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febrero, 1979:

Casonas molinesas (II)

 

También en la sesma del Campo, en Rueda, vamos a encontrar nuevos ejemplares de esta arquitectura señorial que estamos estudiando. Siempre con modulaciones diversas. Siempre con detalles que avaloran la riqueza proclamada de esta región en esta parcela de la historia del arte, tan poco apreciada hasta ahora. La familia de los Malo ha sido desde el remoto Medievo, una de las más prepotentes del Señorío molinés. Y de las más extendidas por su geografía. En Rueda tuvo su asiento una de sus ramas. Y, frente a la románica iglesia parroquial, lució durante siglos la noble casona de la que hoy sólo queda el solar trasformado en huerta, y la reliquia, porque sólo así se la puede calificar, de su gran portón de entrada. Verá el curioso viajero el arranque del arco, con pilastras ranuradas, y pilares de trazado gótico, del que aún quedan dovelas tiradas por el entorno. Incluso el escudo de armas que remataba el arco, originalísimo y poco usado, ha servido durante décadas para que los aldeanos afilaran en él sus cuchillos, horcas y guadañas, dejando con tal costumbre borrados el recuerdo del blasón de esta familia. Si nada más que esto queda hoy de aquel soberbio edificio, no merece la pena que desgranemos noticias, a pesar de tenerlas en abundancia, respecto a esta familia de la que salieron notables regidores molineses, entre ellos el caballero Juan Ruiz Malo y sus sobrinos, Pedro Malo de Heredia y Martín Malo, quienes en el siglo XVI fundaron y edificaron el famoso convento de Santa Clara, en la capital del Señorío.

Totalmente distinta es la casona que también encontramos en Rueda de los Martínez Vallejo. Se trata de una construcción de sólido sillar granítico, en cuadrangular fachada se abren grandes ventanas, y un portón más bien pequeño, rematado por dintel que forma una gran piedra tallada en la que se ve el escudo familiar y los nombres de sus constructores en el siglo XVI. Aunque esta familia ya estaba desarrollada en la Edad Media, es en el siglo XVI cuando alcanza su mayor preeminencia, y lo hace de forma curiosa, gracias a diversos miembros que ocupan destacados y numerosos puestos eclesiásticos. Es quizás el más famoso el bachiller don Andrés Fernández Vallejo, curiosa figura de clérigo, que fue cura del lugar de Rueda, persona respetadísima por sus vecinos, pues se sabe que le encargaron redactar las Constituciones Concejiles, y al tiempo ocupó preeminentes prebendas en otros lugares, como Berlanga de Duero. En Rueda una riquísima capellanía, construyó la correspondiente capilla en la iglesia, curiosa muestra de arte plateresco, y mandó pintar un retablo dedicado a San Andrés que aún hoy se conserva, y es pieza destacada de la pintura renacentista de Molina. De esta familia de los Vallejos surgió, en el siglo pasado, el también religiosos don Antonio Martínez Izquierdo, nacido en Rueda, y que llegó a ser primer arzobispo de Madrid-Alcalá, ocupando puestos de diputado y senador en las cortes finiseculares, y yendo a caer muerto a tiros sobre las gradas del templo de los jerónimos, en Madrid. La familia que hoy habita esta casona, en la que (…) permanecer las sombras de tantos antepasados ilustres, nos mostraba hace poco un pequeño relicario conteniendo el retorcido trozo de plomo que le quitó la vida al arzobispo, y la zapatilla de brocado que calzaba en aquel momento. La arquitectura y la historia van, aquí, soldadas y religadas íntima y tiernamente.

Son muchos otros los lugares del señorío donde permanecen magníficos ejemplos de casonas nobles. El palacio que se ve hoy en la vega de Arias, término de Tierzo, y que pertenece a los Araúz de Robles, está declarado Monumento Histórico‑Artístico; consta su conjunto, obra del siglo XIII, de un edificio de planta rectangular con fachada en la que luce portón apuntado, adovelado, y con gastado escudo de piedra; varios ventanales estrechos y simétricos, y una serie de salones internos distribuidos en dos pisos, a los que se accede desde un portal con pozo. Ante el edificio se abre un ancho «patio de armas» cerrado por alto murallón almenado al que se entra por apuntado arco de sillería que se protege por elegante matacán. Forma todo el conjunto un interesantísimo ejemplo de la arquitectura civil de la Edad Media.

Si alargamos nuestro camino hacia Checa, nos vamos a encontrar, en su plaza mayor, que preside monumental edificio concejil, con la casona de los Pelegrín, de tres pisos, con balconajes y escudos, muy bello ejemplo de casona de ganaderos; y en el mismo pueblo serrano aún veremos otras edificaciones, entre las que destaca el extraordinario palacio de los García, marqueses de Clavijo, que se conoce popularmente por «Casa de la Gerencia» y que muestra en su fachada un conjunto de portón, balcones, rejas de bien trabajado hierro, y escudo en piedra, completando todo con un interior bien conservado, obra del siglo XVII, que se piensa destinar a Hostal.

Volviendo a la sesma del Campo, el viajero va a quedar extasiado en dos pueblos, grandes y cargados de tradición, que ofrecen numerosos ejemplos de esta arquitectura civil de que venimos hablando. Hinojosa es uno de ellos. Allí aparecen palacios de los siglos XVII y XVIII, y algún ejemplar anterior, con patio almenado. Destacan el palacio de los Malo, de gran fachada con escasos y pequeños vanos, pero escudo tallado en piedra cerca del alero; el caserón de los Moreno, con portón de gran dovelaje, buena rejería y escudo; el Palacete de los García Herreros, con puerta y ventana principal orlada de valiente almohadillado, poniendo el escudo familiar en una geometría de delicadas rectas y expresiones barrocas.

Más allá, en Milmarcos, el buscador de sorpresas se llevará muchas, una detrás de otra, al ir recorriendo las numerosas calles de esta villa. En su plaza mayor, hermosa y grande como pocas del Señorío, cobijada por el ramaje inacabable de su olma centenaria, destaca el edificio concejil con torre, galería y pórtico, más el escudo de la villa que concedió el Rey Carlos II. Por el pueblo van surgiendo los palacios y casonas: unas ya casi derruidas, como la de los Inquisidores, que aún muestra sobre la puerta el temido escudo del Santo Oficio; o la de los López Oliva, en cuya puertecilla preside triste el escudo de armas que dice en leyenda «Sicut oliva fructífera». Otras están perfectamente conservadas, como la de la antigua posada; la de los López Montenegro, con portón semicircular y magnífico escudo con las armas de los López Guerrero, a los que sucedieron los definitivos dueños; en la plaza alta donde se encuentra la antigua iglesia, se ve la casona de los López en la que un escudo con sus armas, y las de los Celadas y Badiolas preside la puerta. Es, finalmente, el maravilloso palacio del siglo XVIII que levantaron los García Herreros, el que puede erigirse quizás en el fastuoso y mejor conservado de los palacios nobles molineses. Una fachada que comprende estructura central con portada, balcón y hornacina con escudo, da norma y centra el conjunto en el que aparecen otros balcones y ventanales que marcan con precisión una arquitectura barroca impresionante. Este palacio, que en el pueblo conocen con el nombre de «la casa de doña Pepa» está habitado y magníficamente conservado por particulares.

Casonas molinesas (I)

 

Durante algunas semanas, vamos a ir repasando las tierras y caminos del Señorío de Molina, para ponernos delante de una de sus más genuinas manifestaciones: casas, palacios, casonas nobiliarias y construcciones destina das a la vivienda de familias hidalgas, que durante varios siglos dieron vida a un estamento social que ahora nos dedicaremos a recordar en este su aspecto residencial y arquitectónico. Son muchos los ejemplos que de esta arquitectura civil nos han quedado por la provincia, pero es muy especialmente en Molina donde éstos han conseguido una cierta unidad de estilo y una densidad mayor a la hora de su recuento. Esperamos que este repaso sirva para estimular el interés de los molineses y de cuantos en algún modo sienten cariño por aquellas tierras, para que estas casonas sean mejor conocidas, valoradas y, en definitiva, queridas y respetadas.

La comarca que hoy comprende el Señorío de Molina, ocupada por los árabes varios siglos, fue reconquistada hacia 1129 por un noble castellano, don Manrique Pérez de Lara, a quien le fue concedido el territorio en señorío de behetría, esto es, con facultad de sus pobladores para elegir señor, pero entre los varios miembros de la familia gobernante. Hacia 1150, Pérez de Lara concedió un Fuero, señalando límites y constituyendo un auténtico país independiente que al siglo siguiente pasaría a la corona de Castilla en la que continúa. En dicho Fuero molinés, en su capítulo 3.º, ya se menciona el tema de la casona donde residiría el Conde, que sería muy probablemente el castillo o alcázar. Dice así: «queremos que otro palacio non aya en Molina sino el del conde», y aún añade una cláusula que estipula el castigo que ha de venir a quien atentara en algún modo contra dicho palacio condal: «si algún omme el su palacio rompiere o derribare, peche quinientos sueldos».

Favorecida por el Fuero la presencia y asentamiento de nobles e hidalgos, éstos existieron con densidad muy alta por la región, marcados al comienzo por un destino exclusivamente militar, y luego por el auge económico que la abundantísima ganadería, agricultura y recursos forestales, extraordinariamente bien aprovechados, hizo ser a Molina una de las regiones más ricas del país, hasta tal punto de que la inmigración, especialmente de vascos, extremeños y andaluces se hizo masiva en los siglos XVI y XVII. Grandes zonas en explotación, y una población nunca excesiva, dieron durante siglos al Señorío de Molina privilegio de región rica y cómoda, habiendo venido hoy a ser una triste sombra y pálido recuerdo de cuanto fue.

Veremos antes los pueblos y acabaremos en la capital del Señorío. Edificaciones curiosísimas aparecen en cualquier parte. Nada más penetrar en el Señorío concretamente en Mazarete, nos encontramos con la casona de los López Mayoral, ricos ganaderos del siglo XVII. Un conjunto de severas líneas rectas se deja presidir de numerosas figuras talladas: una gran cabeza de buey, dos caballos en carrera, dos ovejas, un caldero, una pica y un cayado, algunas esquilas, todo en un conjunto de presencias ganaderas, que, junto al nombre de la familia constructora, viene a ser el blasón que la enaltece y presenta ante el mundo. Para el resto de sus convecinos, en la época de su construcción, aquellos símbolos eran sinónimos de un poder y preeminencia que así dejaban bien claro.

También en la villa de Prados Redondos quedan algunos ejemplos valiosísimos de esta arquitectura civil que son las casonas nobiliarias. Es uno de ellos el palacio de los Cortés, que a pesar de su desmochamiento en años pretéritos, conserva aún su prestancia peculiar. Un gran paramento liso, sólo ocupado de un par de sencillas ventanas, deja abrirse en su centro un gran arco adovelado de limpio sillar de arista pulida, semicircular, sobre el que luce un gran escudo en piedra que presenta un castillo orlado de de varias cruces de San Andrés. Ante la gran fachada, se extiende un breve patio, circuido de muralla baja, pero recia, en la que se abren, a sus extremos laterales, sendos portones. En Prados Redondos también persiste, ésta habitada, la antigua mansión de los Garcés. Es, como la anterior, obra de fines del siglo XVI. Fachada rectangular, con gran portón semicircular adovelado, rematado por escudo, que en este caso muestra una banda escoltada de sendas veneras, y se completa el conjunto con cinco ventanales amplios, que confieren a la casona un aire más vivo y abierto que la anterior, completado por su situación, abierta a una calle. Visitamos su interior hace tiempo, y aparte algunas modificaciones ligeras introducidas por sus actuales habitantes, el aspecto se conserva inmaculado como el primer día. Altísimos techos de viguería vista, gran escalera al fondo del portalón central, cocina típica, patio trasero, etc. Todavía en Prados Redondos queda otra casona, peor cuidada, per con ciertas modulaciones que la diferencian de las dos anteriores descritas, Se trata de la Casa de los Sendrín, que presenta un arco de sillería, rematada en capital sobre el que se ve tallado borroso y complicado escudo, y que da paso a una gran patio, al fondo del cual se abre, sencilla y muy transformada, la casona. Dando a Prados Redondos el carácter de un auténtico museo en lo que se refiere a nuestro tema de los palacios y casas señoriales, aún encontramos entre sus construcciones otras varias, una del siglo XV, con ventanas aspilleradas y otras rematadas en arcos conopiales; y otra del siglo XVII, con balconaje y portón moldurado, más bastardeadas, pero igualmente interesantes.

Subamos ahora a la sexma del Campo. En Tartanedo encontramos una de las muestras príncipes de las casonas molinesas. Hasta el punto de que se trata, por el momento, de la primera y única que se encuentra en trámites administrativos para su declaración como Monumento Histórico-Artístico. Es el palacio del Obispo Utrera, una muestra extraordinaria de la arquitectura civil barroca. La villa de Tartanedo ha sido pródiga en relevantes figuras eclesiásticas. Patria de la Beata María de Jesús, que recientemente subió a los altares, y también lugar de nacimiento de personajes del calibre del arzobispo zaragozano don Manuel Vicente Martínez Ximénez, diputado que fue en las Cortes de Cádiz, en 1813; del franciscano Fr. Gil de San Juan, compañero de San Pedro de Alcántara, y del famoso don Francisco Xavier de Utrera y Pérez Escolano, obispo que fue de Cádiz en el siglo XVIII. El llamado palacio del Obispo Utrera fue construido realmente por su abuelo, don Pedro de Utrera, quien puso sobre lo más alto de la fachada sus armas cubiertas de yelmo y cimera de lambrequines como correspondía a un hijodalgo notorio del señorío de Molina. Lo realizó a principios del siglo XVIII, y aún hoy se mantiene prácticamente intacto, si no es por la desafortunada operación que hace ya muchos años realizó su dueño de dividirlo en la herencia para dos familias, quedando separado el ancho portalón de la recia escalera principal, habiendo quedado cada una de esas estructuras en distinta vivienda de las dos en que hoy se divide el palacio. Su fachada y aspecto externo se muestra intacto: gran portón arquitrabado, de almohadillas sillares, lo mismo que el balcón principal; sendas ventanas a sus lados, cubiertas de rejas de la época; escudo tallado y gran alero de ladrillo, dan el importante aspecto que todos admiran en este palacio dieciochesco, testimonio valioso y vivo de lo que era una mansión de nobles hidalgos en pasadas épocas. Su interior se ocupa de anchas habitaciones y, al fondo como en su costado oriental, sendos patios le escoltan. Nada concreto, si no es el recuerdo, permanece en Tartanedo de las casonas del obispo Martínez Ximénez y de los Montesoro, donde se dice nació la carmelita sor María.

Una familia de liberales: los López Pelegrín

 

El señorío de Molina ha dado siempre inteligencias y voluntades fuera de lo común. Son ricas pues, sus nóminas de personajes ilustres, los rimeros de nombres que por una u otra causa han pasado a la historia. Capitanes y frailes, escritores y guerreros, artistas y comerciantes. De todo han dado las tierras, y los vientres de este alto páramo. En algunos de sus pueblos ha sido copiosa la cosecha, y en otros surgen aisladas notables figuras. Algunas familias prolíficas han llenado con los nombres de sus miembros largas y densas páginas de la historia, y algunos apellidos y dinastías están ligados a unos campos y a unas casonas, a unas actividades singulares que mantienen el recuerdo entre sus paisanos.

Una de estas familias repletas de nombres ilustres es la molinesa de los López Pelegrín. Sus miembros nacieron en Molina y Cobeta, desde mediados del siglo XVIII al comedio del XIX. Todos ellos, por unas u otras razones, estuvieron ligados al modo de pensar liberal que en el pasado siglo, frente al reaccionario o absolutista centró toda la actividad política y de pensamientos en nuestro país. Constitucionales isabelinos, siempre militando en las filas de la avanzada mitad de la España decimonónica, que pugnaba por desprenderse unas veces con facilidad y otras a trompicones-los restos caducos del antiguo Régimen.

Seis figuras en total, todas varones, dieron los López Pelegrín a la historia de España y de Molina. Por orden cronológico, y en resumidas pinceladas de sus más características actividades doy su biografía o retazos de sus vidas que vienen a demostrar cómo, cada uno en su campo y actividad propia, contribuyeron a hacer una España mejor, y con su genio vital dar mayor lustre a la patria molinesa, de la que como árboles poderosos tomaron su savia.

Don Ramón López Pelegrín nació en Molina de Aragón, ya mediado el siglo XVIII. Estudió en la Universidad de Zaragoza, licenciándose en teología y filosofía. Fue considerado gran especialista en derecho y ejerció diversos cargos en la administración de justicia de la capital de Aragón. En la guerra de la Independencia, fue preclaro luchador contra el francés, y claro defensor del Rey constitucional. En Cádiz formó parte de las Cortes celebradas en aquella ciudad siendo durante la contienda Fiscal del Supremo Tribunal de Justicia, y llegando en 1815, ya con el amparo de Fernando VII, a Ministro del Consejo de Castilla. En 1812 recibió los nombramientos de Secretario de Estado y del Despacho de la Gobernación de Ultramar, equivalentes a los cargos de ministro de Estado y de Ultramar. La reacción absolutista de 1823 le eliminó de sus puestos, poniendo en peligro su vida y la de sus hermanos que, refugiados en Cobeta, pudieron ser considerados como súbditos ingleses, y así salvado de una muerte segura. Acabó sus días poco después de que muriera el Rey Fernando VII, con quien le unió siempre estrecha amistad.

Su hermano, don Juan López Pelegrín nació en Molina de Aragón en 1769. Estudió también en la Universidad de Zaragoza, graduándose en Teología, Filosofía, Derecho natural y Derecho Canónico. Se dedicó a la enseñanza de estas materias en la Universidad aragonesa, y más tarde fue profesor de Disciplina eclesiástica en el seminario conciliar de San Fulgencio en la ciudad de Murcia, explicando además la cátedra de Decretales, Leyes y Jurisprudencia práctica. Alcanzó finalmente los cargos de canónigo de la catedral de Murcia, siendo capellán real y Vicario general castrense.

Hermano de los anteriores fue don José López Pelegrín, de más apagada biografía que ellos, aunque aún alcanzó varios cargos provinciales e incluso el de Intendente de la provincia. Nació y murió en Molina.

Otro hermano de ellos fueron Francisco López Pelegrín, quizás la más interesante figura de los cuatro. Liberal y gran luchador por el orden nuevo y por la libertad. Natural también de Molina de Aragón, alcanzó el puesto de Procurador del Real Señorío de Molina, y formó parte de las primeras Cortes españolas las de Cádiz, que en 1812 elaboraron la primera Constitución. Defendió en aquella reunión los derechos del Señorío molinés y de sus gentes, denunciado valientemente los numerosos ejemplos de presión y abuso económico que por parte de algunos nobles aún se ejercían en el señorío molinés. También en 1823 sufrió persecuciones por lo que debió refugiarse con sus hermanos en Cobeta.

Hijo de don José, fue don Santos López Pelegrín y Zavala, nacido en Cobeta en 1801. Estudió leyes y otras ciencias en el colegio Imperial de Madrid y en la Universidad de Alcalá de Henares. Fue nombrado abogado de los Reales Consejos en 1827 y al año siguiente recibió el cargo de Asesor General del Gobierno en las Islas Filipinas, por lo que en largo y azaroso viaje hubo de trasladarse hasta aquel remoto archipiélago, en el que durante tres años sirvió ejemplarmente a España. Una vez de regreso en la península, fue nombrado Magistrado de la Audiencia de Cáceres, y luego Alcalde corregidor de Madrid. Durante el segundo período constitucional fue Diputado a Cortes, en 1838, y luego otra vez en 1840. Fue, como sus antecesores en el apellido, gran liberal, y estuvo perseguido en los períodos de represión absolutista. En 1838, en que de nuevo volvió a la política activa, se declaró como un magnífico escritor, dando a los periódicos madrileños del momento, «La Gaceta», «El Diario de Avisos» y «El Correo Mercantil» numerosos artículos de tema satírico en torno a la política del momento. Firmados con el seudónimo «Abenamar», tuvieron una extraordinaria acogida sus comentarios políticos y taurinos, temas que muchas veces gustaba de poner en relación. Autor de diversos libros, son de recordar un tomo de «Poesías», «Abenamar y el Estudiante», y varias comedias («Cásate por interés», «Ser buen hijo y ser buen padre» y «A cazar me vuelvo») así como un magnífico tratado de «Tauromaquia» que en su segunda edición tituló «Filosofía de los Toros». La primera aparecida en 1836, iba firmada por el torero Montes, a quien protegió. La segunda, de 1842, ya la firmó López Pelegrín. Murió este insigne molinés en 1846.

Hermano del anterior, don José Ramón López Pelegrín, nació en Cobeta y alcanzó en el reinado de Fernando VII, y durante los períodos de gobierno liberal, altos puestos de la administración y el mando: fue corregidor de Santo Domingo de la Calzada y de Lorca; jefe político de las ciudades de Salamanca y Valencia; Auditor General de los Ejércitos del Duque de la Victoria, y luego, en 1841, del Ejército del Norte a las ordenes del Marqués de Rodil. Fue también magistrado de Pamplona, diputado provincial y presidente de la Audiencia de dicha ciudad, donde murió. Sufrió también, como sus tíos y miembros de la numerosa familia de los López Pelegrín, persecuciones absolutistas del reinado de Fernando VII. Hasta el punto de que su mujer fue llevada en prisión al castillo de Beteta, de donde pudo sacarla pagando una fuerte suma.

Notable fue, por tanto, la aportación que esta familia, numerosa y brillante hizo de sus miembros para el bien de la Patria: eclesiásticos y juristas, políticos y escritores, que en muchos casos rigieron los destinos de ciudades, comarcas y territorios ultramarinos, destacando siempre en la defensa de la literatura, y siendo protagonistas, muy directamente, de la implantación del constitucionalismo en España.

Última morada de los señores molineses

 

Hunde sus raíces el Señorío de Molina cargado de historias y de prosapias, en la remota Edad Media. Y vienen los ecos de su conquista, de la fundación de un gran señorío, de la erección de sus múltiples castillos, de sus pueblos y el incansable evolucionar de sus instituciones. Si la historia de este territorio sigue interesando todavía, y muy en especial a sus habitantes, es por lo que de irrepetible tiene, por lo que de especial y único muestra al ser comparada con otros lugares o comarcas hispanas. El Señorío de Molina, cuya modalidad política fue la behetría, mantuvo su independencia durante dos siglos, y fue regido por seis señores independientes, seis condes que llevaron la titularidad de antiquísimos privilegios, y pusieron a su dinastía de Lara entre las más relevantes de Castilla, y aún pareja de la real en muchas ocasiones.

Cuando evocamos los nombres y las hazañas de los Condes de Molina, durante los siglos XII y XIII en que fueron independientes de otro poder superior, y rigieron su ancho territorio por Fueros y costumbres autóctonas parecen surgir sus figuras de medieval reciedumbre junto a sus nombres sonoros, envueltos en la leyenda o en la nebulosa historia de sus hechos, de las batallas en que brillaron, de los edificios que mandaron construir.

Una razón muy cierta de su paso por la tierra, viene a ser ahora la presencia de sus tumbas. Significativa la coincidencia de que todos los señores molineses, junto a sus respectivos cónyuges, descansaron al fin de sus días en varios monasterios de la Orden del Cister. Distribuidos por Castilla la Vieja, o por el Aragón meridional los cenobios de la reforma bernarda fueron brotando al compás de la repoblación de los territorios ricos y fértiles. Los señores de uno y otro lugar, especialmente los más adinerados, protegían el brote de estos monasterios. Los Lara propiciaron y fundaron varias casas de frailes y monjas cistercienses. De este dato, y de su particular reposo eterno, son testimonio las siguientes notas, relativas al lugar de enterramiento de todos y cada uno de los señores feudales de Molina.

El primer señor, el Conde don Manrique de Lara, gran señor en la corte del rey castellano Alfonso VII, su alférez mayor, señor de grandes territorios en Castilla; de diversas ciudades en la Extremadura y capitán valeroso en las guerras contra moros, murió en 1164, peleando junto a Huete frente al jefe de la casa de los Castro, su mortal enemigo. Don Manrique fue primeramente enterrado en el monasterio de monjas benedictinas de Santa María de Ausón, cercano a Burgos, que él había fundado y dotado. Dan esta noticia Sandoval en su «Historia del Emperador don Alfonso» y Alfonso Núñez de Castro en su «Historia de Alfonso VIII». Este monasterio fue trasladado a comienzos del siglo XVII a la ciudad de Burgos. Muchos siglos antes, el cuerpo de don Manrique había sido trasladado al monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, en la actual provincia de Soria, y que en un principio formó en la frontera norte del Señorío de Molina. La esposa de don Manrique, doña Ermesenda, también fue enterrada en el Monasterio de Huerta.

El segundo señor, el conde don Pedro Manrique de Lara, hijo del legendario don Manrique, fue también bravo luchador, protector del asentamiento de gentes y crecimiento de riqueza en su feudo molinés. Decidió fundar y erigir un monasterio de la Orden del Cister dentro de su señorío en el corazón del mismo: en la dulce dehesa de Arandilla. Allí proyectaba crear un gran cenobio que fuera, al mismo tiempo, panteón familiar de los Laras; casa para el albergue definitivo de los cuerpos cansados de los condes de Molina. El proyecto no pudo llevarse a cabo, y el segundo conde don Pedro, muerto en 1202, fue también enterrado en el monasterio de Huerta, en el claustro destinado a los Caballeros.

El tercer señor de Molina, el Conde don Gonzalo Pérez, prosiguió la obra de sus progenitores. Este protegió muy especialmente otro gran monasterio cisterciense en los límites nororientales de su territorio: el de Piedra. Murió el 24 de agosto de 1239, y fue enterrado en el claustro de este maravilloso cenobio, junto a uno de sus hijos, bajo lápida sencilla y sin detalle escultórico ninguno. A dicho sepulcro le llamaban en Piedra «el de los Gonzalos». Su mujer, doña Sancha Gómez, fue fundadora de uno de los más característicos y aún vivos monasterios molineses: el de Buenafuente, dedicado también a la Orden del Cister, y regido por monjes de la misma. Allí se enterró esta señora, en el centro de la iglesia románica del Convento, y en preeminente lugar prosiguió hasta, por lo menos, el siglo XVIII.

Cuarta señora de Molina fue doña Mafalda, hija tercera del anterior Conde, y heredera del señorío en virtud de la «Concordia de Zafra» y del carácter de behetría del señorío molinés. Murió en 1248 y se enterró, junto a su madre, en la nave del templo de las monjas de Buenafunte. Estuvo casada con el infante don Alfonso, hermano del Rey Fernando III. Este caballero, que también fue, en calidad de consorte, señor de Molina, murió en 1272, en Salamanca, y fue enterrado en la iglesia del convento o casa mayor de la Orden de Calatrava, en La Mancha. Ni que decir tiene la íntima relación, a lo largo de los siglos, de los calatravos con el Cister. En largos epitafios latinos se decía algo de la azarosa vida, y pródiga en violencias y sobresaltos, de este infante.

Quinta señora fue doña Blanca Alfonso, la más querida y representativa figura de los señores independientes de Molina. En su período de mando se levantaron pueblos, se pobló densamente el territorio, creció el número de habitantes, surgieron sus más preclaras instituciones y alcanzó renombre multisecular la tierra molinesa. Había fundado en la capital del Señorío un monasterio de franciscanos, que en siglos sucesivos llegaría a alcanzar gran desarrollo. En su testamento, redactado el año de su muerte (1293), dispone ser enterrada en la iglesia del mismo. Y en su nave central fue colocada. Según antiguos cronistas, se trataba de un gran sepulcro de tipo románico (al estilo de los que albergan los cuerpos de Alfonso VIII y su esposa en las Huellas de Burgos), con labor ornamental propia y una serie de escudos heráldicos de la señora tallados y policromados sobre la piedra. En ellos se veía el emblema de doña Blanca: un rojo león rampante sobre fondo de plata, y rodeándolo todo ocho castillos. El marido de esta señora, el infante don Alonso Fernández apodado el Niño, hijo de Alfonso X el Sabio, fue sepultado en el monasterio de Mantallana, en Tierra de Campos.

La sexta señora de Molina, hermana de la anterior, y por quien el territorio y sus títulos pasaron a los monarcas castellanos fue doña María de Molina, esposa de Sancho IV et Bravo. De larga y muy interesante biografía, doña María murió en Valladolid, en 1322, y allí se enterró, en suntuoso sepulcro gótico en medio de la capilla mayor del Real Monasterio de las Huelgas de Valladolid, de la Orden del Cister, que ella fundó y dotó generosamente.

Estas han sido las rápidas pinceladas con las que he querido pintar el aspecto, poco tratado hasta ahora, de los enterramientos de los primeros señores independientes de Molina. Ello nos ha servido para evaluar, por un lado, su apego a la institución religiosa de la Orden monástica del Cister, su celo por fundar y dotar monasterios, y su empeño por descansar entre los límites de su territorio molinés, objetivo casi siempre conseguido. Tras muchos siglos de historia, sepulcros y escudos, epitafios y estatuas han desaparecido. Pero el recuerdo de los Laras, de don Manrique, de doña Blanca, de doña Mafalda y todos los demás queda perenne en el ánimo de cuantos sienten y quieren  y sienten a Molina en lo más profundo de sus pechos.