Castillos del Señorío de Molina (I)

sábado, 4 agosto 1979 0 Por Herrera Casado

 

Cargado está el antiguo Señorío de Molina de recuerdos históricos, y de notables huellas que fueron dejando sobre su parda y ancha geografía los diversos aconteceres que han conformado su personalidad. Uno de los elementos testigos, más firmes y elocuentes, de ese pasado que fue glorioso y pleno de vitalidad, son los variados castillos torreones y fortalezas varias que aún salpican con su presencia parda y gris las distancias, los llanos y los oteros de la tierra molinesa.

Una ruta, para el amante de los recuerdos históricos, podría ser la de los castillos molineses. Y aún en ella cabría desglosar dos parcelas: frente a la de los restos mínimos, los simples recuerdos o las legendarias falsedades, se pueden colocar las fortalezas que aún muestran su cuerpo y su silueta en buen estado, con torreones y almenas en desafío, con portones y aljibes don de el eco de una lejana historia cruza aún violento.

Comarca que estuvo casi desierta durante los siglos de la dominación árabe, en la que tan sólo la capital parece ser que, al amparo de fuerte alcázar, tuvo relativa importancia, tras la reconquista y posterior poblamiento por los cristianos, llegados de Castilla la Vieja, Burgos, Palencia, Rioja y Vascongadas, fueron levantándose fortificaciones múltiples, que evitaran por una parte la vuelta de unas hostilidades de los moros, todavía cercanos por Cuenca, y por otra aseguraran el dominio de una o varias familias que desde los primeros años de la reconquista e instauración del Señorío fueron haciéndose con el poder y las ventajas. Para esas familias, como eje de su señorío, de sus posesiones, o simplemente corno residencia fuerte y asegurada, fueron levantándose castillos y casas fuertes por los valles y montes de Molina. Para asegurar los caminos, pasos y encrucijadas estratégicas; se erigieron torres vigías, meros acuartelamientos de tropas donde el Conde molinés, o el Rey va señor del territorio ponía su alcalde y su destacamento protector. Así, en los varios castillos de Molina, se juntan el interés de testimonio histórico y social de cada uno, con el mayor o menor relieve que en el plano arquitectónico posean; son todos ellos tipos diversos de edificios guerreros, la mayoría de época románica y gótica, y sirven así de claro y útil testimonio de una época del pretérito devenir de nuestro suelo y nuestro medio social. También, y como la otra cara de la moneda, exhiben la posibilidad de dar rienda suelta a la ensoñación, al lírico declamar de lo ido, a la expresividad literaria de una pluma que se deje captar por lo bello y romántico aderezado con lo fantástico.

Hablar de castillos en Molina supone repasar, siquiera brevemente a los que ya no existen o muestran tan sólo los escuetos osarios de sus paredones. Ellos también conforman un importante capítulo, previo, pero fundamental, de esta arquitectura medieval en nuestros lares. Ambientan, al menos, lo que luego será más amplia relación de lo visible y real.

En los extremos accidentales del Señorío, don Manrique de Lara, primer conde, levantó en la primera mitad del siglo XII un par de poderosas fortalezas; la de San Juan y la de Santa María de Almalaff. La primera es la que, tras cruzar, por la carretera nacional de Madrid‑Barcelona, el pueblo de Torremocha del Campo, vemos sobresalir a nuestra derecha sobre un airoso otero que domina la alta llanura: es el castillo de la Luna o de Saviñán, por lo que el pueblo que a su vertiente norte se cobija se llamó luego La Torresaviñán. El otro, el de Almalaff, se puso dominando el breve y doméstico vallecico de Hortezuela que va a dar en el Tajuña. Sobre su escarpada ladera norte se alzan hoy los escasos vestigios de este castillo, junto a la ermita de Nuestra Señora de Océn. Cercana estaba la torre o castillo de Luzón, del que ya nada más que montones informes de piedras quedan. El pueblo de Codes está construido en un estratégico oteruelo rocoso, desde el que se domina un valle que daba acceso a Aragón, y permitía la comunicación entre el señorío y el concejo de Medinaceli. Fue en su origen un poderoso castillo, del que aún restan algunos muros y vestigios poco importantes, habiendo sido construido sobre su solar la iglesia y otras edificaciones del pueblo.

Sobre el valle del Mesa, vía capital en la comunicación del Señorío de Molina y el reino frontero de Aragón, se levantaron en la Edad Media varios fuertes castillos, de los que sólo resta el magnifico de Villel. Pero también fueron importantes los de Algar, Mochales (sobre un gran peñón rocoso junto al pueblo) y Mesa, que levantaba sus muros inexpugnables sobre alto y enriscado cerro que domina el valle de dicho río, entre Villel y Algar. Como un eslabón más, junto a los anteriores, de la poderosísima guarda que los Lara pusieron a este que era camino y paso de la Mesta entre Castilla y Aragón, este castillo de Mesa tuvo gran importancia en la Baja Edad Media, pero con posterioridad vino al suelo, no sólo demolido por los Reyes Católicos, sino raptadas sus piedras, una a una, por los vecinos de los cercanos lugares. Sólo restos de su foso y muros quedan.

El castillo de Fuentelsaz, también sobre empinado risco, dominando al pueblo de su nombre, estableció frontera con Aragón, y perduró hasta el siglo pasado en que a raíz de las guerras carlistas se hizo ruina y recuerdo como hoy puede verse. Por otros rincones del Señorío van surgiendo la leyenda y el dato histórico; la presencia de un paredón y el hálito de un castillo venido a tierra. En Guisema, que fue pueblo de la sesma del Campo, hubo gran fortaleza, ya perdida. También en Anchuela del Pedregal tuvieron su sede, en forma de torre o casa-fuerte los mayorazgos de la poderosa familia Ruiz Malo. En Terzaguilla aún señalan el lugar donde estuvo el castillo del moro, y en Checa también se ven por el término distribuidas, las ruinas de varios castilletes o torreones. Sobre la confluencia de los ríos Tajo y Gallo, en el lugar que llaman el puente de San Pedro, se alza a gran altura un enorme peñasco que en su base muestra denso boscaje de pinos y en lo alto remata con gris cantil calizo de atrevido aspecto. La leyenda sitúa en su altura el castillo de Alpetea que dicen tenía construido el capitán moro Montesinos, que con su poder y ferocidad atemorizaba a la comarca, siendo luego convertido al cristianismo por una pastorcilla manca a la que, por dar fe al árabe, la Virgen la restituyó el brazo. El moro fue a vivir en unas cuevas junto al arroyo Arandilla, aguas arriba de su castillo, y allí construyó una ermita (la de Montesinos, en término de Cobeta) que goza hoy de gran veneración en la comarca. Del castillo de Alpetea, si es que alguna vez existió, no queda hoy vestigio alguno. En las cercanías de Taravilla levantaron la Torre de doña Blanca, pues tuvo aquí esta señora, quinta condesa de Molina, su lugar de descanso y un gran bosque y dehesa. Por Motos, sobre el cerrete que domina el pueblo, puso castillo, mediado el siglo XV, don Beltrán de Oreja, quien se dedicó al bandolerismo por los contornos, y ha hecho perdurar la leyenda del «caballero de Motos». Sobre altísimo risco, rodeado de espesa vegetación pinariega, se ven rastros de castillo en la llamada Muela del Cuende, entre el Tajo y el Cabrilla, rodeado todo de tan magníficos parajes (es el corazón del Alto Tajo) que hacen olvidar cualquier referencia a la historia. Por último cabe mencionar la torre que en Chilluentes, pueblo ya abandonado en la falda septentrional de la sierra de Aragoncillo, aún mantiene en pie su gallarda sucesión de cinco pisos, con basamenta de origen visigodo o alto medieval, de la cual torre hice mención más pormenorizada en anterior «Glosario».