Casonas molinesas (I)
Durante algunas semanas, vamos a ir repasando las tierras y caminos del Señorío de Molina, para ponernos delante de una de sus más genuinas manifestaciones: casas, palacios, casonas nobiliarias y construcciones destina das a la vivienda de familias hidalgas, que durante varios siglos dieron vida a un estamento social que ahora nos dedicaremos a recordar en este su aspecto residencial y arquitectónico. Son muchos los ejemplos que de esta arquitectura civil nos han quedado por la provincia, pero es muy especialmente en Molina donde éstos han conseguido una cierta unidad de estilo y una densidad mayor a la hora de su recuento. Esperamos que este repaso sirva para estimular el interés de los molineses y de cuantos en algún modo sienten cariño por aquellas tierras, para que estas casonas sean mejor conocidas, valoradas y, en definitiva, queridas y respetadas.
La comarca que hoy comprende el Señorío de Molina, ocupada por los árabes varios siglos, fue reconquistada hacia 1129 por un noble castellano, don Manrique Pérez de Lara, a quien le fue concedido el territorio en señorío de behetría, esto es, con facultad de sus pobladores para elegir señor, pero entre los varios miembros de la familia gobernante. Hacia 1150, Pérez de Lara concedió un Fuero, señalando límites y constituyendo un auténtico país independiente que al siglo siguiente pasaría a la corona de Castilla en la que continúa. En dicho Fuero molinés, en su capítulo 3.º, ya se menciona el tema de la casona donde residiría el Conde, que sería muy probablemente el castillo o alcázar. Dice así: «queremos que otro palacio non aya en Molina sino el del conde», y aún añade una cláusula que estipula el castigo que ha de venir a quien atentara en algún modo contra dicho palacio condal: «si algún omme el su palacio rompiere o derribare, peche quinientos sueldos».
Favorecida por el Fuero la presencia y asentamiento de nobles e hidalgos, éstos existieron con densidad muy alta por la región, marcados al comienzo por un destino exclusivamente militar, y luego por el auge económico que la abundantísima ganadería, agricultura y recursos forestales, extraordinariamente bien aprovechados, hizo ser a Molina una de las regiones más ricas del país, hasta tal punto de que la inmigración, especialmente de vascos, extremeños y andaluces se hizo masiva en los siglos XVI y XVII. Grandes zonas en explotación, y una población nunca excesiva, dieron durante siglos al Señorío de Molina privilegio de región rica y cómoda, habiendo venido hoy a ser una triste sombra y pálido recuerdo de cuanto fue.
Veremos antes los pueblos y acabaremos en la capital del Señorío. Edificaciones curiosísimas aparecen en cualquier parte. Nada más penetrar en el Señorío concretamente en Mazarete, nos encontramos con la casona de los López Mayoral, ricos ganaderos del siglo XVII. Un conjunto de severas líneas rectas se deja presidir de numerosas figuras talladas: una gran cabeza de buey, dos caballos en carrera, dos ovejas, un caldero, una pica y un cayado, algunas esquilas, todo en un conjunto de presencias ganaderas, que, junto al nombre de la familia constructora, viene a ser el blasón que la enaltece y presenta ante el mundo. Para el resto de sus convecinos, en la época de su construcción, aquellos símbolos eran sinónimos de un poder y preeminencia que así dejaban bien claro.
También en la villa de Prados Redondos quedan algunos ejemplos valiosísimos de esta arquitectura civil que son las casonas nobiliarias. Es uno de ellos el palacio de los Cortés, que a pesar de su desmochamiento en años pretéritos, conserva aún su prestancia peculiar. Un gran paramento liso, sólo ocupado de un par de sencillas ventanas, deja abrirse en su centro un gran arco adovelado de limpio sillar de arista pulida, semicircular, sobre el que luce un gran escudo en piedra que presenta un castillo orlado de de varias cruces de San Andrés. Ante la gran fachada, se extiende un breve patio, circuido de muralla baja, pero recia, en la que se abren, a sus extremos laterales, sendos portones. En Prados Redondos también persiste, ésta habitada, la antigua mansión de los Garcés. Es, como la anterior, obra de fines del siglo XVI. Fachada rectangular, con gran portón semicircular adovelado, rematado por escudo, que en este caso muestra una banda escoltada de sendas veneras, y se completa el conjunto con cinco ventanales amplios, que confieren a la casona un aire más vivo y abierto que la anterior, completado por su situación, abierta a una calle. Visitamos su interior hace tiempo, y aparte algunas modificaciones ligeras introducidas por sus actuales habitantes, el aspecto se conserva inmaculado como el primer día. Altísimos techos de viguería vista, gran escalera al fondo del portalón central, cocina típica, patio trasero, etc. Todavía en Prados Redondos queda otra casona, peor cuidada, per con ciertas modulaciones que la diferencian de las dos anteriores descritas, Se trata de la Casa de los Sendrín, que presenta un arco de sillería, rematada en capital sobre el que se ve tallado borroso y complicado escudo, y que da paso a una gran patio, al fondo del cual se abre, sencilla y muy transformada, la casona. Dando a Prados Redondos el carácter de un auténtico museo en lo que se refiere a nuestro tema de los palacios y casas señoriales, aún encontramos entre sus construcciones otras varias, una del siglo XV, con ventanas aspilleradas y otras rematadas en arcos conopiales; y otra del siglo XVII, con balconaje y portón moldurado, más bastardeadas, pero igualmente interesantes.
Subamos ahora a la sexma del Campo. En Tartanedo encontramos una de las muestras príncipes de las casonas molinesas. Hasta el punto de que se trata, por el momento, de la primera y única que se encuentra en trámites administrativos para su declaración como Monumento Histórico-Artístico. Es el palacio del Obispo Utrera, una muestra extraordinaria de la arquitectura civil barroca. La villa de Tartanedo ha sido pródiga en relevantes figuras eclesiásticas. Patria de la Beata María de Jesús, que recientemente subió a los altares, y también lugar de nacimiento de personajes del calibre del arzobispo zaragozano don Manuel Vicente Martínez Ximénez, diputado que fue en las Cortes de Cádiz, en 1813; del franciscano Fr. Gil de San Juan, compañero de San Pedro de Alcántara, y del famoso don Francisco Xavier de Utrera y Pérez Escolano, obispo que fue de Cádiz en el siglo XVIII. El llamado palacio del Obispo Utrera fue construido realmente por su abuelo, don Pedro de Utrera, quien puso sobre lo más alto de la fachada sus armas cubiertas de yelmo y cimera de lambrequines como correspondía a un hijodalgo notorio del señorío de Molina. Lo realizó a principios del siglo XVIII, y aún hoy se mantiene prácticamente intacto, si no es por la desafortunada operación que hace ya muchos años realizó su dueño de dividirlo en la herencia para dos familias, quedando separado el ancho portalón de la recia escalera principal, habiendo quedado cada una de esas estructuras en distinta vivienda de las dos en que hoy se divide el palacio. Su fachada y aspecto externo se muestra intacto: gran portón arquitrabado, de almohadillas sillares, lo mismo que el balcón principal; sendas ventanas a sus lados, cubiertas de rejas de la época; escudo tallado y gran alero de ladrillo, dan el importante aspecto que todos admiran en este palacio dieciochesco, testimonio valioso y vivo de lo que era una mansión de nobles hidalgos en pasadas épocas. Su interior se ocupa de anchas habitaciones y, al fondo como en su costado oriental, sendos patios le escoltan. Nada concreto, si no es el recuerdo, permanece en Tartanedo de las casonas del obispo Martínez Ximénez y de los Montesoro, donde se dice nació la carmelita sor María.
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