Las truchas de Molina

sábado, 27 agosto 1977 0 Por Herrera Casado

 

El Señorío de Molina, que con la cabeza altiva ha visto pasar los siglos, y ha sentido su peso sobre las carnes prietas y pardas de su geografía, es hoy una sombra nada más, sobre el muro de las nostalgias castellanas. El devenir socioeconómico de España ha traído a esta región, que fue riquísima, próspera y meta de emigrantes, a un estado de atonía, por no decir de abandono, que la está haciendo vivir horas críticas. Su personalidad y su riqueza, sin embargo, están pidiendo que aparezca la voz de quien ha de salvarlas, redimirlas, ponerlas en situación de dar su más verdadera y capacísima medida. La reestructuración del Señorío molinés, cara ya al siglo XXI, y su consideración como región cuajada de minería, de reservas forestales y de posibilidades ganaderas, debe ser tarea inaplazable de quienes, como políticos, dicen ser y ansiar ocuparse de la cosa pública, dejando a un lado bizantinismos estériles.

En los siglos XVI y XVII, incorporado ya el Señorío a la Corona castellana, de la que había sido independiente desde su nacimiento en el siglo XII, alcanza este territorio su mayor apogeo, al estar, como dice su historiador Sánchez Portocarrero, «abastecida para la comodidad de sus habitadores», y poseyendo todas las materias primas que en esas épocas, la permitían llevar una vida totalmente independiente de los demás. La inmigración, especialmente del País Vasco, era abundante por lo que todos sus habitantes «siendo governados con muy atentas leyes, ordenanzas y fueros municipales, demás de las del Reyno de Castilla, se mantienen en Paz Justicia y Equidad».

Una de las riquezas molinesas fueron siempre sus ríos, y los productos de ellos. Sánchez Portocarrero alaba en su Historia del Señorío de Molina, uno por uno, a todos los ríos y arroyos de su tierra, y canta las excelencias del frescor de uno, del paisaje agreste de otro. Es el Gallo al que, sin embargo, le otorga la preeminencia y el apelativo apasionado de «Patrio Río». Dice que en su largo recorrido ‑ trece a catorce leguas ‑, sólo atraviesa tierras del Señorío, o provincia molinesa, como entonces se apelaba oficialmente la región, «mostrando que sólo le destinó Dios para ella». Da su origen en el cerro de San Cristóbal, junto a Orea, en la Sexma de la Sierra. Baña luego, progresivamente, las sexmas del Pedregal y del Sabinar, en la que se hace monumento natural, tajando el paraje de la Hoz, y yendo a dar, poco después, sobre el Tajo en el puente de San Pedro.

Sánchez Portocarrero alaba del Gallo las truchas, y dice que «sus aguas son excelentes y de más estimación por lo útil que por lo caudaloso, y sobre todo es famoso por su notable fecundidad de pesca,  en particular de truchas asalmonadas, en nada inferiores a las más excelentes». Dice que le alabaron, ya en la antigüedad clásica, y más modernamente autores como Marineo Sículo, Gil González Dávila y Camilo Borrelo, habiendo servido para abastecer continuamente de viandas frescas la mesa real cuando Felipe IV y su corte pasó en 1644 hacia Aragón, llevándole hasta Zaragoza a diario este manjar del río Gallo, que hoy produce en bastante menos cantidad, pues dice el historiador, que, entonces, había tantas que «si se guardara este río en algunos tiempos del año, es creyble que a bueltas del agua se secara en las vasijas que se coje».

Quizás la pasión del terruño tiraba de la pluma de don Diego, pero no andaría muy lejos de la verdad al ponderar de esta manera estas truchas molinesas, que podrían ser, hoy todavía, si se quisiese, una fuente importante de riqueza para esta región, que la demanda al tiempo que, escondida, la ofrece.