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octubre, 1978:

Escultores alcarreños

 

Es tema de actualidad en estos días la parcela artística de la escultura. La Caja de Ahorro Provincial de Guadalajara, en su promoción constante de la cultura y el arte entre los alcarreños, ha creado un Premio Nacional que en su 6º edición de este año ha sido establecido para recompensar las mejores obras de escultura presentadas. El premio, ya es sabido de todos, ha recaído en Luís Alonso Muñoz, de Palencia, y en José Luís Fernández Fernández, de Asturias, en segundo lugar. Ya en 1976, en la 4ª edición de este gran certamen artístico, fue también dedicado a la escultura, consiguiendo el premio en aquella ocasión José Luís Alonso Coomonte, con su obra  «Muro del amor».

Han existido en la provincia de Guadalajara a lo largo de la historia, notables escultores que dejaron su huella indeleble en la piedra o la madera de la tierra alcarreña. Desde aquellos seres primitivos, que en la caverna de «Los Casares» en Riba de Saelices, dejaron su huella artística grabando una serie numerosa de animales y escenas de caza, hasta la legión de anónimos escultores medievales que en los sepulcros góticos o en las portadas y capiteles románicos de nuestras catedrales e iglesias fueron poniendo, al compás de un profundo sentido religioso, lo más perfecto de sus recursos técnicos. Posteriormente, en la época del Renacimiento, van a ser ya nombres de más prestigio, si no alcarreños, al menos afincados largamente entre nosotros, los que den pálpito a la forma de portadas, de púlpitos, de retablos. Y así recordamos los nombres de Alonso de Covarrubias, de Martín Vandoma, de Giraldo de Merlo y tantos otros famosos.

Entre los más modernos, hemos de recordar la figura de José Zarzo y Mayo, nacido en la Alcarria el año 1720 y autor de muchas tallas de tema exclusivamente religioso. En el siglo XIX han sido aún más numerosos los escultores de nuestra tierra, y así recordamos a Luciano Hoyo y Sánchez, natural de Molina de Aragón, en 1823. Se dedicó sobre todo a la talla en madera y en hierro, dedicándose a exquisitas labores de restauración. Así se encargó de restaurar la Casa de las Conchas, en Salamanca capilla de Santa Ana en la catedral de Burgos, los escudos heráldicos y adornos en madera de las habitaciones del palacio de Vallehermoso, otros muebles y adornos en la casa del marqués de Falces, etc. Estudió dibujo en Guadalajara, y luego fue a Madrid, donde en 1860 quedó encargado del modelado de la cerrajería de Joaquín Domínguez, elaborando los magníficos hierros que tenía la antigua «casa de la Moneda».

Celestino García Alonso nació en Sigüenza, hacia la mitad del siglo. Presentó buenas esculturas y alto­relieves en las Exposiciones Nacionales de 1871 y 1878. Trabajó en varias tallas de santos, y entre otras se conserva un San Juan de Ávila en la parroquia de Almodóvar del Campo.

Naturales del pequeño pueblecito serrano de Ujados fueron los hermanos Gaspar y Miguel de la Cruz Martín, ambos afamados escultores. Gaspar, el mayor, nació en 1867. Se dedicó desde niño a cuidar ganado, pero se entretenía dibujando y tallando cosas. Gracias a la protección de Antonio Cubillos, de Atienza, consiguió ser pensionado por la Diputación Provincial de Guadalajara, e ingresar en la Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado, donde rápidamente se destacó sobre los demás, consiguiendo premios y medallas. Posteriormente se dedicó a trabajos de escultura, cada vez más perfectos: es suya una Asunción de la iglesia parroquial de Torrelavega, y fue también nombrado escultor de la Facultad de Medicina de Madrid. Murió en la capital del reino en 1909. Su hermano Miguel fue detrás, consiguiendo cursar estudios primarios gracias a las ayudas de Gaspar. A los 19 años se trasladó a Madrid, a trabajar con él, aprendiendo y aprovechando, de modo que, al morir Gaspar, Miguel ocupó la plaza de escultor en la Facultad de Medicina, no sin pasar antes por difícil y reñida oposición. Obtuvo medallas en diversas exposiciones nacionales y en el Salón de Otoño de 1924. Ejecutó cantidad de lápidas y estatuas de personajes, así las de Montero Ríos, Sol y Ortega en Reus, Lucas Aguirre en Madrid, etc. fue también nombrado escultor de la Escuela de Veterinaria, y profesor de dibujo en las madrileñas Escuelas Aguirre. Para la iglesia de su pueblo, Ujados, talló y regaló una estatua del Sagrado corazón de Jesús. También su hijo, Cruz Collado, fue un buen escultor.

De todos éstos, y aún de otros más modernos y aun activos, debería hacer nuestra tierra un recuerdo completo, un estudio a fondo de sus obras, alguna publicación en que quedara reflejada su existencia y su arte. Pasó con ellos que tuvieron que emigrar a más fecundos lugares, desperdigando su arte fuera de la tierra que les vio nacer. Pero su obra, ligada a la provincia donde vieron la primera luz, queda; y su recuerdo, al menos ocasionalmente y desde estas breves líneas, permanece.

El castillo de la Luna

 

Uno de los más conocidos, por estar más a la, vista de todos, entre los castillos de Guadalajara es el de junto a Torresaviñán, coronando solitario cerro sobre el páramo mesetario, junto a la carretera general de Barcelona, allá por entre Torremocha del Campo y Sauca. Su estampa fiera y melancólica a un mismo tiempo, le dejan posar en nuestro recuerdo, y la imaginación se desencaja al contemplar su erguida torre del homenaje, su tono pardo y guerrero, su hondo lagrimón nostálgico de medievales escaramuzas.

Dio este castillo nombre al pueblo que vigila: la Torre Saviñán. No más que eso debió ser desde su origen. Un altozano que por virtud de la piedra humanamente colocada, se elevó de categoría, y se hizo torreón vigía, y aún castillo para repasar con la mirada un ancho trozo de Castilla. De origen árabe, su actual, composición se remonta a la época, ya cristiana, de la repoblación: del siglo XII muy probablemente son sus muros y estructura.

Trazando un breve esquema de su planta, vemos cómo se constituía el recinto castillero por un lugar de forma cuadrilátera irregular, con pequeñas torres esquineras, una mayor, la del homenaje, orientada al Sureste. No poseía recinto exterior este castillo, por lo que muy escaso juego estratégico podría proporcionar. De ahí radica su probable y único fin vigilante. Se rodeaba de dos círculos o fosos concéntricos, ya muy rellenos por la erosión. La torre del homenaje, que aún alza su elegante silueta sobre la llanura parda, está construida reciamente a base de sillarejo y mampostería, con unos muros de 2 metros de ancho en su base, y cuatro pisos, teniendo su entrada a la altura del primero, a donde se llegaría con, ayuda de una escalera de mano, que también se utilizaría para ascender sucesivamente a las estancias interiores. Breves restos quedan solamente, de sus almenas.

El aire avendavalado que contra sus esquinas suele chocar en cualquier época, parece haber borrado toda huella de historia en su tomo. Solo suposiciones cabe, hacerse para explicarla: los  primero y luego los castella­nos serían constructores y mantenedores de este castillo. Parece ser que, dada la proximidad de la entrada al Señorío de Molina, fuera don Manrique de Lara, primer conde de este territorio independiente quien se preocupara en el siglo XII de su reconstrucción, y mantenimiento.

Andando el tiempo, perteneció al obispo de Sigüenza, a quien se la donó el rey de Castilla Alfonso XII, y aún más tarde, resabe  fue propiedad del guerrero infante don Juan Manuel. Andando los           siglos, al igual que gran parte del territorio, pasó este castillo de Torresaviñán a la casa ducal  del Infantado, y, finalmente, en comienzos del siglo XVIII, fue desmantelado casi por completo al    paso de las vencidas tropas austriacas en la decisiva batalla de Villaviciosa que puso punto final a la guerra de Sucesión.

Esa torre de Saviñán (por San Iván, o San Juan), con su poético apelativo popular de «castillo de la Luna», sigue acudiendo a su cita altiva, a su eminencia de geografías y épocas, dando su luz y su estampa de somero medievalismo, y fe de que una época tan remota pasó por estas tierras, cuajo en sus campos, tuvo pálpito y sudor y palabras. Para que ahora el caminante, por un momento, se detenga ante su lejana presencia, y medite en ellas.

Pormenores de una boda: la de Felipe II en Guadalajara

 

Se ha tenido siempre, entre los fastos de la ciudad de Guadalajara, como uno de los más importantes la boda de Felipe II con la francesa Isabel de Valois, celebrada en el alío 1569 en el palacio del Infantado demuestra ciudad. Realmente no se ha llegado a conocer el motivo concreto y, último del por qué, el gran rey Felipe escogió nuestra ciudad, y concretamente el palacio de los Mendoza, para celebrar en él su tercer casamiento. Es lógico que buscara un lugar tranquilo, alejado del bullicio de la Corte. Y que utilizara una basa, como la del duque del Infantado, situada en sitio cómodo, con todo el lujo y las comodidades que en esa época se podían desear. Quizás fue a raíz de esta visita y boda reales, que el duque don Iñigo ­López de Mendoza planeara las reformas que pocas años después llevó a cabo. Quizás por parte del Rey y sus Grandes comentaron el «anticuado» aspecto del ­palacio, cuajado de motivos góticos, y lo necesario que sería renovarlo al nuevo estilo renacentista, cómo lo que el Rey hacía en su nuevo Alcázar madrileño. Es indudable que un sentido de emulación existió en la base de la reforma del palacio por el duque del Infantado.

Respecta a la boda de Feli­pe II con la Valois, se conocen varias crónicas contemporáneas, en las que nos deslumbran la lu­cidísima Corte que la novia traía desde Francia, y el recibimiento que la ciudad de Guadalajara hi­zo a su reina: un cortejo tan largo que cuando las primeras trompetas entraban en el palacio del Infantado, todavía estaba la reina en lo alto del Mamparo: la calle mayor era un hervidero de gentes, de caballos, de caras cu­riosas, de estandartes. Sabemos también de las fiestas que se or­ganizaron en la ciudad con este motivo: el Ayuntamiento ofreció comida gratis a todos los foras­teros durante varios días. Se lidiaron toros: y hubo torneos ante la gran fachada del palacio. Hubo ir y venir de nobles franceses y españoles, ricamente ataviados por todas partes.

Pero existe una breve relación, poco conocida, en la que se narra meticulosamente lo ocurrido dentro del palacio el día de la boda (1). Llegó la noche anterior el Rey, de incógnito vestido rigurosamente de negro, y entró embozado y con un hacha de luz en la mano, por una de las puertas traseras del palacio. La boda se celebró en la capilla del palacio que era ni más ni menos que el gran «salón de linajes»,  transformado para este menester religioso por el tercer duque. Casólos el Cardenal de Toledo. Fueron padrinos la hermana de la novia y el duque del Infantado.

Asistieron algunos de los grandes de España más allegados al Rey, y gran número de nobles franceses. Es curioso notar cómo el cronista insiste en lo comedido de la vestimenta de unos y otros.

Nadie llevaba bordados en los trajes: todo de terciopelo oscuro, con detalles de oro y perlas.

La austeridad que el Rey gustaba que presidiera su corte, se hacía notar en los vestidos, y nadie, si no quería alcanzar su enojo, ponía telas que no fueran las que el Rey gustaba. La crónica insiste, sin embargo, en el descaro de dos asistentes, muy allegados al duque del Infantado que al parecer quisieron dar la nota: «ve­nían don Francisco de Mendoza el indio y el marqués de Montesclaros con muy ruines pies y en­trambos muy bordados, aunque don Francisco traía todo el oro del Perú a cuestas en cadenas y bordados».

Después de la boda fueron a comer en lo que estuvieron dos horas. Solo lo hicieron los Reyes y sus padrinos, con el Cardenal, que los casó. El resto del cortejo, mirando y haciendo reverencias. A las tres de la tarde les tocó comer. La reina y el rey se retiraron, cada uno a habitación distinta. La reina, junto a su hermana. Jugaron «a la primera», terciando la señora Claramonte y el enano del Rey. Este pasó la tarde meditando y ocupado en negocios de Estado.

Por la tarde, a eso de las ocho, se preparó el  baile. Gran gentío y, al parecer, buen humor entre todos. Se danzaron «pies de gibao», «alemanas»­ en gran número, «pavanas», «gallardas» y «altas». Bailó el Rey  Felipe dos piezas: una con su mujer Isabel; otra con su hermana. Fue, sin duda, don Diego de Córdoba el más bailarín, el que sacó a más mujeres a danzar y el que animó en todo momento la reunión.

Después se fueron a cenar los Reyes y los padrinos, charlando un rato. A las diez terminaron el yantar, y decidieron que se proc­ediese a la «bendición del lecho conyugal», ceremonia típica., Llamaron al Cardenal Primado para que tal hiciese, pero hacía  ya ra­to que estaba acostado, y quizás durmiendo. Bendijo la cama el obispo de Pamplona. Y se acostaron.

Aún relata el cronista los tra­jes de los Reyes y los invitados.   Dentro de la sobriedad impues­ta, Felipe II abandonó en esta ocasión su, tradicional vestimenta negra, poniéndose unas calzas blancas, un jubón y ropa francesa de terciopelo morado, todo forrado de oro y joyas varias, y una gorra negra con plumas blan­cas. La reina iba vestida para su boda con la moda  francesa del momento: un sorprendente tra­je muy ancho y de gran vuelo, realizado en tela de plata, con gorro negro recubierto de piedras preciosas y perlas, llevando al  pecho una riquísima cruz de diamantes. El duque del Infantado, dentro de la austeridad, vestía parecido al rey: calzas y jubón blanco, recamado de oro, y ropa de terciopelo morado, con plumas blancas, y negras en el som­brero. Los colores blanco, negro y morado fueron los que usaron también la mayoría de los invitados.

Esto es, en resumidas líneas, el recuerdo de un día en que Guadalajara fue centro de España, breve capital de un reino, casa para las bodas de un. Rey extraño.

(1) «Relaciones históricas de los siglos XVI y XVII», Madrid 1896, PP. 54‑51.