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octubre, 1979:

Artistas que trabajaron en Molina

Imagen de San Blas en el retablo mayor de la iglesia de Milmarcos

Cuando el viajero recorre los pueblos del Señorío y va buscando sus más notables obras de arte y de pasado: iglesias, fuentes, casonas monumentales, molinos, torres, cuadros y esculturas, queda en muchas ocasiones satisfecho al contemplar obras curiosas y espléndidas. Pero siempre le viene a la imaginación una pregunta: ¿quién hizo esto y en qué siglo remoto? Los nombres de los artistas y artífices que levantaron las iglesias y los palacios molineses, que dibujaron y tallaron sus adornos, han quedado generalmente en el anónimo. Por varias razones; entre ellas, el escaso interés por investigar en los archivos y, también, por las pocas facilidades que para hacer tal se han dado.

En esta tarea, interesante y sugestiva, hemos querido dar unos primeros pasos, y así han ido surgiendo los nombres y las ocupaciones de una abultada serie de artífices que trabajaron en Molina y en su Señorío durante las pasadas centurias. Relación incompleta, fragmentaria, que deberá ser complementada, mejorada y aquilatada por otros, pero que bien quisiera, por una parte, incitar al estudio y profundización en los archivos locales, y, por otra, dar a luz los nombres de unos artistas, artesanos o artífices, como se les prefiera llamar, que en la tierra de Molina dejaron su impronta de trabajo e inspiración.

De los arquitectos, maestros de obras, canteros y alarifes que pasaron por el Señorío, muchos de ellos eran procedentes de la montaña santanderina o del País Vasco. Esto vemos que ocurre, en general, por roda la tierra de Guadalajara y Castilla. Destacan entre ellos los que trabajaron en la iglesia parroquial de Alustante: los canteros Martín y Pedro Vélez, posiblemente hermanos, que diseñaron y ejecutaron la portada y parte de la iglesia de este pueblo, en los años 1542 y 1543. Posteriormente, en 1591, los maestros canteros Juan de Pedredo y Francisco Alonso (este último estante en Molina, pero natural de la villa de Azo, en la merindad de Trasmiera), ejecutaron la capilla o sacristía del crucero en su lado de la epístola, todo ello de sillería y piedra labrada con múltiples adornos renacentistas.

En el lugar de Rueda de la Sierra vemos aparecer a otro maestro de cantería, nombrado Juan Vélez, quien en 1531 se encarga de hacer una magnífica fuente de piedra, con gran pilón y varios adornos, probablemente antecedente de la actual. A fines del mismo siglo, vemos trabajando a un Hernando del Camino en la obra del muro de calicanto para la parte posterior de la iglesia de Cillas. En 1609 es Francisco de Campos, también montañés, maestro cantero y residente en Sigüenza, quien, en compañía de otros artesanos, levanta la gran casona del Cabildo de Clérigos de Molina, en el lugar de Cañizares. Un francés, Pedro de Entrada, hizo en el siglo XVI diversas obras de restauración en la iglesia de San Martín, de la capital del Señorío. También norteño, el maestro cantero Juan de Quirindil se encargó de realizar ampliaciones y parte de la torre de la iglesia de San Gil, la más grande de Molina. Trabajaba en ello el año 1606.

Todavía podemos reseñar a Martín López, maestro alarife, quien en 1749 se encargó de toda la obra de reconstrucción de la bóveda de la iglesia de Rueda. Y aún nos consta el nombre del artífice Lázaro Abánades, quien en 1816 ejecutó la portada del Convento de San Francisco, en Molina.

La nómina de artesanos carpinteros es también amplia y sonora. Uno de los más solicitados por todo el Señorío fue el maestro Sebastián de Zaldívar, quien, en compañía de su suegro, Diego de los Llanos, hacia 1591, levantaron la casa de Martín Vázquez, en Molina, realizando en esos años, entre otras, las obras de las presas de los molinos de la Sierra y los que el Concejo de Taravilla tenía en la ribera del río Cabrillas. También carpintero era Juan de Palacios, que a fines del siglo XVI trabaja en arreglos diversos de la parroquial de Cillas. Norteños también eran Juanes de Basabil, en 1609 vecino de Molina, que se encargó de reparar la ermita de San Juan, en las afueras de la villa capitalina, y también participó activamente en la casa del Cabildo de curas molineses de Cañizares. Juanes de Gorostigui, residente en Molina en 1602, es el constructor de la casona que mandó levantar don Diego Ruiz de Hermosilla.

En el capítulo de los ensambladores y constructores de retablos hemos de destacar los nombres de Miguel Herber, quien en 1754 hizo el retablo mayor de la parroquial de Rueda, por 4.500 reales; Juan de Elgueta, en 1576, hizo el retablo de la ermita de la Virgen de la Soledad, también en Rueda. Del magnífico retablo mayor de la iglesia de Alustante conocemos los autores: el ensamblador Juan de Pinilla y su ayudante Sebastián de Quarte, en la primera mitad del siglo XVII. En dicha obra colaboraron otros artistas, y así podemos recordar, ya entre los escultores y tallistas, a Teodosio Pérez y Rafael Castillejo, ambos de Sigüenza. Otro buen artesano fue Pedro Vinuesa, quien se encargó de la obra de talla del retablo mayor de San Gil, de Molina, hecho a fines del siglo XVI, y que consta era una maravilla, aunque desapareció por completo en el incendio de este templo a comienzos del siglo XX. El maestro escultor Cristóbal de Garay, vecino y residente en Molina, fue el autor del retablo mayor de la iglesia de Chequilla, en 1799. Y entre los escultores que trabajaron en el Señorío no podemos olvidar la figura de Coullaut Valera, que dejó buena prueba de su arte en el busto del capitán Félix Arenas, puesto en 1929 frente al Instituto de Enseñanza Media de Molina.

Pintores y decoradores molineses, y que en esta tierra trabajaron, también conocemos algunos. Gerónimo de Moya y Contreras, vecino de Molina a finales del siglo XVI, realizó un retablo en Tartanedo para la capilla de don Miguel Sánchez. A fines del XVI, colaboró también con su arte pictórico en el retablo de San Gil de Molina el pintor Luís Ugarte. En el mayor de Alustante trabajaron Juan de Lasarte y Bernardino Tollet, este último también dorador y natural de Orihuela del Tremedal, al que vemos trabajando en su faceta, a mediados del siglo XVII, en varios altares de Tartanedo. El retablo de la iglesia de Rueda de la Sierra se encargó de dorarlo, en 1774,

Francisco Sobrino, por 3.604 reales; lo mismo que había hecho, diez años antes, pero solamente con el tabernáculo de dicho retablo, el dorador molinés Juan Hurtado de Mendoza.

Otros muchos artesanos aparecen tras las ajadas hojas de los legajos. Así, revive ahora en nuestra memoria un par de cerrajeros, los hermanos Francisco e Iñigo de Arcos, que trabajaban en Molina en 1591. O el hacedor de yeso de la misma villa, Miguel Pérez, que se ocupaba en tareas constructivas en 1607. O el relojero Fernando Barquinero, quien en 1830 se encargó de arreglar el reloj que años antes había puesto en la torre de la iglesia de Tartanedo.

Un último capítulo reservaremos para los orfebres, esos artífices de lujo y el primor más exquisito, que en los siglos antiguos trabajaron en Molina, o por sus pueblos dejaron distribuida su carga de arte y belleza. La mayoría de los plateros que por tierras del Señorío dejaron su huella eran seguntinos, o aragoneses. He aquí una sucinta relación de los mismos: Pedro de Frías, en la primera mitad del siglo XVI, realizó una cruz parroquial para la iglesia parroquial de Villar de Cobeta, y Martín de Covarrubias, afincado también en Sigüenza, produjo la maravillosa cruz de Alustante, mediado el mismo siglo, y que puede considerarse la joya suprema de la orfebrería en Molina. En esa misma cruz hizo algunas reparaciones, en 1711, Francisco Maldonado. Matías Bayona seguntino también, hizo en el siglo XVII la macolla de la cruz de Setiles, realizando, posteriormente, en 1624 y 1632, respectivamente, un cáliz y una custodia para la parroquia de San Martín, en Molina. Para esa iglesia trabajó en el mismo siglo Diego Caballero, quien en 1636 hizo un vaso dorado para custodia y dos ampollas de plata con destino a la parroquia de Alustante. Alonso de Lezcano, orfebre de Sigüenza, realizó a fines del siglo XVI una custodia para la iglesia parroquial de Villel de Mesa. En Setiles y en la parroquia de San Martín de Molina trabajó objetos de plata Hernando de Oñate, y el zaragozano Miguel Pérez, en 1639, hizo una custodia de plata para la parroquia de Alustante. También el seguntino Juan Sanz trabajó, para la iglesia de San Gil, de Molina, un guión‑incensario en 1653, y a comienzos de esa misma centuria, Juan de Torres trabajó la custodia de plata de dicha iglesia molinesa. Más recientemente, en el siglo XIX, un orfebre catalán, Turquet, construyó la interesante cruz parroquial de Tartanedo.

Esta relación, curiosa, escasa, pero prometedora, de artífices que trabajaron en Molina en los pasados siglos, ha sido posible realizarla tras la consulta de documentación, original e inédita, en los archivos parroquiales de Alustante, Rueda y Tartanedo; en el archivo de la Catedral de Sigüenza y en el Archivo Histórico Provincial de Guadalajara. Ni qué decir tiene que un repaso más amplio a los archivos de todas las parroquias molinesas nos daría la oportunidad de ampliar esta nómina y poder llegar al mejor conocimiento de las gentes y las cosas que han hecho esta tierra a lo largo del tiempo.

Quedará esa tarea para futuras oportunidades.

Biblioteca molinesa

 

Al iniciar cualquier recorrido por esta nuestra tierra o por cualquier otra que al paso se nos ponga, conviene ir bien pertrechado bibliográficamente, con un fundamento, no sólo de ansias por conocer cosas nuevas, sino de previas lecturas, de datos, de imágenes; el arribo a ese lugar, a ese paisaje, a ese pueblo, va a ser más fructífero: se completarán preestablecidas ideas; o se cambiarán incluso. Se vendrá a tener la lección práctica de lo que antes fue repaso teórico. La lectura y el viaje, vienen así a complementarse, y hoy son las aficiones favoritas de muchos alcarreños. Lo deseable es que esto se extienda, y cada día sean más numerosos quienes, en solitario, en grupo familiar o amistoso, se desplacen a los campos, a los caminos y a las poblaciones de nuestra tierra, para mejor conocerlas, y así amarlas.

En uno de los anaqueles de nuestra biblioteca aparece el rótulo «Molina» que viene a señalar cuanto se ha escrito y publicado en torno al Señorío. Muchas de esas obras hoy están perdidas, otras solamente se conservan, manuscritas, en bibliotecas o archivos nacionales, y, en fin, algunas más publicadas en este o en el pasado siglo, aunque muy difíciles de encontrar, pueden dar todavía alguna información complementaria en torno a esta tierra. El hecho cierto es que para quien hoy se inicie en la formación de una «biblioteca molinesa», apenas si hay posibilidad de juntar fácilmente dos o tres libros, de las varias decenas que a lo largo de los siglos, sobre esta tierra se han escrito.

Los vamos a recordar, de todos modos. Y vamos a pasar por alto, naturalmente, las fuentes documentales, que no son sino los fundamentos que han tenido quienes se han dedicado a escribir sobre Molina: algunos ejemplares de su Fuero; los archivos de la casa de Lara el Histórico Nacional, el de Simancas; los archivos del Ayuntamiento de Molina, el del Cabildo de clérigos, el de la Comunidad de Villa y Tierra; los muchos y desperdigados archivos parroquiales y municipales; y aún varios otros archivos particulares, de familias hidalgas o de eruditos investigadores, conforman el corpus de documentación básica para quien desee entrar en la más honda de las raíces molinesas. Pero luego surgen los libros, frutos pacientes de historiadores y curiosos que recopilaron documentos y datos sueltos, que recogieron tradiciones o vivieron hechos: y éste es el fondo auténtico de nuestra biblioteca molinesa.

Los clásicos de la historia molinesa son Francisco Díaz, capitular del Cabildo eclesiástico de Molina, quien en 1474 escribió unas copias del Fuero de Molina, añadiendo unas notas históricas suyas; el licenciado don Francisco Núñez, que fue vicario del arciprestazgo de Molina y Abad de su cabildo de clérigos, escribió la primera historia del Señorío, que él tituló «Archivo de las cosas notables de Molina» y las redactó entre 1590-1606, conservándose el original, ya muy destrozado y casi ininteligible, en la Biblioteca de la Colegial de Jerez de la Frontera, habiéndose visto por Molina, a principios de este siglo, una copia que de dicha obra hizo Reinoso, en 1800, pero tampoco aparece, por lo que puede considerarse perdida la tarea de Núñez. Lo mismo puede decirse de la del licenciado don Juan de Rivas, que fue Regidor de la villa: escribió en 1612 un «Epítome de las cosas notables de Molina» que constaba de 29 capítulos y no llegó a concluir; hoy está absolutamente perdida. A mediados del siglo XVII se sitúa la magna obra del más grande de los historiadores molineses: don Diego Sánchez Portocarrero, caballero de Santiago, Regidor de la villa, y capitán de las Milicias del Señorío. Escribió numerosas obras, pero entre todas destaca la «Historia del Señorío de Molina» en cuatro tomos, el primero publicado en Madrid en 1641, muy difícil de encontrar, y los tres últimos, conservados manuscritos en la Biblioteca Nacional. Del licenciado don Diego de Elgueta, que fue también Abad del Cabildo eclesiástico molinés, es la obra titulada «Relación de las cosas memorables de Molina», que dejó manuscrita en 1663 y cuyo paradero hoy también se ignora. A estos manuscritos de Elgueta le hizo aumentos y adiciones, en 1730, el capitular don Francisco Martínez de la Concha.

Otro de los muy relevantes historiadores molineses, éste ya ilustrado y una curiosa personalidad que en otros capítulos de nuestro «Glosario Alcarreño» ya hemos tratado, fue don Gregorio López de la Torre y Malo, abogado de los Reales Consejos y durante muchos años residente en Concha, aunque había nacido en Mazarete. Su obra más notable, publicada en 1746, es la «Chorográfica descripción del muy noble, leal, fidelísimo y valerosísimo Señorío de Molina». También impresas son sus breves pero interesantes obras «Carta histórica a doña Librada Martínez Malo, priora del Monasterio de Buenafuente» y el «Índice del archivo de la muy noble y muy leal Villa de Molina». Se perdieron sus manuscritos sobre la diócesis de Sigüenza con un mapa que de ella trazó; los mapas de los términos de Concha, Mazarete, Anchuela del Campo y Chilluentes; y el «Libro de árboles genealógicos de familias del Señorío, que debían encerrar abundantes y sabrosas noticias. También del siglo XVII es don Francisco Antonio Moreno Fernández de Cuellar, abad del Cabildo eclesiástico molinés, y autor de un libro de historia mariana que pomposamente tituló «La Ninfa más celestial en las márgenes del Gallo, o Historia de la Virgen de la Hoz», impreso en 1762, dejando todavía un manuscrito, de paradero desconocido, titulado «Rasgo histórico, glorias de Molina y su Señorío», más otras obras de asunto histórico o filosófico.

Inaugura el siglo XIX con sus escritos y sus escritos y actividad erudita don Julián Antonio González Reinoso de Aranzueta y Miota, escribano real de Molina, y verdadero apasionado de los estudios genealógicos referentes al Señorío. Dejó manuscritos muchos cuadernos, folios sueltos y dos voluminosas obras, tituladas «Libro en que se trata de la Nobleza del Señorío de Molina de Aragón y de la de su Autor», y el «Libro de árboles genealógicos de familias nobles de Molina con muchas notas». Todo ello perdido o en anónimas manos. A mediados del XIX, don Pascual Hergueta escribió un «Breve estudio de las maravillas de la naturaleza, en especial del valle de la Hoz». También don Timoteo López Moreno, escribano de Molina, dio a la imprenta, en 1865, una rara «Breve Historia de Santuario de Nuestra Señora de la Hoz».

De los varios historiadores que a lo largo del siglo XX se han ocupado de recopilar dato6 en torno a Molina, y aún aportar otros nuevos y estudiar aspectos inéditos del Señorío, hemos de poner aquí los nombres y principales obras de los más señalados y memorables. Don Luís Díaz Millán publicó, en 1886, una voluminosa «Reseña histórica del Cabildo de Caballeros de doña Blanca, o Cofradía Militar del Carmen», más un «Catálogo histórico, geográfico, biográfico y estadístico de Molina y su señorío, villas, pueblos y castillos» en tres tomos, manuscritos en folio, cuyo paradero ignoro. En 1901, don Florentino Samper dio a luz unos «Breves apuntes sobre la Comunidad del Señorío de Molina, su origen y administración». A Miguel Sancho Izquierdo se debe al meritísimo trabajo, publicado en 1916, sobre «El Fuero de Molina de Aragón», obra capital y muy bien hecha. Otro «Compendio de Historia de Molina», bien hecho, impreso en 1891, es el de don Mariano Perruca Díaz, y de don Francisco Soler y Pérez debe mencionarse el utilísimo trabajo titulado «Los Comunes de Villa y tierra y especialmente el del Señorío de Molina de Aragón», que vio la pública luz en 1921. Otro de los ilustres historiadores molineses a los que se debe perdurable memoria es don Anselmo Arenas López, que fue catedrático del Instituto de Valencia. En 1910 publicó una valiosa y riquísima en noticias «Historia del levantamiento de Molina contra los franceses», así como otros breves opúsculos defendiendo el entronque de Ercávica con Molina, la Lusitania ibérica y otros temas de prehistoria. El que fue cura párroco de San Martín de Molina, don Julián Herranz Malo, publicó en 1913 un librito titulado «Historia de Campillo de Dueñas», interesante.

Quedan aún las figuras, ingentes, de dos historiadores e investigadores de nuestro siglo: don Claro Abánades, cronista que fue de Molina, y que ha dejado, manuscrita, una voluminosa «Historia del Real Señorío de Molina» en seis tomos, conservada actualmente en el Archivo del Ayuntamiento de la Ciudad. Otros varios tomos sobre «La Gasa Comunidad de Villa y Tierra»; «Geografía histórica de los pueblos del Real Señorío», «Hijos ilustres de la comarca molinesa» «El Cabildo eclesiástico de Molina» quedan también inéditos y con abundantes y curiosas noticias. Varios opúsculos publicó don Claro Abánades, sobre «La ciudad de Molina», «El Real Señorío de Molina», «El Alcázar de Molina» y «La Reina del Señorío» un amplio estudio sobre el paraje, ermita y Virgen de la Hoz. Don León Luengo no dejó nada publicado, y sin embargo produjo y tomó noticias que hoy guarda su familia.

Aspectos parciales han tocado José Sanz y Díaz, quien ha dejado un interesante estudio que titula «Apuntes para una bibliografía completa del antiguo Señorío de Molina» publicado en la Revista de la Real Sociedad Geográfica en 1951, y que es clave para adentrarse en el estudio y el conocimiento de los textos molineses; muchas otras cosas ha dejado escritas Sanz y Díaz en torno a Molina: recordamos su estudio sobre la dominación árabe del territorio; su libro sobre «El Santuario de Nuestra Señora de Ribagorda» y muchos otros artículos sobre personajes, folclore y aspectos diversos de la tierra y sierras de Molina; don Nicolás Sanz Martínez, que publicó un folleto sobre «La Santa Espina de Prados Redondos»; varios autores y muy en especial el carmelita fray Valentín de la Cruz, en torno a la vida y obra de la Beata sor María de Jesús, natural de Tartanedo y seguidora y ayuda de Santa Teresa; el doctor Layna Serrano con su obra sobre «La Arquitectura románica en la provincia de Guadalajara», y nosotros mismos con nuestro trabajo sobre «Monasterios y Conventos en la provincia de Guadalajara» han supuesto aportaciones nuevas en sus respectivos campos. Y, en fin, aunque en forma de breve y estrecho folleto, la palabra fácil y el literario y galante decir de un molinés perdurable, el doctor Alfredo Juderías, ha aportado hace un par de años un conciso y sabroso recorrido por las calles, los rincones y las evocaciones de la ciudad de Molina.

Una relación, de todos modos breve, pero densa y necesaria, de nombres y obras que a lo largo de los siglos han tratado, se han ocupado, han tenido latidos por y para Molina y su tierra. Una sucinta, y al mismo tiempo valiosísima «biblioteca molinesa» que deberán tener presente cuantos quieran ahondar en el conocimiento de este maravilloso territorio hispano.

El arte en Alustante

Marcas del platero Covarrubias y el punzón de Sigüenza en la cruz parroquial de Alustante

 

En un recóndito valle, rodeado en sus alturas por manchadas dispersas de pino y sabina, y en la sesma accidentada de la Sierra, asienta la villa de Alustante, que durante siglo fue núcleo importante de vida agrícola y ganadera, y, como centro vital de los contornos y sede de ricos hidalgos y gentes de buenos posibles, el arte tuvo su asiento en los edificios más característicos, y muy especialmente en la iglesia parroquial, que está dedicada a la Asunción de la Virgen.

Deambular por las calles, amplias y luminosas, de Alustante, es siempre un encanto a la vista y un reposo al espíritu. Casonas enormes, de portones adovelados y las ventanas cubiertas de rejas cuajadas de externos salidos de la imaginación, popular y con garra, de los artesanos herreros de la localidad. Rincones evocados, plazuelas llenas de sabor de antaño, todo ello  cubre ampliamente el deseo del viajero por encontrarse con aspectos nuevos y genios del hábitat molinés. Pero a quien gusta saborear y descubrir una pieza nueva de arte, un conjunto de temas realmente valioso, la iglesia parroquial de alustante va a suponer un goce único, amplio, inolvidable.

Domina el pueblo con su masa parda. Rodeada de amplio atrio o paseo de ronda que se limita por barbacana o calicanto al que se arriba por unos escalerones nobles. La portada surge sobre el muro sur: es un muestrario de la arquitectura de la primera mitad del siglo XVI, pues se sabe que la realizaron, en 1542, los hermanos canteros Martín y Pedro Vélez: consta de un clasicista arco de medio punto, con jambas laterales, rematado todo en friso y cornisa. Al extremo izquierdo de esta fachada se alza la torre, más moderna. El interior es de tres naves: las dos laterales muy estrechas, a modo de reducidos pasadizos, y la central, que con ellas comunica por altos arcos asentados sobre pilares circulares, es más alta y elegante, con cuatro tramos de bóvedas de crucería, ligeramente apuntadas: el tramo de los pies se ocupa por el coro alto, y a un lado, por la escalera de caracol que asciende por el interior de la torre. El tramo de la cabecera se ocupa por el presbiterio y el altar mayor, abriéndose a sus lados sendas capillas grandes, cuadradas y de escaso interés arquitectónico, y tras el altar, por una puertecilla pequeña, se pasa a la sacristía. En la capilla que se abre al lado del evangelio del presbiterio, que se cubre por cúpula hemisférica, tiene albergue el altar del Santo Cristo, y en el de la Epístola se cuida un par de magníficas tallas de Cristo (el «Ecce Homo» y el «Nazareno»), habiendo sido edificada esta última capilla por los maestros canteros Juan de Pedredo y Francisco Alonso, a fines del siglo XVI.

Pero si la arquitectura del templo resalta magnífica al buen catador del arte hispano, lo que va a cortarle la respiración es, sin duda, la mole increíble afiligranada y riquísima de su retablo mayor. Ocupando todo el fondo del presbiterio, se articula en tres cuerpos y cinco calles verticales. Ser forma por diversas hornacinas y paneles que se rematan en arquitrabes, frisos y tímpanos con exuberante decoración, estando escoltado cada hueco por sendas columnas de orden diverso. Las hornacinas de las calles más laterales están ocupadas por exquisitas tallas de los cuatro evangelistas. La representación tallada del panel central es un magnífico grupo de la Asunción de la Virgen, y sobre él aparece otro, muy alto, representando a San Miguel arcángel aplastando al diablo. A los lados de éste, sendos paneles muestran los martirios de San Pedro y de San Pablo, y aún más a los extremos se muestran tallas de Santiago y San Jorge a caballo. A ambos lados de la escena central de la Asunción, se muestran talladas dos escenas de la pasión de Cristo: la Coronación de Espinas y la Crucifixión, y aún más abajo, en otros dos paneles de brillante composición se ven talladas la Pentecostés y la Coronación de María rodeada de sus atributos. En la predela se ven relieve con las escenas de la Anunciación, la Natividad, la Epifanía y la Circuncisión, alternado con efigies de santos adosados a los basamentos de las columnas. Aún se debe destacar su aislado y central tabernáculo, complicada arquitectura en dorada madera que presentado en el interior del Sagrario un extraordinario conjunto en relieve con la Ultima Cena.

Esta obra sin par fue ejecutada entre 1625 y 1645, y costó en total la cantidad de 54.000 reales. Fueron sus artífices geniales una serie de hombres salidos de los talleres de escultura de Sigüenza, formado por Giraldo de Merlo, que allí trabajó, en el retablo mayor de la catedral, a comienzos del siglo XVII. Como ensambladores trabajaron en lo de Alustante el maestro Juan de Pinilla, y Sebastián de Quarte, quizás valenciano. También dieron vida a los paneles y relieves de este altar, los tallistas seguntinos Teodosio Pérez y Rafael Castillo, incluyendo finalmente al pintor Juan Lasarte y al dorador Bernardino Tollet para remate de la obra, que hoy luce, como el primer día, y entusiasma a quien lo contempla, que tiene la seguridad de hallarlo ante una auténtica y preciadísima obra de arte del arte molinés que hoy todavía, permanece tan desconocido.

Pero la parroquia de Alustante puede mostrar aún otros motivos que han de mover al entusiasmo. Pueden contemplarse algunos cuadros primitivos, quizás de comienzos del siglo XVI, pertenecientes a un antiguo retablo, en el baptisterio actual; puede admirarse el conjunto de su tesoro de orfebrería, en el que destaca netamente la magnífica cruz parroquial, que en 1565 trabajó, milímetro a milímetro, con su cincel delicado y su sensibilidad agudísima, el platero seguntino Martín de Cobarrubias: en su medallón central figura una talla de Cristo crucificado, y en el reverso otra de la Asunción de María. Será, en fin, para muchos lo más sorprendente de esta iglesia la escalera de subida a la torre, que es helicoidal y sin espigón central, por lo que vista desde abajo recuerda la denominación que, muy gráficamente, la dan en el pueblo de «el caracol de Alustante» y que ha tenido fama en todos los contornos como obra arquitectónica pasmosa e increíble.

Será este repaso, que bien llena un par de horas para quien detenidamente se encara con lo valioso, un regocijo inigualable y un modo distinto de entrar en contacto con un pueblo: con el de Alustante; donde también hay una bonita plaza, unos vasos de buen vino, llega la fiesta que es toda única por el pueblo y sus gentes reunidas. Llegar a Alustante es, sin lugar a dudas, quedarse allí para siempre, aunque sea con el sentir difícil de la nostalgia.