El obispo albañil: D. Juan Díaz de la Guerra

sábado, 7 julio 1979 1 Por Herrera Casado

 

Larga y heterogénea ha sido la lista de los prelados que la diócesis de Sigüenza ha tenido a lo largo de su anchurosa historia, desde que allá por 1124, don Bernardo de Agen pusiera a espada junto a la mitra y se declarara conquistador a la par que obispo. Desde santos varones a políticos sin escrúpulos; desde historiadores de nota a fervientes aficionados a la construcción y las obras públicas.

Entre este último grupo cabe destacar, como más activo y digno de recuerdo, al obispo don Juan Díaz de la Guerra, que ocupó la silla episcopal seguntina en el último cuarto del siglo XVIII, dejando por la ciudad y su diócesis múltiples huellas de su decidido afán constructor.

Díaz de la Guerra nació en Jerez de la Frontera, en 1726, de una familia de rancio abolengo hidalgo y con muchos haberes pecuniarios. Era heredero de Cristóbal Colón, y todos sus descendientes poseían un largo historial de servicios a la Monarquía y a España. De inteligencia despierta y con gran espíritu de trabajo, estudió en Granada, haciéndose sacerdote, y llegando pronto a diversos puestos en el Cabildo de la iglesia primada, en Toledo. El rey Carlos III, a quien llamaron el «rey‑alcalde» porque volcó sus entusiasmos ilustrados y constructivos en la ciudad de Madrid, le confió una plaza de Auditor de la Sagrada Rota en Roma, obteniendo además la Abadía de la insigne Colegiata de Santa Ana en Barcelona. El mismo monarca, pagado de la valía del señor Díaz de la Guerra, le presentó para obispo de Palma de Mallorca, cargo que comenzó a ejercer en 1772. Los roces continuos con las gentes isleñas, por cuestión del culto que allí daban a Raimundo Lulio, le hizo desistir de su puesto, en el que ya comenzó a dar señales de su preocupación por las obras públicas, pues aportó más de 30.000 pesos para la habilitación y reforma del puerto de la ciudad de Alcudia.

Nombrado obispo de Sigüenza, hizo su entrada pública en a ciudad mitrada el 20 de diciembre de 1778. Ocupó el cargo durante 22 años, pues en él permaneció hasta su muerte en 29 de noviembre de 1800. Aparte de, su benéfica y pastoral actuación en todos los frentes de la vida espiritual del Obispado de Sigüenza, la memoria de don Juan Díaz de la Guerra siempre unida a una amplia tarea de promoción y aliento, de ayuda económica y de imaginativa iniciativa, en el campo de las construcciones comunitarias y obras públicas.

Aunque sería muy prolijo enumerar, y aún examinar detenidamente, una por una todas las actuaciones arquitectónicas y constructoras del obispado, una somera el calificativo que para él hemos relación de ellas prueba con creces reservado de «el obispo‑albañil. Quizás sea la más conocida de todas sus obras el barrio de San Roque, en la ciudad de Sigüenza. Lo hizo en 1781 consiguiendo un ámbito urbano de modelada hechura barroca, con casas alineadas de gran categoría, un espacio (las «ocho esquinas») de gran prestancia, y varias construcciones que completaban el conjunto y avaloraban su utilidad: un cuartel para el Regimiento de la tropa suiza que el Rey Carlos aceptó aunque luego no se utilizó conforme a lo previsto; un parador amplísimo para viajeros, y el magnífico Colegio de Infantes de Coro, con su portada barroca diseñada por Luís Bernasconi, su patio interior, sus galerías…

En el mismo Sigüenza, Díaz de la Guerra hizo también notables reformas en el castillo‑palacio de los Obispos. Levantó un edificio para granero, y sobre él muchas y espaciosas habitaciones; también unas oficinas para el provisorato, e incluso una tahona. En la ciudad inició la construcción de una gran iglesia que sirviera de parroquia para el Arrabal de los labradores, poniéndola por título el de Santiago, y siendo terminada, ya en el siglo XIX, por el obispo señor Fraile

En las cercanías de Sigüenza, y recién ocupado el sillón episcopal, en 1779, puso en marcha la que desde entonces se llama «Obra d el Obispo», consistente en una gran huerta, unos dos kilómetros río arriba, en la orilla izquierda del Henares, conformando un cuadrado perfecto, en el que cabían cien fanegas de sembradura, y cuyo coste fue de más de un millón de reales. Puso alrededor unas tapias «tan fuertes y vistosas -dicen los cronistas- que excedían a las de los Sitios Reales», levantando dos puertas de entrada (a poniente y a mediodía) con estilo brioso barroco y rejas de magnífico diseño, decorando las tapias con pinturas imitando columnas y pilastras salomónicas, y colocando sendas fuentes en la parte norte y sur del recinto, de manera que el agua que de ellas manaba surgía para uso de viandantes y luego caía dentro de la huerta para llenar dos estanques y regar el suelo. Una de estas fuentes, magna en su carácter barroco, con el escudo de armas del Obispo al frente, es la que vemos en la fotografía junto a estas líneas. Dentro de la huerta plantó 3.000 moreras, sembrando también alfalfa, maíz, gualda, rubia, alazor y otras simientes. Al construir el ferrocarril de Madrid a Barcelona, se utilizó la parte norte de la huerta, desmontando la fuente y tapia de aquel extremo. Hoy han levantado en su interior un moderno edificio los religiosos Maristas, quienes muy recientemente lo han dejado vacante.

Por el resto de la diócesis desparramó también don Juan Díaz de la Guerra su ímpetu constructor. Un fuego violentísimo, propagado desde el inmediato pinar, destruyó por completo en 1796 el pueblecito de Iniéstola, siendo reconstruido íntegramente por el prelado. En Jubera, orillas del Jalón, y cinco leguas al este de Sigüenza, poseían los obispos seguntinos una heredad con ermita y resto de castillo, pero improductiva. Este prelado levantó espadaña sonora al templo, construyó un pueblo con 24 cómodos y amplios edificios, todo ello bien urbanizado, colocando en medio, y junto al camino real, un mesón para los viajeros. En Molina de Aragón, en el barrio de San Francisco, mandó levantar una magnífica «casona» para que en ella se alojaran los administradores de los bienes de la Mitra en el Señorío molinés.

Aún llegó su celo al extremo de poner en marcha fábricas diversas, como la de papel en Gárgoles de Abajo, donando en 1793 todas las rentas de la productiva industria al Hospital de San Mateo.

En cuanto a obras públicas, es de destacar también cómo se ofreció, e inició, la construcción del camino que hiciera cómodo el acceso a Sigüenza desde el camino real de Aragón, que cruzaba por las altas mesetas de Algora y Alcolea. El mandó tender puentes y allanar sendas, haciendo la base de lo que hoy es carretera desde Medinaceli por Horna, a Sigüenza, y hasta Almadrones por La Cabrera, Aragosa, Mandayona y Mirabueno.

El escudo de don Juan Díaz de la Guerra, consistente en un óvalo mostrando cuatro soles y cinco flores de lis, con bordura de aspas y castillos, aparece en muchas de las construcciones que este prelado mandó levantar. Su espíritu ilustrado, de auténtico deseo de mejorar las condiciones de vida del pueblo, quedará siempre como un ejemplar preclaro de su época, y las huellas del obispo‑albanil» que dan un carácter tan peculiar a la ciudad y diócesis seguntina, permanecerán durante siglos.