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diciembre, 1977:

La Peña Escrita, de Canales

 

En su tránsito por las sierras y valles del Señorío de Molina, el viajero encuentra lugares que llevan clavado el arpón de la historia -re­cuerdos de batallas, de juramentos, de resoluciones-, otros que se enga­lanan con la vestidura más o menos brillante del arte -ruinas monaste­riales, retablos, portadas- y aún agradables tropiezos con la viva tradición del costumbrismo -son danzas, juegos con los toros, canciones…-; pero lo que el viajero se encuentra en lo más intrincado de las sierras del tér­mino de Canales de Molina no tiene relación concreta a nada de lo alu­dido. La Peña Escrita, perdida en medio de un denso y silencioso pinar, deja estupefacto a cualquiera que hasta allí, y llevado de experto guía, se acerque. Porque su presencia, su tradición y su mito, entronca con cual­quier apreciación que roce, muy tangencialmente, estas categorías de la historia, el arte o el folclore. Pero en todo momento se desembaraza de ellas.

Se trata de una gran roca grisácea, situada en lo más hondo del arroyo de Valdecanales, en cuyo seno se hundió, por efecto de las humedades, una parte de ella, quedando una especie de mesa de superficie en forma triangular y, sobre ella, un gran saliente en forma de visera o cobertizo. La porción interna de la roca, su superficie, está cubierta de abundantes signos jeroglíficos para los que nadie ha logrado encontrar una explicación razo­nable. Quizás es porque no la tenga, o porque su origen no plantee ningún problema a los arqueólogos que hasta allí han llegado.

El caso es que sobre la ancha y oscura superficie de la roca superior, hay dos grabados mayores y más concretos: un hombrecillo y otra figura humana, enorme, larguísima, muy estilizada, en forma de cruz.

Aparte de las gentes del lugar, que se dieron a todo tipo de interpre­taciones sobre el monumento, fue don Diego Sánchez Portocarrero, regidor e historiador de Molina en el siglo XVII, quien primero se ocupó, con gran curiosidad y atención, de esta Peña Escrita. Además de lo que este autor escribe sobre ella en su inédita «Historia del Señorío de Molina», y que don José María Quadrado publica en su obra «España. Sus monumentos y artes; su naturaleza e historia» (Madrid, 1886), en el tomo dedicado a Castilla la Nueva, he hallado un texto, hasta ahora desconocido, de Sánchez Portocarrero, que es nota de viaje hecha con la impresión reciente de lo visto y que por su indudable interés publico íntegra a continuación.

«En 26 de junio de 1646 fui a peña escrita en la dehesa de Canales a reconozer aquello de que los naturales deste pueblo cuentan que era sitio de una Mora encantada medio sierpre y medio muger que salía la mañana de San Juan y que allí acía grandes letreros y letras arabigas y varias figu­ras labradas en la peña que mostraban uno y otro. -Y aviendo ydo con otras personas y con toda diligencia a aquel sitio que es muy áspero y fragoso ví la que llaman peña escrita que es una peña grande triangular que haze suelo a una cueba que forman las peñas con un cobertizo que haze una peña grande que cubre la escrita haziéndole techo, reconozí y miré y examiné con todo cuydado y diligencia esta peña y en ella no pude hallar caracter ni señal alguna que pareciese letra arábiga ni de otra len­gua y solo hay muchas figuras de cruzes muy claras con sus pies de cruz unos y otro cabados tosquísimamente en el arena y otras de otro modo que serán más de diez luego hay interpoladas sin orden muchas figuras de muchas herraduras pequeñas, huellas de pies de hombres y de mano dos, huellas de ovejas o cabras pequeñas, figuras de grillos, todo tosca­mente formado cabado en la peña que tendrá tres baras por lo ancho y va disminuyéndose en triángulo aunque no con arte ni igualdad. La co­bertura de ella por la parte que le haze techo no tiene nada por la de arri­ba que haze suelo a la montaña que está enzima ay algunas figuras de las de abajo y mas ay formadas sin primor cabada también una forma de per­sona humana tendidos los brazos con sus ojos y boca todo mal formado y mas adelante una cruz muy grande uno y otro en la forma de la margen, y esta cruz algunos de los que fueron conmigo dudaban si era figura hu­mana y el remate de arriba mitra pero éllo es cruz formada con poco arte como lo demás = de lo dicho colijo el engaño de la sinceridad con que afirmaban los de aquel pueblo los misterios de aquellas peñas pues no puede ser de moros lo que tiene tantas cruzes conozidas y pienso sea obra de alguno que retirado allí por algún acontezimiento fué cabando aquello en aquellas peñas de arena con algún yerro pero aunque sin primor alguno se conoce que fué trabajo de muchos días y de no poca antigüedad.»

Es curioso el dato de la leyenda de «la Mora» integrado con la exis­tencia de la roca grabada, y merece que sea comentado. Para los antiguos, aquel fue lugar donde residía un ser extraño, no humano. Algo distinto a lo conocido: una mora (como representación de una raza ajena, odiada, temida) de caracteres monstruosos (mitad serpiente, mitad mujer), que salía un día al año de su refugio (la mañana de San Juan) y que se entre­tenía en dibujar signos extraños, que no podían ser más que «letras ará­bigas». Quien aquello me enseñó recientemente contaba una leyenda si­milar, basada en la del siglo XVII, algo más pobre de imaginación, por pérdida de datos fantásticos, y añadidura de otros materialistas, pero tam­bién curiosa: hoy llaman a ésta La peña del Moro, y dicen que allí abajo hay enterrada una reina o princesa, y que con seguridad hay en aquel lugar grandes tesoros. Aparece nuevamente un ser extraño, distinto (un moro), un ser fabuloso (una reina o princesa) y un depósito de materia sorpren­dente (un tesoro). Mientras las gentes del lugar abogaban por el sentido arábigo o mágico de los signos grabados en la peña, los sesudos intérpretes del tema (Sánchez Portocarrero, José María Quadrado) creían ver en ellos cruces, manos, pies, huellas de ovejas y otros elementos grabados por los ociosos pastores.

Las interpretaciones más modernas, y a tenor de los descubrimientos científicos de edades antiguas, hicieron a aquellos signos prehistóricos, neolíticos o celtibéricos. Y hoy sigue, entre los pocos que en Molina se preguntan por este misterio, la dialéctica entre el mero pasatiempo pasto­ril y el documento prehistórico. Quien más ha indagado sobre el tema, se­gún me asegura el amable guía que me ha llevado hasta la Peña Escrita, son ciertos grupos de extranjeros, que han dibujado uno por uno, y con gran paciencia, todos los signos, y se han llevado a lejanos lugares sus opi­niones y hallazgos. También fue por allí la profesora Cerdeño, indiscutible especialista en materia de arqueología, que fotografió y analizó estos petroglifos dándoles ubicación en fecha y cultura neolítica.

Este cronista, que es el último de todos, no se pronuncia en uno y otro sentido. Y se divierte añadiendo una interpretación nueva, que, sin ser completamente absurda, puede entrar en el juego de las problemáticas tesis que tratan de ilustrar el caso.

La existencia de seres fantásticos, monstruosos, de aparición esporá­dica, y que ha quedado en leyendas y tradiciones, puede tener una base real: el aterrizaje en aquel lugar de extraterrestres, de seres de otros pla­netas. Los signos, debidos a mano humana, y difícilmente explicables, pue­den ser retratos de los objetos allí depositados -o perdidos‑ por tales seres y sus máquinas: tornillos, instrumentos, algún casco… El ser gigan­tesco, estilizado, «enmascarado», que se ve grabado sobre la roca superior, pudiera ser la representación de uno de estos extraterrestres, allí puesto por las gentes de la zona para que, visto por él desde los aires, volviera nuevamente. Es un culto o costumbre que todavía se ve en algunas tribus oceánicas actuales.

Sea lo que quiera lo que sobre la parda superficie de una roca hay di­bujado en Canales de Molina, lo cierto es que incita al pensamiento, es­polea la curiosidad y, en todo caso, deja en el recuerdo el agradable poso de una excursión interesante. Quien después de leer estas líneas se anime a visitar la Peña Escrita, debe llevar papel y lápiz con que apuntar lo que allí vea: entre unos y otros puede andar escondida la verdad. ¡Ah!, y que pruebe a hacer fotografías de aquel pedrusco. Las varias que disparé en mi visita quedaron totalmente veladas, a pesar de que el resto del carrete salió normal. El misterio está aún en el aire.

Los cien nombres de Tartanedo

 

Uno de los aspectos menos estudiados en nuestro contexto sociogeográfico provincial es el de la toponimia local: los nombres que las gentes han puesto en todo tiempo a los accidentes del terreno, de su terreno, por mínimo e insignificante que pareciera. La necesidad de limitar sus pose­siones, de situar meticulosamente un hecho, de orientarse con precisión en una conversación, hizo que nuestros antepasados nombraran todas y cada una de las subidas, bajadas, fuentes, barrancos, cerros, caminos y un sinfín de accidentes campestres que les hacían no sólo orientarse mejor, sino expresar así su profundo cariño hacia las cosas de su pueblo, y hasta, en ocasiones, su innegable sentido poético.

La toponimia local sigue hoy viva entre aquellos que viven y trabajan en el medio rural y que le dicen al paisano alegremente a dónde van a labrar, en dónde dejaron el ganado, hacia dónde cayó el rayo la noche pa­sada y los caminos que cruzará para viajar al pueblo frontero. Es, además, en estas denominaciones donde aflora todavía la pureza, el vigor, la rique­za inmensa de un idioma del que se han cumplido ya mil años de existencia. El castellano, como hijo directo del latín, bebe en él sus orígenes, fragua en la lengua romana sus esqueletos, pero se lanza luego a la más sorprendente creación de variaciones, de inflexiones, de leves matices que le hacen manejable y utilísimo. En estas relaciones de la toponimia local se ve cuán amplia y generosa es nuestra lengua, y qué poco nos valemos hoy día de sus propiedades.

Aún cabe hoy realizar otra tarea interesante, que sería la de una bús­queda etimológica, un ensayo de laboratorio con las palabras que en la toponimia local quedan, para reconstruir el pasado de un pueblo, para lo­calizar antiguos poblados, castillos, ermitas, caminos importantes y otros restos de los que el tiempo ha borrado hasta la última huella y que en el idioma de las gentes, aunque transformados, han pervivido.

Y si la tarea es hermosa, como digo, también es larguísima y sólo apta para esforzados trabajadores. Ya que nos encontramos de visita en Tartanedo, vamos a hacer ese ejercicio sobre un solo libro, del siglo XVII, de su archivo parroquial: el de «Fundaciones y aniversarios», por ejemplo. Es­pigaremos en él los nombres más llamativos que de toponimia local apa­rezcan, demarcando propiedades y terrenos. Recogemos ciento veinte to­pónimos. Esto puede dar una idea de la variedad y riqueza que  este tema brinda. Vámonos, pues, al campo de Tartanedo, a ese entorno áspero, di­latado de horizontes, cerealista y frío, que es el término del pueblo que vio nacer a la beata sor María de Jesús López de Rivas. Vamos a recorrer sus herreñales, sus pagos, sus bancales, sus veredas, sus hazas, sus piezas y prados, sus eras, sus sendas y pozos, sus yermos y cerradas, buscando los nombres más peculiares que, ya en el siglo XVII, lo mismo que hoy en día daban sus naturales a tanta riqueza paisajística como existe en Tartanedo.

Es sorprendente encontrarnos a veces con frases como ésta: «La plani­lla que va del cerrillo de cavo las cerradas y llega a la sorruga de los bi­llares», en la que aparecen cinco denominaciones o topónimos, que centran con precisión inequívoca un terreno. Los caminos todos tienen su apela­tivo. Hay que saber por dónde se llega a los diferentes lugares: el camino real, la calçada, la cañada de San Gil, el camino de Molina, la sendilla, ca­ñada Labros, camino de Concha, el camino de monte abajo, carrahinojosa, el camino del guixar, el camino de Tortuera, carravilla, el camino del mo­lino, el caminillo verde, cañada la biñuela y la bajadilla.

Los altos -porque en Tartanedo no existen cimas ni montes de importancia- tienen también su apelativo concreto, casi siempre en un cari­ñoso diminutivo, que viene a dar ese sentido de poca altura: el cerro de San Cristóbal, la loma gorda, el cerro de San Sebastián, el caveçudo, el cerro marimingo, la peña carralabros, los cerros, el alto de la celada, la lo­milla del exido, la lomillexa de el quiñón, la loma pedraço, la loma del casarejo, la lomilla piçapato, el colladillo, el cerrillo de mingorrubio, la peña el Mochuelo, los altos de San Gil, las cuerdas del monte, la lomilla de la Cruz, la montesina, la lomilla de begaciria, la lomilla chica.

Los hondos, los pequeños valles que quedan entre esas alturas, también tienen sus apelativos: las oyuelas de Santa María, valnegro, la rinconada de la vega, los navazos, el vallejo, val de García, la oyamarga, vallejo ga­lindo, el poço San Gil, val del poço, el oyo, lo hondo de la vega, el oyo del arenal, oyuela redonda.

Son, en fin, decenas y decenas de encantadores nombrecillos que, como digo, vienen a denominar cualquier accidente del terreno, cualquier modi­ficación hecha por el hombre, cualquier cambio que la geografía puede ofre­cer en tan corto espacio de terreno como es un término municipal. El idio­ma popular matiza sorprendentemente, dando diminutivos, inclu­so de distinto tipo, para las variantes de una u otra forma de cualquier accidente. Por no cansar con una lista interminable, aunque sabiendo que para más de uno de mis lectores será, de todos modos, breve, doy aquí finalmente los toponímicos de otros lugares varios de Tartanedo: las cela­dillas, la carrasquilla, las saleguillas, la platilla o planilla, las lagunillas de los terrenos, las heras de la guanossa, el campo gaçal, la acequia del qua­drejón, los villares de la vega, la cerraçuela, el humilladero, el casar de Naharro, el ocinillo, la cantonuela, el pradillo, la fuente aparicio, la lagu­nilla de Santa María, el prado manda mingo, la colmenilla, el cañuelo, la canteruela, la acequia de vega pardos, el quiñón, la pieza de las ánimas, majano prieto, el canto blanco… No he buscado en este repaso toponímico el solo hecho de saborear, paladear incluso, los íntimos y bellos nombres de Tartanedo, sino que he querido ser, además, una llamada para cuantos quieren dar a conocer sus pueblos, estudiando sus costumbres, su historia, su pálpito humano. He aquí una tarea que a todos y cada uno de nuestros pueblos se les brinda. Sólo es necesario pasar algunas horas leyendo los viejos libros de sus archivos (donde aún los tengan) y confrontando, en amigable charla con los paisanos, antiguas y modernas denominaciones. Los cien nombres de Tartanedo quieren ser ese prólogo necesario.

La iglesia de Santa María del Conde, en Molina

 

Llevados de la mano y el decir de antiguos cro­nistas molineses (Núñez, Sánchez Portocarrero, López de la Torre) vamos a recordar algunas de las carcterísticas que conforman la historia de este templo, que es con toda se­guridad el más antiguo, en cuanto a su fundación se refiere, de Molina. Lo levantó el primer señor y conde de Molina, don Manrique de Lara, para presidir la plaza más inferior de la villa, puesto que en la Edad Media el pueblo todo se hallaba completamente pegado al castillo, yendo a crecer paulatinamente hacia el río. La iglesia de Santa María, apellidada del Conde por haber sido él su fundador, fue levantada en la mitad del siglo XII, y, por lo tanto, tendría todas las características románicas de la arquitectura y escultura de la época. Es lástima que de todo lo construído en aquella época sólo haya quedado la iglesia del hoy convento de Santa Clara, y al­gún detalle románico en San Martín, aparte de la planta de la iglesia del castillo, recientemente excavada, pequeña construcción de la misma época. La portada y detalles varios de Santa Clara nos dejan entender que la ar­quitectura románica en Molina durante el siglo XII tuvo unos caracteres muy peculiares, como lo confirma la iglesia del Monasterio de Buenafuen­te, de la misma época. Pero, desgraciadamente, de Santa María del Conde en su primitivo estado no nos ha quedado nada. Su ruina paulatina hizo que fuese levantada de nuevo en el siglo XVII y es esta edificación la que hoy vemos, recientemente restaurada y añadida con estancia de uso municipal.

Fue, durante los siglos de la Baja Edad Media y aun del Renacimiento, la mas importante iglesia molinesa. En su parroquia residía la alta nobleza del país. El primer conde, don Manrique, otorgó su curato al obispo de Sigüenza, quien, para administrar sacramentos, colocaba un teniente suyo. Todo cuanto en ella se recaudaba, así diezmos como rentas, tercias reales, etc., era íntegro para el obispo seguntino. Esto hizo que con frecuencia se levantaran pleitos contra esta parroquia por parte de las otras, del cabildo de clérigos e, incluso, de los arrendadores de las Tercias Reales del Obispado. Así ocurrió hacia 1550, en que don Gonzalo Núñez, por entonces abad del Cabildo molinés, sostuvo fuerte pleito por defender estos derechos del obispo.

Esta iglesia tuvo desde el principio la preferencia de los señores terri­toriales y feudales de Molina: los condes de Lara. Dejaron en ella diversas memorias, mandas y aniversarios, dedicándola donativos y riquezas. El altar mayor lo sufragó el obispo don Fadrique de Portugal, en 1540, por lo que suponemos sería una buena pieza de escultura y pintura renacentistas. Po­seía también numerosas indulgencias papales, obtenidas gracias a uno de sus curas, llamado Durando. Hacia 1570, el obispo de Sigüenza, cardenal Diego de Espinosa, la regaló cruz de plata (labrada, quizás, en uno de los muchos talleres de platería que florecían por entonces en Sigüenza) así como un rico terno y otros ornamentos. Este mismo prelado, en 1572, cuando por seguir las normas elaboradas en Trento, procedió a la unificación de diversas parroquias molinesas, unió la de San Juan del Concejo a esta de Santa María del Conde. La iglesia de San Juan ocupaba parte del espa­cio que hoy sirve de plaza mayor, y estaba frente al Ayuntamiento o Con­cejo. Por estar tan juntas las dos parroquias, desapareció la de San Juan, siendo derribada para dar mayor amplitud a la plaza del Ayuntamiento. Entonces pasaron a Santa María varias rentas nuevas y, sobre todo,

valiosas obras de arte: el retablo mayor de San Juan, que el obispo quería lle­var al monasterio de monjas de San Román de Medinaceli, y que gracias a las gestiones realizadas por el licenciado Núñez se quedó en Santa María; otros dos retablos laterales, dedicados a San Bernardo y a San Jerónimo: la cruz de plata, que, pues ya tenía Santa María la suya, fundieron para hacer una custodia y unos vasos de plata; una casulla riquísima de tercioplo rojo; las campanas y otras cosas valiosas. En 1593, el licenciado don Francisco Núñez costeó el gran órgano, y, por entonces, el obispo don fray Lorenzo de Figueroa y Córdoba hizo también notables aumentos en esta iglesia.

Como a todos los edificios notables de Molina, fue la invasión francesa y en especial la jornada memorable del 2 de noviembre de 1811 con el incendio y la devastación sistemática de la heroíca villa que entonces ganó su título ciudadano, la que destrozó y dejó abandonada y sin culto a la iglesia de Santa María del Conde, que durante tantos siglos había sido el centro de la vida religiosa y social de la capital del Señorío. Es ahora que, con su reciente restauración y conservación, y su uso habitual para temas culturales y concejiles, se ha afianzado aún más su recuerdo en el noble y ancho cajón de los pechos molineses.

La iglesia de San Gil, en Molina

Portada de la iglesia de San Gil de Molina

Portada de la iglesia de San Gil de Molina

 

Santa María la Mayor de San Gil fue construida, allá por los siglos XII o XIII, como uno de los primeros templos del recién creado Señorío. Sencilla construcción románica sería iglesia de barriada. Asentada en terreno blando y movedizo, su torre, airosa y altísima, fue cediendo en verticalidad y llegó a quedar tan notablemente torcida que, durante años, décadas, gozó de fama y nombradía por España; tanta que, cuando Fernando el Católico, aún joven, pasó de Aragón a Cas­tilla, en Molina no se perdió la visita a la torre inclinada de San Gil, que debía competir con la de Pisa en inestables equilibrios. El cronista Núñez dice de ella que parecía «tenerse en el ayre y ponía temor verse qualquiera debajo della». El Católico Fernando, ante el estu­por y curiosidad de los molineses, cumplió el rito obligado de cuantos visi­tantes se acercaban a San Gil, y, poniendo las puntas de los pies y la tripa pegada a la misma torre, no se podía tener si no le ayudaban, «y assí llevó que contar de esta torre, como cosa que parecía maravillosa».

El caso fue que, andando los años, el resto de la iglesia vino al suelo y solo la torre torcida se mantuvo. Hacia 1524 se comenzó a levantar de nuevo la iglesia, ya en un estilo de decadente y fácil gótico, con un mucho de ramplón renacentista. Gruesos muros y la capilla mayor estaban ya levantados a mitad del siglo XVI. Y la historia de la torre siguió: a princi­pios del siglo XVII vino un maestro de obras, llamado Juan Fernández, aureolado de fama por haber levantado, y con buen arte y valentía, la ca­pilla de los Garcés de Marcilla en el convento de San Francisco. Dijo que él se comprometía a levantar una hermosa torre que hiciera olvidar la fama de la anterior. La empezó, pero a poco murió. Y añade el cronista que a su muerte heredaron esta obra suya un yerno suyo y otros canteros, que, aunque le heredaron la hacienda, no le heredaron el arte ni la pericia. Hi­cieron proporciones equivocadas. A poco se hundió lo que llevaban hecho. Vinieron nuevos maestros, dejándola a medias, pues el terreno debía ofre­cer unas características de poca fiabilidad; llegando a gastar 6.000 ducados en levantar tan solo tres estados la torre; y así, sin concluir, se abrió el siglo XVII.

En esa época, la iglesia de San Gil recibió la advocación de Santa María la Mayor, siendo ya la más importante de la capital del Señorío. La no­bleza molinesa hizo generosas donaciones y se fundaron y levantaron ca­pillas insignes. El Cristo de las Victorias, imagen antiquísima que estuvo en el altar mayor de la primitiva iglesia, sirvió para presidir la capilla fun­dada por el regidor de Molina, don Antonio de Peñalosa, cuyo constructor fue el maestro de obras Juan de Aguas, quien, estando subido a los andamios, cayó de un tablado que no estaba bastante seguro, de que murió. Otra capilla famosa era la de la Virgen del Pilar, en cuyo altar existía pri­vilegio apostólico de que, por cada misa que en él decía un miembro del Cabildo eclesiástico, salía libre un alma del purgatorio. Otra curiosidad del templo era el grandioso y bien timbrado órgano que construyó, hacia el año 1600, un fraile pasajero, que «de su tamaño no hay otro más perfecto en España, y si se hubiera de querer dar lo pesarían a oro algunas cathe­drales». Hasta dos relojes, como signo de opulencia y modernismo, tenía el templo.

De sus múltiples capillas, piezas de orfebrería, ornamentos, altares y cuadros, no se acabaría nunca de hablar. Eran muy numerosos. En esta iglesia tenía su sede el Cabildo de Clérigos de Molina, antiquísima y pode­rosa institución originaria de los primeros años del Señorío. El cura de este templo lo era también de Prados Redondos, Chera, Otilla, Aldehuela, Valsalobre y Castellote, hasta los años de 1500, en que el cura y vicario Pedro Alonso repartió varios beneficios entre sus sobrinos y familiares, entregando el curato de Prados Redondos a otro sobrino, con lo que em­pobreció el cargo.

Numerosos enterramientos de la nobleza molinesa tenían aquí su asien­to. En competencia con el convento de San Francisco, su suelo se cubría de grandes lápidas donde, entre yelmos y escudos, yacían señores, hijos­dalgo y caballeros de Molina, y en las capillas las estatuas de olorosa y húmeda piedra ponían su sello de misterio e impenetrabilidad.

El templo sufrió un gran incendio en 1915. Esto, y el saqueo de 1811 por los franceses, lo dejaron vacío y silencioso. El 29 de septiembre de 1924, tras su reconstrucción, fue inaugurado nuevamente este templo, que es hoy la iglesia grande y por antonomasia de la capital del Señorío de Molina. Hacia 1980 se le añadió otro mérito. Vacía la aldea de El Atance, en territorio seguntino, para construir sobre ella un embalse, el retablo de su templo fue desmontado y traido a San Gil. Le ha añadido al templo un valor extraordinario, porque el retablo es magnífico, y solo con ello se justifica una visita al templo. Se trata de un gran retablo renacentista, con tallas y pinturas, policromado y hermoso, con imágenes y escenas de la vida de Cristo. La obra de este retablo se terminó en 1620, y fueron sus artífices GIRALDO de MERLO como escultor, y José de Herrera como ensamblador, según datos proporcionados por D. Alvaro Perdices, que lo encontró en el Libro de Fábrica de la iglesia, conservado en el Archivo de la Diócesis. De esa forma ha seguido latiendo esta iglesia molinesa, la más querida y principal, siempre de sorpresa en sorpresa.

El historiador molinés don Juan de Ribas

 

La práctica del buceo en épocas pretéritas suele ser poco valorado ante el común de las gentes, que, situadas al problemático nivel de los afanes diarios, consideran poco menos que ridículo, por falta de objetivo práctico, la investigación histórica. Nosotros estamos convencidos que el, servicio que el historiador hace a la sociedad es inestimable, por entregarle unas imágenes pasadas sin las que el presente resultaría incompleto. Una sociedad de cualquier tipo que desconozca su historia, es una sociedad inválida, que por muchos ideales que mantenga para el futuro, carece de puntos de anclaje y de referencias respecto a su anterior andadura. La sociedad, como la vida humana, están compuestas de esa parte que se ve, que es el fugaz momento presente, y esas otras invisibles, pero netas y reales que son su pasado y su futuro.

Esta reflexión viene a cuento para recordar a un historiador nuestro, molinés por más señas, del que se ha borrado casi totalmente su recuerdo entre las gentes. Molina de Aragón ha sido cantada, por numerosas plumas, y su trayectoria social relatada con minuciosidad por el afán y el trabajo de varios historiadores: así recordamos a don Francisco Núñez, al licenciado Diego Sánchez Portocarrero, al abogado don Gregorio López de la Torre y Malo, y, ya más modernamente, a Perruca, a Díaz Milián, a Izquierdo a León Luengo, a don Claro Abánades, y, aún entre nosotros, a José Sanz y Díaz.

Este que hoy traigo ante vosotros, menos conocido, fue don Juan de Ribas, quien vivió en Molina hacia finales del siglo XVI, dedicándose al oficio de regidor de la ciudad, y a su pasión favorita de buscar la historia de su país. De él contamos tan sólo con dos breves referencias. Una de su contemporáneo el licenciado, Núñez. Y otra posterior, ya en el siglo XVIII, de don Gregorio. López de la Torre. Núñez dice de él, hacia la última década del siglo XVI: Tenemos ahora en nuestra Molina otro Ingenio tan feliz que dudo yo que en Universidad de España se halla semejante, que es el regidor Juan de Ribas, de quien su tierna edad empleada en estudios de tanta agudeza y Ingenio nos promete adelante frutos en letras curiosas muy abundantes. Por ello colegimos que debió nacer en el último cuarto de la decimosexta centuria. Don Gregorio López, en su obra impresa Corsográfica descripción del Señorío de Molina, se refiere en dos ocasiones «al noble Juan de Ribas, en su Historia de Molina manuscrita». Incluso Sánchez Portocarrero hace alusión a esta obra suya. Tomando datos de estos antiguos historiadores, le mencionan también, en el siglo XIX, Muñoz y Romero en su Diccionario bibliográfico histórico, y don Juan Catalina García en su Biblioteca de Escritores de la provincia de Guadalajara, donde añade el dato de que fue Alcalde Mayor de Molina en 1609 y 1612.

La obra que don Juan de Ribas elaboró con su trabajo, se titulaba Epítoma de las cosas notables de Molina, compuesta de 29 capítulos, empezando con un catálogo de sus alcaldes y terminando con una descripción de la villa. No llegó a acabarla del todo, En el siglo XIX poseía este interesante manuscrito don Bonifacio Fernández de Córdoba, y hoy se desconoce su paradero, pudiendo pensar que se ha perdido, o que yace incógnito en alguna de esas bibliotecas o archivos en los qué, ni dejan entrar ni le aprovecha a nadie.

Pero recientemente he sido afortunado al hallar un rastro, aunque leve, de esta Historia. Entre los papeles que don Diego Sánchez Portocarrero fue reuniendo como material para elaborar su gran Historia del Señorío, he encontrado un folio, roto en parte, y que lleva en su encabezamiento lo siguiente: «Algunas advertencias que escrivió Juan de Ribas Regidor que fue de Molina en un quaderno de cosas de Molina». Sánchez Portocarrero se limitó a tomar brevísimas notas de aquellos asuntos que le parecían apuntaban alguna luz sobre determinados aspectos de la historia molinesa. Pero examinados estos puntos nos llevan a aventurar la base poco firme de Ribas como historiador de su tierra, pues son más los errores que las exactitudes en su escrito. Habla de Ercávica, y añade que «los seguntinos que quedaron de Sagunto destruyda poblaron a Segoncia que es Sigüenza….» Refiriéndose luego a la distribución que del impuesto del «pan de pecho» hizo el señor de Molina dice Ribas (capítulo 23) que fue en tiempo del infante don Alonso de Molina, cuando en realidad se hizo esta distribución por su hija doña Blanca. Del marido de ésta, don Alonso el Niño, de vida aventurera, señala Ribas la leyenda de que se marchó «a la guerra de Tierra Santa, de donde no volvió». Habla también de la piedad de la molinesa doña Blanca, y el hablar .de su dedicación a la fundación de conventos, la da por fundadora no sólo del de San Francisco de Molina y del de San Francisco de Huete, sino que la añade la fundación de los de Ávila y de Santa Clara en Alcocer, que, por supuesto, no son fundaciones de esta señora. Hablando todavía de doña Blanca de Molina, dice que fue enterrada en el Monasterio de San Francisco, en la capital del Señorío, «en una caja de madera forrada, en lienzo pintado y dorado… en un sepulcro que estuvo en la capilla mayor hasta nuestros tiempos», siendo luego trasladado a un nicho de la pared de la dicha capilla mayor. Y acaba: «tenía el entierro por armas un león rampante en campo de plata, armas de los Reyes de León, orla de castillos que fueron las armas del Infante (don Alonso, su marido, de la casa real de Castilla)».

Vemos, pues, que don Juan de Ribas no fue demasiado afortunado en sus apreciaciones históricas de Molina, a lo menos según los apuntamientos entresacados de su obra por Sánchez Portocarrero. Pudiera ser también que este último sólo anotó en el mencionado folio aquellos errores que le llamaron la atención, siendo todo lo demás de Ribas correcto y exacto. Sea lo que fuere, la figura y la obra del historiador molinés Juan de Ribas está aún por descubrir y estudiar, y en esta tarea proseguimos, esperando poder aportar en breve plazo algunos datos nuevos. De momento, ya le tenemos situado en esa gloriosa nómina de los historiadores molineses, que tanto hicieron por su tierra y tan escasa memoria les han guardado sus paisanos.