Viaje a los campanarios de la Alcarria

sábado, 1 julio 1978 0 Por Herrera Casado

 

Viajar es posible en el ámbito geográfico y en el tiempo. Mezcla de un y otra caminata será hoy nuestro sueño. Ir a las tierras de la Alcarria, llegar a la época remota. Mirar, en fin, los campanarios que fueron poblados del timbre agudo y feliz del metal sonoro. Y recordar aquellos que fueron y en la extensión verdiparda de nuestra tierra tenían su alto dedo señalando al cielo.

Guadalajara fue una ciudad de campanarios. En el Renacimiento, y aun antes, en la Edad Media, la vista del viajero se detenía, viniendo desde Zaragoza, ante una masa rojiza de tejados, y una parda manifestación de veletas y torreones. Iglesias de raíz mudéjar: San Gil, San Julián, Santiago, San Ginés, y San Nicolás; y aun San Andrés y San Esteban y Santo Tomé. O la torre aguda de Santa María la Mayor; y luego las más frecuentes campanas de los conventos monjiles: las carmelitas, las franciscanas de la Piedad, las jerónimas de los Remedios, las bernardas; o los franciscanos, los dominicos, los mercedarios… las horas de Prima, de Tercia, de Nona, el ángelus, las horas de difuntos, el atardecer; todas resplandecían en el aire como un cristal partido, llenando el recinto de la ciudad de múltiples sonidos. La algarabía de las campanas, un día cualquiera de la Guadalajara del siglo XVI, inundaba el entorno de la Alcarria toda.

Muy pocos de estos campanarios quedan hoy en pie: si fue un muestrario mudéjar de torreones la Arriaca de hace unos siglos (como hoy pueda ser Teruel, o Écija o San Cimignano en la Toscana) ahora resalta huérfana la torre de Santa María, con su añadido chapitel pizarroso, que la da un aire extraño al que nunca estuvo acostumbrada, chata ella y en su borde rematada de mocárabes enladrillados. O San Ginés de ahora, antiguo monasterio de Santo Domingo, con ese par de torreoncillos, en que se ven labrados dos Hércules de fuerte maza, y sobre ellos la campana eléctrica que llama al fiel. La silueta moderna, pero ya clásica, de las torres agudas de San Sebastián, el oratorio que fue de la condesa de la Vega del Pozo, y la del Colegio de San José, en las Cruces, que pronto desaparecerá del trozo siluetil de la ciudad. Por sobre los campanarios de ladrillos de las Carmelitas de San José y los Franciscanos del Carmen se yergue la pluma sutil de Santa Teresa como si fuera de cristalina resonancia secular. Y aún hemos tenido, hace poco tiempo, hasta una saludable cuestión pública en torno a la habitación nidatoria de las cigüeñas del campanario de San Nicolás, que pese a todo permanecen en su reducto altísimo y tradicional, bandera de una edad antigua y serena.

Otros grandes campanarios se yerguen sobre la tierra de Guadalajara. Allí, en la altura de Sigüenza dos colosales torres como hércules que quisieran sostener el cielo le apuntan con su múltiple almenaje y en su corola guardan larga colección de campanas, desde la edad gótica hasta la contemporánea, cuajado su bronce de leyendas, de nombres santos, de casi mitológicas rémoras. A veces ni se sabe concretamente si se está ante unos campanarios catedralicios, o ante los torreones del homenaje de un fuerte castillo. La Edad Media se clava a la entraña terrena y apunta, por arriba, su cálida voz parsimoniosa. Junto a ellas, sobre la fachada meridional del templo, la torre del Santísimo ya no es lo que era: torre vigía, de amplio terrazón volado al estilo de las torres sienesas, desde el siglo XIII mantuvo su delgada silueta sobre la extensa abertura del valle del Henares.

Siga el viajero por esta tierra. Y llegue a Hontoba, en estrecho valle alcarreño. O suba a Pinilla de Jadraque, a la orilla del Cañamares bravío. Esos campanarios y lo demás meras imitaciones. Sobre sus bellas iglesias románicas, sendas espadañas de cuatro arcos, dan la gracia y la muestra de lo que para un pueblo creyente significaba la voz de la campana. Una alta voz de fe, de esperanza. Un estrecho pero abierto «camino, para hacer etérea y espiritual la vida de cada día. Merece viajar por largas y difíciles carreteras para llegar ante estas muestras de la arquitectura románica. Pocas veces, en España toda, puede el caminante asombrarse con latido tan puro y emoción tan sincera.

Seguir, de todos modos, la andanza por la tierra de Guadalajara: llegad a un pueblo, subir a la torre de su iglesia. Allí os encontraréis, colgando de una gruesa y quizás tallada melena de madera, una, dos o tres campanas. Y en ellas grabados los nombres de un cura, de un alcalde, de un sacristán; la jaculatoria devota a Santa Bárbara, a San Sebastián o a San Roque; el nombre de los hermanos Colina, de Sigüenza, que hicieron cientos de campanas en los principios de este siglo, palomas también veréis; e, incluso, la sorpresa de un sonido puro, extrahumano, casi cosmológico, cuando el badajo golpea, aunque suavemente,  sobre la fachada dura y fría de la campana.

Pero el viaje a las campanas y campanarios de esta tierra nuestra no ha de parar en el andariego ejercicio. Volveremos la vista atrás. Entresacaremos algún dato de viejos papeles escondidos en archivos. Así, vamos a recordar como en febrero de 1581, Juan de Amador, campanero de Medinaceli se compromete a fundir «la campana mediana» de la torre de Santa María en Guadalajara, que se había quebrado poco antes (1). O cómo en mayo de 1583, el campanero Sebastián de Anero, vecino de Torija, pero residente en Guadalajara, hace una campana (que no debía ser muy grande, pues sólo le pagaron por ella 6 ducados) para «poner en las casas del ayuntamiento de esta ciudad», que por entonces se reconstruían por mandado del Corregidor, el licenciado Castillo de obadilla, y en una de cuyas cláusulas de contrato o condiciones para hacerla, se decía «ytem a de ser de muy buen sonido baçiada por ygual y que tenga muy buen talle desquilón a contento del Sr. Corregidor» (2).

En Mondéjar, para la alta y hermosa torre de su iglesia el campanero madrileño del siglo XVIII Alejandro Gargollo hizo una campana muy grande. Las condiciones las redactó en 1755, y cobró por ella 4.000 reales. Entre otras cosas, se obliga a poner «en medio della (de la campana) por la parte que queda dentro de la torre una efigie de Santa María Magdalena, con dos tarjetas a los lados…» “por la parte de afuera y mira a la plaza pública se ha de poner una cruz …”  (3). También en la Alcarria, ahora en Loranca, fue en 1796 que se hizo su campana más grande y oronda. Fue su artífice el maestro campanero Felipe Valenilla, quien cobró por ella 4727 Reales (4) Pero no puede terminar aquí este viaje a los campanarios de nuestra tierra: las rutas se abren, en abanico, para quien desee ahondar en el conocimiento del tema. Que tiene, por supuesto, su vertiente erudita, su lad8 técnico, su pálpito sentimental. Cada uno escoja el que más quisiere.

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(1)   A.H.P.‑ Protocolo 87, escri­bano Miguel Pérez.

(2)   A.H.P.‑ Protocolo. 152, escribano Gaspar Hurtado.

(3)   Archivo Parroquial de Mondéjar, libro de Papeles Varios. Siendo cura don Lucas López Soldado.

(4),  Archivo Parroquial de Loranca, Libro quinto de Fábrica.