido.

Pero la parroquia de Alustante puede mostrar aún otros motivos que han de mover al entusiasmo. Pueden contemplarse algunos cuadros primitivos, quizás de comienzos del siglo XVI, pertenecientes a un antiguo retablo, en el baptisterio actual; puede admirarse el conjunto de su tesoro de orfebrería, en el que destaca netamente la magnífica cruz parroquial, que en 1565 trabajó, milímetro a milímetro, con su cincel delicado y su sensibilidad agudísima, el platero seguntino Martín de Cobarrubias: en su medallón central figura una talla de Cristo crucificado, y en el reverso otra de la Asunción de María. Será, en fin, para muchos lo más sorprendente de esta iglesia la escalera de subida a la torre, que es helicoidal y sin espigón central, por lo que vista desde abajo recuerda la denominación que, muy gráficamente, la dan en el pueblo de «el caracol de Alustante» y que ha tenido fama en todos los contornos como obra arquitectónica pasmosa e increíble.

Será este repaso, que bien llena un par de horas para quien detenidamente se encara con lo valioso, un regocijo inigualable y un modo distinto de entrar en contacto con un pueblo: con el de Alustante; donde también hay una bonita plaza, unos vasos de buen vino, llega la fiesta que es toda única por el pueblo y sus gentes reunidas. Llegar a Alustante es, sin lugar a dudas, quedarse allí para siempre, aunque sea con el sentir difícil de la nostalgia.