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julio, 1979:

Tradición en Montesinos

 

No es necesario encarecer la belleza del barranco de Montesinos, por donde cruza, entre altivos peñascos rojizos, el río Arandilla, y en cuya orilla izquierda asienta la ermita y albergue dedicados a la Virgen de Montesinos: todo ello se encuentra en término de Cobeta, en el corazón boscoso del Señorío molinés. Y en las piedras del barranco, en torno a la silueta de la ermita, se cierne un eco de leyendas, de tradición que respetuosa y cordialmente ha sido guardada por las gentes de la comarca, que prosiguen manteniendo una devoción sincera al santuario y a la Virgen de Montesinos.

En mi rebusca por los silencios y fríos archivos de antiguas instituciones, he podido hallar no hace mucho tiempo un viejo manuscrito que, aunque breve, viene a dar una visión directa y viva de lo que era la tradición en torno a Montesinos durante el siglo XVII. Se halla este manuscrito, ya comido por el tiempo y las termitas en sus bordes, en el archivo del monasterio cisterciense de Huerta, y es anónima relación que no me resisto a copiar aquí íntegramente, seguro de que serán muchos, no solamente de Cobeta y Molina, sino de otros lugares distantes, los que agradecerán leer estas líneas tan sencillas y evocadoras, tan auténticas y firmes en una creencia multisecular, y, hoy todavía, vivía entre las gentes. Dice así el viejo pergamino:

RELACION DEL SUCESO Y ORIGEN DE LA IMAGEN Y ERMITA DE MONTESINOS. Nostra Sen. de el Montesino es una ermita sita de presente el la Rivera del Río de Arandilla en término de Coveta de la tierra de la villa de Molina En la qual Ermita ay una Imagen de bulto mui antigua la qual según se colige de memorias antiguas y de la común voz y tradición de gente de toda la tierra se aparecieron en una cueva algo más arriba de donde agota está. En la qual cueva se parecen hasta oy señales ciertas de aver avido allí Ermita, y según las memorias y tradiciones dichas se apareció allí a un moro valiente Capn de los Exércitos del Reyno de Valenª que andava haziendo daño a los cristianos de esta tierra y se llamava Montesino, al qual Nra Señora convirtió, y en el mismo lugar le bautizó y vivió haziendo penitencia cuyo cuerpo no se sabe donde está mas de que se conserva el que se llevó a Molina. En confirmación de estas tradiciones se halla incorporada y junta con la dha Cueva que es más de una larca de alto otra Cueva pequeña de altura de un home donde dicen vivió Montesinos es de forma quasi quadrada y de aquí sacan a la Imagen llamarse de Montesinos. Fue esta imagen y Ermita antigua de Mtr° de Huerta por donación de la Condesa de Armesen que hizo donación de Arandilla la qual donación según se halla en el Archivo del Mt.° y en las memorias de los Sepulchros de los Condes de Molina fue echa la Era MCCV.

Esta Ermita según algunos dizen fué llevado la Molina y puesta sobre cierto pilar en la Iglesia Parrochial de Sn Gil se bolvió de allí donde estaba. Assí mismo ay tradición más cierta y recibida que fue llevada la villa de Cobeta, y que assí mismo se volvió a cierto sitio más abaxo de adonde agora está. Lo qual visto por, los señores de Coveta determinaron de edificarle la ermita que agora tiene, en su témino a raya del término de molina y no la volvieron a la Cueva adonde se paresció por estar en término jurisdición de molina.

Esta Ermita con el dcha Image después de varios sucesos en el año de 1611 bolvió a poder del Mr° de Huerta por donación que de ella y otras cosas hizieron los señores Don Diego Lopez de Zúñiga y don Francisco Lopez de Zúñiga su hijo mayor, señores de Cobeta y su tierra reservando para sí el título de Patrones la qual por diferentes, casos a venido a dexarse… esto s sacó de una Relación que ay en este Mrº…

Los últimos fragmentos del texto se hacen totalmente ilegibles por estar e borde del pergamino destrozado, debido a los siglos que por él han pasado. Queda, sin embargo, sabor veraz, su decantada parsimonia, llaneza, que incitan a releerlo a saborearlo como si de un exquisito plato o un cuadro magistral se tratase. Completa así lo que y en ocasión anterior hemos referido de Cobeta, sus paisajes, sus tradiciones y su ermita de Montesinos corazón aún de buena parte del Señorío.

Leyendas y tradiciones de Peralejos de las Truchas

 

Hemos llegado al enclave serrano de Peralejos de las Truchas, escondido entre los altos riscos y los densos boscales del alto Tajo, y ya hemos contemplado cuanto, en punto a bellezas paisajísticas y a interés monumental, nos ofrece esta parcela de nuestro querido Señorío molinés. Al amor de una lumbre, en la posada del pueblo, un domingo de octubre en que gruesos copos de nieve caían sobre el poblado y los serrijones próximos, hemos escuchado algunas interesantes leyendas de labios de recios peralejanos que, con un gracejo especial, saben contarlas. Y no podemos resistir la tentación de darles aquí en refundida prosa.

Una de las más queridas y conocidas leyendas de Peralejos es la que hace alusión a su Virgen de Ribagorda, patrona del pueblo y muy querida incluso a través de las distancias, por los peralejanos. La imagen de la Virgen se conserva un año en la iglesia parroquial, y otro en la ermita. Esta se encuentra a unos 4 kilómetros al sureste del pueblo, sobre un amplio prado al pie de La Muela, y suelen acercarse las gentes del lugar en romería, hasta tan paradisíaco lugar en ocasión de la Pascua de Pentecostés. Es muy curiosa la tradición que refiere su hallazgo. Se centra el relato en la Baja Edad Media. Un cabrero que andaba guardando su rebaño por los riscos y las intrincadas asperezas del término, se percató de que le habían desaparecido un par de cabezas, de las más pequeñas y tiernas del rebaño. Aunque el día estaba ya concluyendo, y tras guardar el conjunto principal de animales, se fue a buscar las perdidas. Bajó como pudo, siguiendo el curso del arroyo Ribagorda, por la gatera de Las Llanás, casi cortada pico sobre el roquedal enhiesto, y siguió avanzando por entre la vegetación espesísima de la zona, hasta encontrarse ante una cueva profunda y capaz como iglesia, en cuyo fondo, atónito, pudo contemplar que había un rústico altarcillo, formado por peñas y troncos de pino, sobre el que la imagen románica de Nuestra Señora de Ribagorda era iluminada por la tenue luz de un candil de barro. Junto a ella, tendido sobre un lecho de hojas y retamas, se hallaba el cadáver de un hombre, barbado y escuálido, que tenía junto a sí una armadura mohosa y muy antigua. Junto a la momia del personaje, un papel en castellano antiquísimo que decía: «Yo, Ruy Gomez, antiguo gerrero y primer ermitaño de esta cueva, habiendo despreciado mi nobleza de origen y laudos conquistados con mi espada por amor a la Virgen Maria, oculté esta imagen a la furia de los infieles, construí este rústico santuario en su honor y aquí muero, tras de haber dedicado gran parte de mi vida a defender la Religión y la Patria, a rezar por Nuestra Señora, ya que tan cruelmente la ofendieron las mesnadas agarescas». El cabrero corrió al pueblo a contar su hallazgo. Al día siguiente, varios aldeanos subieron hasta la gruta, viendo ser verdad cuanto decía, y procediendo a enterrar al tal Ruy Gómez. Cogiendo la imagen de la Virgen, la subieron al alto y al cruzar el prado que existe al pie de los riscos de la Muela (que es donde hoy asienta la ermita de la patrona de Peralejos) los pies de los aldeanos se negaron á andar, quedando todos como clavados, y diciendo que aquel prodigio era claro indicio de la soberana voluntad celeste de que allí se levantara una ermita para que los siglos futuros venerar a la Virgen de Ribagorda. La tradición, encantadora, muestra una vez más las constantes explicativas del hallazgo (dentro de una cueva) y razón del asentamiento de una ermita (milagro sobre los hombres que no saben donde ponerla).

De generación en generación ve pasando esta leyenda entre los peralejanos, que gustan de referirla, con mil y un detalles, a quien les interroga sobre ella. Pero no menos interesante es la que refiere los hechos antiquísimos ‑en los que el amor y la religión, la venganza y el temor se mezclan‑ ocurridos en el castillo o torreón de Saceda, del que aún pueden verse restos de sillares ciclópeos sobre una montañuela que otea el barranco del Rincón, al que llegan las aguas que descienden desde el prado de La Lobera. Junto a los restos de la torre, se ven aún mínimas huellas de edificaciones y habitáculos. El conjunto recuerda la posible existencia de un castro ibérico, que fue luego utilizado por romanos y conquistado definitivamente por los árabes. La leyenda refiere que estando de capitán de la guarnición de esa fortaleza un príncipe moro llamado Abendarráez-Alí, tenía viviendo con él a una hermana, llamada Zahara, de gran belleza. La torre dominaba las tierras y barrancos vecinos, protegiendo con su mole el pequeño poblado. Ya estaba Molina en poder de los cristianos, y los Laras constituidos como condes y señores del territorio. En una de sus batidas por los todavía inexplorados caminos del alto Tajo, dieron vista al castillo de Saceda, enterándose que un joven y valiente mahometano era su dueño y señor. Uno de los caballeros molineses, más atrevido que sus compañeros, se acercó hasta el castillo y poblado, viendo a la bella Zahara, de la que quedó enamorado, y tras hablar, y escribirse con ella, la pasión se hizo mutua y el ánimo de unirse para siempre crecido y vigoroso quedó en sus corazones. Sabido ello por Abedarráez‑Alí, encerró a su hermana en la más oscura y apretada sala de la torre, prohibiéndola cualquier relación con el cristiano. Pero éste logró comunicar con ella, y una noche escaló por cuerdas el torreón, llegó hasta donde estaba Zahara, y con ella a las espaldas emprendió la huída, bajando con dificultad y riesgo por la escala que a lo largo del muro ciclópeo, colgaba hasta lo profundo del barranco.

Cuando ya muy poco faltaba para alcanzar la meta, alguien desde arriba cortó la escala, cayendo los cuerpos de los amantes, en alarido de dolor sobre los afilados bordes de las rocas, destrozándose juntos al fondo del precipicio. Una carcajada escalofriante sonó arriba. El Príncipe maldito había vencido. Dicen que, desde entonces, las almas de los enamorados habitan en las pequeñas grutas del barranco, y que en las noches de tormenta suenan sus quejidos lastimeros, mezclados al fantasmal alarido de alegría que entre las ruinas del torreón de Saceda surge, como un eco del brutal gesto del moro Abendarráez.

La leyenda que cuentan los peralejanos, y que a la vista del paisaje, de los serrijones y ruinas de Saceda, piensa el viajero que bien pudiera haber sido cierta, y que, en todo caso, le pone un sabor de misterio, un marco de escalofrío al entorno donde uno piensa que la leyenda, como el pino o la retama crece sola.

En el Centenario de Tomás Camarillo

 

Se cumple en este año el centenario del nacimiento de uno de los más ilustres (por trabajador y enamorado de su tierra) alcarreños que durante el presente siglo han realizado una tarea cultural de cierta entidad y peso. Se trata de don Tomás Camarillo Hierro, que aunque en su vida particular, y tras muchos avatares difíciles, vivió del comercio, destacó y ha quedado blasonada su figura por las actividades que como pionero y maestro de la fotografía ejerció en Guadalajara. En este sentido, podemos decir que don Tomás Camarillo recorrió todos los caminos de la provincia (los practicables y los que no lo eran tanto) con su cámara fotográfica a cuestas (y entonces una máquina fotográfica pesaba muchos kilos), retratando tipos populares, paisajes, plazas y palacios, retablos, cálices, molinos y un sin fin de cosas que él dejaba eternizadas en la placa ancha y dura de su primitiva cámara oscura. Colaboró íntimamente con el renombrado cronista provincial doctor Layna Serrano, en la publicación de algunos libros comunes, en exposiciones magníficas de la riqueza monumental provincial, (en Madrid y en Guadalajara, y se dedicó, en fin, a la publicación de algunas obras literarias suyas, que en intención autobiográfica o de simple excursión por el campo de la descripción de paisajes y excursiones, él mismo se costeó y editó

La vida de Tomás Camarillo resultó ser en sí misma una auténtica aventura, un tanto al estilo de las que Dickens elaboraba en su forzada visión de penas y alegrías conjuntadas. Nuestro personaje cuenta su peripecia humana en un librito titulado «Memorias de mi Vida», sacado a luz en 1950, y con una portada curiosísima, pues muestra una acuarela de la antigua fachada del Ayuntamiento de Guadalajara, y que viene a corroborar la presunción que manteníamos de ser un curioso edificio renacentista con detalles mudéjares. Camarillo nació en una casa humilde de la plazuela de San Juan de Dios frente al antiguo convento‑hospital del mismo nombre luego Escuela Normal, y hoy ya desaparecido. Era el 29 de diciembre de 1879. Su padre tenía un modestísimo taller de carpintería. A poco, murió el padre, y la familia, que contaba con otros hermanillos también de corta edad, se las vio muy mal para subsistir. Tomás Camarillo se fue a Madrid a ganarse la vida, ocupando puestos tan variados como repartidor de una tienda de ultramarinos, escribiente en un Juzgado, trabajador en el periódico «La Región» y mil más, variados y siempre mal remunerados, hasta que, deseoso de volver a su ciudad natal, con el capitalillo reunido a base de grandes sacrificios, instaló un kiosco en «el jardinillo», frente a San Nicolás: cuatrocientas pesetas le costó la broma: trescientas en instalación y cien en género. Era el año 1909, y con lo que sacaba de vender chucherías (los precios eran de 5, 10, 20 y 30 céntimos) y allí había desde pipas y caramelos hasta calcomanías peones, pelotas, bolas de cristal y tebeos, más unas tareas de «memoralista» («se hacen instancias para solicitar destinos y otros asuntos en oficinas públicas») y las de liar y cerrar cigarrillos de encargo, «a peseta la libra», la familia de Tomás Camarillo iba viviendo. Con ahorros suficientes, más lo que por entonces comenzó a obtener con un negocio adicional de alquiler de pianos (de los que llegó a tener hasta 35, distribuidos por los pueblos de la provincia) consiguió en 1920 poder instalar, en la Calle Mayor alta, un flamante comercio de objetos de regalo, discos, música y material fotográfico. Y de allí pasó al éxito y la comodidad.

Aún mucho más variadas fueron las actividades comerciales de Camarillo. Pero aprovechando unas y otras, y sus desplazamientos a los pueblos, él consiguió ir realizando su máxima ilusión, como era la de plasmar en grandes y magníficas fotografías toda la riqueza artística, paisajística y costumbrista de Guadalajara. Cuando, en 1944, se inauguró en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes de la calle Alcalá, la exposición fotográfica de Guadalajara, inaugurada personalmente por el Ministro de Educación, Ibáñez Martín, y en el transcurso de la cual se sucedieron actos culturales, conferencias, etc., don Tomás Camarillo pasó los días más felices de su vida, viendo reconocida al más alto nivel, su obra laboriosa. Y ese reconocimiento llegó, por supuesto, de todos los estamentos de la sociedad, que no cesaron en acudir en masa a contemplar las maravillas de la provincia tan magníficamente plasmadas. Ahora hace (puesto que estuvo abierta esta exposición del 2 al 20 de junio de 1944) justamente 35 años del acontecimiento. Poco después, en 1948, y con la colaboración en el texto del cronista Layna, se publicó un bello libro con las mejores fotografías de la exposición, y de la vida toda de Camarillo: «La Provincia de Guadalajara» se llamaba la obra, hoy agotada completamente.

Todo el archivo de negativos, y muchos positivos colocados en álbumes, así como su máquina fotográfica, la Cruz de Alfonso X el Sabio, y otros recuerdos personales, fueron cedidos a su muerte a la Diputación Provincial, donde se guardan, aunque no con el celo debido. En este aniversario, centenario de la vida y la figura de Tomás Camarillo, la provincia le debe un homenaje de recuerdo que, como siempre he insistido, en esta clase de homenajes lo mejor que puede y debe hacerse es dar a conocer la obra realizada por el hombre: sus fotos, sus álbumes, su gran dedicación al conocimiento y divulgación de las riquezas y maravillas de Guadalajara. Sabemos que la Agrupación fotográfica de Guadalajara proyecta realizar una exposición-homenaje en esta fecha. Que debería llegar a los pueblos de la provincia. Y, por otra parte, no estaría de más que la propia Diputación Provincial se encargara de poner, de una manera definitiva y digna, toda la colección de fotografías en forma que pueda ser admirada por cuantos lo deseen. Una magnífica ocasión podría ser la de, una vez terminada la restauración de la Capilla de Luís de Lucena, dedicarla a Museo Fotográfico Provincial, con la presencia viva de los jóvenes artistas, y el recuerdo perenne de la obra de nuestro primer y magnífico fotógrafo Tomás Camarillo Hierro.

El obispo albañil: D. Juan Díaz de la Guerra

 

Larga y heterogénea ha sido la lista de los prelados que la diócesis de Sigüenza ha tenido a lo largo de su anchurosa historia, desde que allá por 1124, don Bernardo de Agen pusiera a espada junto a la mitra y se declarara conquistador a la par que obispo. Desde santos varones a políticos sin escrúpulos; desde historiadores de nota a fervientes aficionados a la construcción y las obras públicas.

Entre este último grupo cabe destacar, como más activo y digno de recuerdo, al obispo don Juan Díaz de la Guerra, que ocupó la silla episcopal seguntina en el último cuarto del siglo XVIII, dejando por la ciudad y su diócesis múltiples huellas de su decidido afán constructor.

Díaz de la Guerra nació en Jerez de la Frontera, en 1726, de una familia de rancio abolengo hidalgo y con muchos haberes pecuniarios. Era heredero de Cristóbal Colón, y todos sus descendientes poseían un largo historial de servicios a la Monarquía y a España. De inteligencia despierta y con gran espíritu de trabajo, estudió en Granada, haciéndose sacerdote, y llegando pronto a diversos puestos en el Cabildo de la iglesia primada, en Toledo. El rey Carlos III, a quien llamaron el «rey‑alcalde» porque volcó sus entusiasmos ilustrados y constructivos en la ciudad de Madrid, le confió una plaza de Auditor de la Sagrada Rota en Roma, obteniendo además la Abadía de la insigne Colegiata de Santa Ana en Barcelona. El mismo monarca, pagado de la valía del señor Díaz de la Guerra, le presentó para obispo de Palma de Mallorca, cargo que comenzó a ejercer en 1772. Los roces continuos con las gentes isleñas, por cuestión del culto que allí daban a Raimundo Lulio, le hizo desistir de su puesto, en el que ya comenzó a dar señales de su preocupación por las obras públicas, pues aportó más de 30.000 pesos para la habilitación y reforma del puerto de la ciudad de Alcudia.

Nombrado obispo de Sigüenza, hizo su entrada pública en a ciudad mitrada el 20 de diciembre de 1778. Ocupó el cargo durante 22 años, pues en él permaneció hasta su muerte en 29 de noviembre de 1800. Aparte de, su benéfica y pastoral actuación en todos los frentes de la vida espiritual del Obispado de Sigüenza, la memoria de don Juan Díaz de la Guerra siempre unida a una amplia tarea de promoción y aliento, de ayuda económica y de imaginativa iniciativa, en el campo de las construcciones comunitarias y obras públicas.

Aunque sería muy prolijo enumerar, y aún examinar detenidamente, una por una todas las actuaciones arquitectónicas y constructoras del obispado, una somera el calificativo que para él hemos relación de ellas prueba con creces reservado de «el obispo‑albañil. Quizás sea la más conocida de todas sus obras el barrio de San Roque, en la ciudad de Sigüenza. Lo hizo en 1781 consiguiendo un ámbito urbano de modelada hechura barroca, con casas alineadas de gran categoría, un espacio (las «ocho esquinas») de gran prestancia, y varias construcciones que completaban el conjunto y avaloraban su utilidad: un cuartel para el Regimiento de la tropa suiza que el Rey Carlos aceptó aunque luego no se utilizó conforme a lo previsto; un parador amplísimo para viajeros, y el magnífico Colegio de Infantes de Coro, con su portada barroca diseñada por Luís Bernasconi, su patio interior, sus galerías…

En el mismo Sigüenza, Díaz de la Guerra hizo también notables reformas en el castillo‑palacio de los Obispos. Levantó un edificio para granero, y sobre él muchas y espaciosas habitaciones; también unas oficinas para el provisorato, e incluso una tahona. En la ciudad inició la construcción de una gran iglesia que sirviera de parroquia para el Arrabal de los labradores, poniéndola por título el de Santiago, y siendo terminada, ya en el siglo XIX, por el obispo señor Fraile

En las cercanías de Sigüenza, y recién ocupado el sillón episcopal, en 1779, puso en marcha la que desde entonces se llama «Obra d el Obispo», consistente en una gran huerta, unos dos kilómetros río arriba, en la orilla izquierda del Henares, conformando un cuadrado perfecto, en el que cabían cien fanegas de sembradura, y cuyo coste fue de más de un millón de reales. Puso alrededor unas tapias «tan fuertes y vistosas -dicen los cronistas- que excedían a las de los Sitios Reales», levantando dos puertas de entrada (a poniente y a mediodía) con estilo brioso barroco y rejas de magnífico diseño, decorando las tapias con pinturas imitando columnas y pilastras salomónicas, y colocando sendas fuentes en la parte norte y sur del recinto, de manera que el agua que de ellas manaba surgía para uso de viandantes y luego caía dentro de la huerta para llenar dos estanques y regar el suelo. Una de estas fuentes, magna en su carácter barroco, con el escudo de armas del Obispo al frente, es la que vemos en la fotografía junto a estas líneas. Dentro de la huerta plantó 3.000 moreras, sembrando también alfalfa, maíz, gualda, rubia, alazor y otras simientes. Al construir el ferrocarril de Madrid a Barcelona, se utilizó la parte norte de la huerta, desmontando la fuente y tapia de aquel extremo. Hoy han levantado en su interior un moderno edificio los religiosos Maristas, quienes muy recientemente lo han dejado vacante.

Por el resto de la diócesis desparramó también don Juan Díaz de la Guerra su ímpetu constructor. Un fuego violentísimo, propagado desde el inmediato pinar, destruyó por completo en 1796 el pueblecito de Iniéstola, siendo reconstruido íntegramente por el prelado. En Jubera, orillas del Jalón, y cinco leguas al este de Sigüenza, poseían los obispos seguntinos una heredad con ermita y resto de castillo, pero improductiva. Este prelado levantó espadaña sonora al templo, construyó un pueblo con 24 cómodos y amplios edificios, todo ello bien urbanizado, colocando en medio, y junto al camino real, un mesón para los viajeros. En Molina de Aragón, en el barrio de San Francisco, mandó levantar una magnífica «casona» para que en ella se alojaran los administradores de los bienes de la Mitra en el Señorío molinés.

Aún llegó su celo al extremo de poner en marcha fábricas diversas, como la de papel en Gárgoles de Abajo, donando en 1793 todas las rentas de la productiva industria al Hospital de San Mateo.

En cuanto a obras públicas, es de destacar también cómo se ofreció, e inició, la construcción del camino que hiciera cómodo el acceso a Sigüenza desde el camino real de Aragón, que cruzaba por las altas mesetas de Algora y Alcolea. El mandó tender puentes y allanar sendas, haciendo la base de lo que hoy es carretera desde Medinaceli por Horna, a Sigüenza, y hasta Almadrones por La Cabrera, Aragosa, Mandayona y Mirabueno.

El escudo de don Juan Díaz de la Guerra, consistente en un óvalo mostrando cuatro soles y cinco flores de lis, con bordura de aspas y castillos, aparece en muchas de las construcciones que este prelado mandó levantar. Su espíritu ilustrado, de auténtico deseo de mejorar las condiciones de vida del pueblo, quedará siempre como un ejemplar preclaro de su época, y las huellas del obispo‑albanil» que dan un carácter tan peculiar a la ciudad y diócesis seguntina, permanecerán durante siglos.