Pormenores de una boda: la de Felipe II en Guadalajara

sábado, 7 octubre 1978 0 Por Herrera Casado

 

Se ha tenido siempre, entre los fastos de la ciudad de Guadalajara, como uno de los más importantes la boda de Felipe II con la francesa Isabel de Valois, celebrada en el alío 1569 en el palacio del Infantado demuestra ciudad. Realmente no se ha llegado a conocer el motivo concreto y, último del por qué, el gran rey Felipe escogió nuestra ciudad, y concretamente el palacio de los Mendoza, para celebrar en él su tercer casamiento. Es lógico que buscara un lugar tranquilo, alejado del bullicio de la Corte. Y que utilizara una basa, como la del duque del Infantado, situada en sitio cómodo, con todo el lujo y las comodidades que en esa época se podían desear. Quizás fue a raíz de esta visita y boda reales, que el duque don Iñigo ­López de Mendoza planeara las reformas que pocas años después llevó a cabo. Quizás por parte del Rey y sus Grandes comentaron el «anticuado» aspecto del ­palacio, cuajado de motivos góticos, y lo necesario que sería renovarlo al nuevo estilo renacentista, cómo lo que el Rey hacía en su nuevo Alcázar madrileño. Es indudable que un sentido de emulación existió en la base de la reforma del palacio por el duque del Infantado.

Respecta a la boda de Feli­pe II con la Valois, se conocen varias crónicas contemporáneas, en las que nos deslumbran la lu­cidísima Corte que la novia traía desde Francia, y el recibimiento que la ciudad de Guadalajara hi­zo a su reina: un cortejo tan largo que cuando las primeras trompetas entraban en el palacio del Infantado, todavía estaba la reina en lo alto del Mamparo: la calle mayor era un hervidero de gentes, de caballos, de caras cu­riosas, de estandartes. Sabemos también de las fiestas que se or­ganizaron en la ciudad con este motivo: el Ayuntamiento ofreció comida gratis a todos los foras­teros durante varios días. Se lidiaron toros: y hubo torneos ante la gran fachada del palacio. Hubo ir y venir de nobles franceses y españoles, ricamente ataviados por todas partes.

Pero existe una breve relación, poco conocida, en la que se narra meticulosamente lo ocurrido dentro del palacio el día de la boda (1). Llegó la noche anterior el Rey, de incógnito vestido rigurosamente de negro, y entró embozado y con un hacha de luz en la mano, por una de las puertas traseras del palacio. La boda se celebró en la capilla del palacio que era ni más ni menos que el gran «salón de linajes»,  transformado para este menester religioso por el tercer duque. Casólos el Cardenal de Toledo. Fueron padrinos la hermana de la novia y el duque del Infantado.

Asistieron algunos de los grandes de España más allegados al Rey, y gran número de nobles franceses. Es curioso notar cómo el cronista insiste en lo comedido de la vestimenta de unos y otros.

Nadie llevaba bordados en los trajes: todo de terciopelo oscuro, con detalles de oro y perlas.

La austeridad que el Rey gustaba que presidiera su corte, se hacía notar en los vestidos, y nadie, si no quería alcanzar su enojo, ponía telas que no fueran las que el Rey gustaba. La crónica insiste, sin embargo, en el descaro de dos asistentes, muy allegados al duque del Infantado que al parecer quisieron dar la nota: «ve­nían don Francisco de Mendoza el indio y el marqués de Montesclaros con muy ruines pies y en­trambos muy bordados, aunque don Francisco traía todo el oro del Perú a cuestas en cadenas y bordados».

Después de la boda fueron a comer en lo que estuvieron dos horas. Solo lo hicieron los Reyes y sus padrinos, con el Cardenal, que los casó. El resto del cortejo, mirando y haciendo reverencias. A las tres de la tarde les tocó comer. La reina y el rey se retiraron, cada uno a habitación distinta. La reina, junto a su hermana. Jugaron «a la primera», terciando la señora Claramonte y el enano del Rey. Este pasó la tarde meditando y ocupado en negocios de Estado.

Por la tarde, a eso de las ocho, se preparó el  baile. Gran gentío y, al parecer, buen humor entre todos. Se danzaron «pies de gibao», «alemanas»­ en gran número, «pavanas», «gallardas» y «altas». Bailó el Rey  Felipe dos piezas: una con su mujer Isabel; otra con su hermana. Fue, sin duda, don Diego de Córdoba el más bailarín, el que sacó a más mujeres a danzar y el que animó en todo momento la reunión.

Después se fueron a cenar los Reyes y los padrinos, charlando un rato. A las diez terminaron el yantar, y decidieron que se proc­ediese a la «bendición del lecho conyugal», ceremonia típica., Llamaron al Cardenal Primado para que tal hiciese, pero hacía  ya ra­to que estaba acostado, y quizás durmiendo. Bendijo la cama el obispo de Pamplona. Y se acostaron.

Aún relata el cronista los tra­jes de los Reyes y los invitados.   Dentro de la sobriedad impues­ta, Felipe II abandonó en esta ocasión su, tradicional vestimenta negra, poniéndose unas calzas blancas, un jubón y ropa francesa de terciopelo morado, todo forrado de oro y joyas varias, y una gorra negra con plumas blan­cas. La reina iba vestida para su boda con la moda  francesa del momento: un sorprendente tra­je muy ancho y de gran vuelo, realizado en tela de plata, con gorro negro recubierto de piedras preciosas y perlas, llevando al  pecho una riquísima cruz de diamantes. El duque del Infantado, dentro de la austeridad, vestía parecido al rey: calzas y jubón blanco, recamado de oro, y ropa de terciopelo morado, con plumas blancas, y negras en el som­brero. Los colores blanco, negro y morado fueron los que usaron también la mayoría de los invitados.

Esto es, en resumidas líneas, el recuerdo de un día en que Guadalajara fue centro de España, breve capital de un reino, casa para las bodas de un. Rey extraño.

(1) «Relaciones históricas de los siglos XVI y XVII», Madrid 1896, PP. 54‑51.