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septiembre, 1976:

Gutiérrez Coronel, jadraqueño ilustre

 

Entre los muchos sabios que nuestra provincia ha dado a España, en el transcurso de los siglos, cuenta entre los más importantes el jadraqueño don Diego Gutiérrez Coronel, estudioso de la historia de Castilla, de su pueblo natal, y de sus señores los Mendozas. Aunque de muchos es ya conocida su figura, no creo esté de más el darla un repaso, más en cuanto al contenido de su obra que al de su vida, para situar así la figura de este hombre que en Jadraque nació y allí escribió la mayor parte de sus libros. Vaya su recuerdo como una aportación más a la celebración de ese «Día de la Provincia» que para el próximo domingo 3 de octubre se anuncia en la villa alcarreña.

Nacido en Jadraque, el año 1724, se trasladó, en su juventud a Alcalá de Henares en cuya Universidad cursó los estudios de leyes y cánones, en los cuales obtuvo el título de bachiller a los 20 años de su edad. Más tarde, ya con este fundamento cultural, tomó órdenes sagradas, haciéndose sacerdote. En este oficio ocupó también algunos cargos de nota, como los de Comisario del Santo Oficio de la Inquisición en los Tribunales de Cuenca y Madrid. En Jadraque vivió largas temporadas, en la, casa de su familia, que hoy ocupa el Casino, y que se conoce aún como «la casa de los Coroneles». Allí ejerció también de sacerdote e inquisidor. Hizo testamento en 1788, y al fin murió, en Madrid, en septiembre de 1792, tras una larga vida dedicada a la investigación y al estudio de la historia.

Dos partes bien definidas abarcan su obra toda. La primera en el tiempo fue la que, indudablemente, más fama le ha dado. Se trata de varios libros tocantes a genealogías de diversas familias. En 1771 terminó el «Compendio Genealógico Histórico de la Casa de Mendoza», y al año siguiente acabó su gran obra, en tres tomos, la «Historia Genealógica de la Casa de Mendoza: donde se refieren su origen, sucesión, y armas; las más señaladas acciones de sus señores; sus principales Mayorazgo, y alianzas matrimoniales, y el origen y sucesión de sus líneas…» Se lo dedicó al duque del Infantado, que a la sazón lo era don Pedro de Alcántara de Toledo de Silva de Mendoza de Pimentel, etc., quien, agradecido, le concedió una pensión vitalicia de 2 pesetas diarias, con las que pudo vivir con holgura hasta el día de su muerte ¡Tiempos aquéllos…!

En 1773 terminó otra de sus obras del mismo tema el «Compendio Genealógico de la Casa de Coronel» que consta de un tomo en folio con 145 hojas, en el que da noticias de todos los personajes que en la historia de España habían usado hasta entonces de dicho apellido. La parte más interesante para nosotros es aquélla en que trata de los Coronel asentados en la provincia de Guadalajara, y especialmente de sus más próximos familiares, de los que da noticias anchas y exactas.

Más tarde siguió su tema con los «Tratados Genealógicos de Ilustres Linages y Casas Grandes y tituladas de España: su origen, solar, Armas y sucesión…» en tres gruesos tomos en folio, en los que daba amplias noticias de árboles genealógicos de muchas familias ilustres, entre ellas las Orgaz, Velez, Salinas, Alcañices, Viana, los señores de Miedes y Mandayona, etc.

Todas estas obras, limpiamente manuscritas, encuadernadas e iluminadas a todo, color en sus escudos y blasones, quedaron a su muerte en poder de su familia. A fines del siglo XIX, según manifiesta el entonces cronista provincial don Juan Catalina García, las poseía un descendiente del autor, don Mariano Gutiérrez, residente en Jadraque, quien amablemente se los dejó consultar. Tras dicho testimonio, el paradero de estas obras nos es desconocido: ni sabemos si existen, ni, en ese caso, quién las posee o dónde están depositadas. Sería una pena que permanecieran guardadas, cuando tantos frutos para los modernos historiadores podrían dar declaradas. Tan sólo de la «Historia Genealógica de la Casa de Mendoza» existe una copia en el Archivo Histórico Nacional, en la sección de Osuna, de la que pudo tomarse el texto para su edición.

Algunos años más tarde terminó y dio a la imprenta dos obras importantes, en las que Gutiérrez Coronel amplió su campo de acción, y elevó sus miras hasta los orígenes de la historia de Castilla. Fue el año 1785, la imprenta madrileña de Miguel Escribano, y la librería de los herederos de Mena, en la calle Carretas, quienes dieron al mundo estas obras: «Historia del origen, y soberanía del Condado, y Reyno de Castilla, y sucesión de sus Condes hasta su erección a la Real dignidad de Reyno…», la «Disertación histórica, cronológica, genealógica, sobre los Jueces de Castilla Nuño Núñez Rasura, y Laín Calvo, y el verdadero tiempo, y año, motivos, circunstancias de su elección y Judicatura…» Su autor, hombre de amplísimas lecturas, pero que no salió de Jadraque para ampliar datos en las fuentes documentales, da en estas obras una versión en la que abundan más sus razonamientos particulares que las pisadas seguras sobre tan complicado tema.

Aún se entretuvo escribiendo un «Promptuario de graciosos dichos, y agudas respuestas de diferentes Príncipes, Generales; Cavalleros, Philósofos, Poetas y otras Personas señaladas eclesiásticas y seculares en que, manifestaron su agudeza, penetración, discreción, y juizio» del que tampoco queda más que la noticia de su título y el dato de que la familia del autor aún lo poseía hace 80 años.

La figura de este don Diego Gutiérrez Coronel, estudioso y entusiasta de las genealogías de encumbradas familias, forjador de árboles y entramados familiares, y escudos, de hazañas y recuerdos de la vieja España, está todavía presente en el Jadraque de hoy, que le recuerda y admira. Sirvan estas líneas para refrescar su memoria.

Guadalajara en medallas

 

Una de las muchas facetas en que el arte español ha descollado a lo largo de los siglos y que sin duda alcanza hoy un auge e importancia notabilísima es el de la acuñación de medallas de todo tipo, muy en especial las conmemorativas de los más variados temas. El curioso admirador de estas minúsculas obras de arte, no tiene más que darse una vuelta por el Museo de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, donde se expone una grandiosa colección de antiguos ejemplares, y una exposición muy interesante de todas aquéllas otras que en honor de personajes, ciudades, instituciones, aniversarios, etc., realizan actualmente los artistas hispanos. Puede, incluso, completarse esta visita acudiendo en Madrid también al Museo de la Fundación Lázaro Galdiano, donde centenares de medallas de finísima ejecución muestran la evolución de este arte, desde los italianos del siglo XV, a los más exquisitos cultivadores franceses del XIX. Se trata, en suma, de un mundo anchísimo y capaz de llenar todos los deseos de limpia admiración por el laborar de artistas dedicados por entero a su objetivo. La historia entera desfila por ellas, en sus batallas, en sus hombres, en sus sabios, en sus ciudades y en todos los advenimientos que han ido dando forma y razón al pasado.

En esta vertiente del arte, queda todavía en nuestra provincia una nueva posibilidad de estudio, y aún de aplicación práctica en nuestros días. Cuando nuestros inolvidables y admirados historiadores del pasado hablaron y escribieron de los Mendozas, de la catedral de Sigüenza, del románico rural, de los castillos medievales, de la fiesta de la Caballada y demás temas de ya clásico conocimiento, hubo quien pensó que sobre el pasado de Guadalajara nada quedaba por decir. Si en estos días estamos teniendo noticias de la antigua orfebrería, de la forja popular, de variadísimos aspectos del costumbrismo o el folklore, de cofradías y temas económicos, de simbolismo y de arquitectura popular, es porque, en realidad, aún quedan muchas cosas que saber del antiguo ser de las Alcarrias, y éste tema de la medallística en nuestra tierra es, quizás, uno de los más interesantes y, por supuesto, hasta ahora totalmente olvidado.

Tarea, pues, que requiere el esforzado decidirse hacia su estudio. Hoy quisiera apuntar la existencia de algunos ejemplares, y, con su comentario, sacar incluso alguna consecuencia práctica para nuestros días.

Aunque no es éste el momento económico más adecuado y óptimo, la Feria de Muestras de la Industria y el Comercio que hoy se inaugura en el tradicional recinto del parque de San Roque hubiera podido tener incluso un incalculable aliciente por haberse podido titular, con justicia, «La Feria del Centenario». En efecto, el año 1876 celebró la ciudad de Guadalajara un «exposición provincial» en la que aparecieron a la consideración de todos los cereales, vinos, maderas, minerales, productos industriales, carpintería, ebanistería, cerrajería, bellas artes, etc., que por entonces nacían en nuestra tierra. El certamen alcanzó tan alto rango y renombre nacional, que acudió a visitarla el Rey Alfonso XII acompañado de su madre, la que con el nombre de Isabel II había reinado años antes, y repartió entre los expositores más distinguidos unas medallas, en los tres metales nobles, que ahora describo: en el anverso aparece el rostro del Rey, coronado de laurel, y leyenda circuyéndole: «Reinando Alfonso XII ‑ Protector de la Ciencia y el Trabajo». En el reverso figura el escudo de la ciudad de Guadalajara, rodeado de los demás escudos de las cabezas de partido de la provincia, y esta leyenda: «Exposición de Guadalajara ‑ Premio al Mérito 1876» (1). No tuvo continuación este certamen, y es por ello que quizás en esta ocasión de cumplirse el centenario de su celebración, hubiera podido darse un mayor relieve al de ahora, e incluso haber acuñado algunas «medallas al mérito» para aquéllos que, cien años después, hacen también todo lo posible por que Guadalajara desarrolle sus múltiples potencialidades de vida y riqueza. Podría ser una idea aprovechable para próximas oportunidades.

En ocasión más moderna se acuñó otra medalla relativa a tema provincial. Se trata de la que en 1911 colaboró en las conmemoraciones del segundo centenario de la batalla de Villaviciosa. Una comisión nombrada al efecto se encargó de realizar diversos actos y plasmar la efemérides en diversos modos: se editó una «Crónica del Centenario», escrita por el cronista provincial Pareja Serrada; se levantó un monumento cercano al pueblo de Villaviciosa; se construyó un camino desde Brihuega al monumento, y se acuñó la medalla, que fue reproducción de la que Felipe V mandó realizar y otorgar como condecoración a los destacados en la batalla. Un real decreto de 10 de febrero de 1911 rehabilitó dicha medalla como condecoración oficial, y la casa alemana Moriz Hausch, de Pforzheim, se encargó de acuñarla. Figura en su anverso la efigie del rey Felipe V, y en el reverso una victoria alada, sosteniendo en sus manos palma y corona, sobre un conglomerado de armas y banderas. Leyendas alusivas, en latín, rodean los motivos (II). Forma también interesantísima de dar mayor realce a las conmemoraciones de hechos y personajes que en nuestros días venimos celebrando. No cabe duda que serían muchos los coleccionistas que adquirirían estas medallas conmemorativas, y otros muchos aficionados a este modo de coleccionismo de tan ancha raíz cultural se pondrían en marcha.

La tercera medalla que quiero comentar es mucho más antigua que las dos precedentes. De un cariz, además, totalmente distinto. Se trata de un producto típicamente renacentista, en el que se desborda la pasión humanista por el culto a la unidad absoluta de la imagen y el significado: sintetizar una teoría, una historia, una filosofía, en pocas palabras o en una simple leyenda, es tarea llevada a cabo con éxito por los humanistas. Luego surge la afición al emblema y la simbología, cuando la imagen ha de expresar todo un programa de pensamiento. Es en estas condiciones que la medallística conoce un apogeo claro. Los poetas, guerreros, magnates y religiosos del Renacimiento europeo, sobre todo italiano, graban en medallas sus efigies y sus hazañas, sus pensamientos y símbolos. De uno de nuestros Mendozas más plenamente humanista, don Iñigo López de Mendoza, hijo del marqués de Santillana de igual nombre, es la que comento. Este don Iñigo fue primer Conde de Tendilla, y de su valía política e intelectual alcanzó el grado de embajador en Italia en ocasión componedora de las rencillas entre don Ferrante I de Nápoles, y el Papa Inocencio VIII. Tal éxito alcanzó en su empresa, que el Pontífice le regaló el famoso «estoque de honor» que hoy luce en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, y los nobles humanistas italianos le hicieron el obsequio de diversas monedas acuñadas en su honor. Queda una de ellas en la colección de don Manuel Gómez Moreno, en la que se ve, en el anverso, el rostro del Conde de Tendilla, rodeado de su nombre: «Enegvs Lop(ez) de Mendoza Comes», y en el reverso, la frase «Fvndatori. Qvietis. et. Pacis. Italice. Anno. MCCCCI‑XXXVI», en reconocimiento a su labor pacificadora (III). El Marqués de Mondéjar describe (IV) otra medalla de mayor tamaño que en aquella ocasión se acuñó también en Italia en honor del «gran Tendilla». En el anverso, aparecía el conde a caballo, armado. En el reverso, a pie, en traje civil, y descubierto, con esta leyenda «Enecvs Lopez de Mendoza, comes Tendilliae regis et reginae Hispaniae capitancus et consiliarius, fundator Italiae, pacis et honoris. Dominus prosperet».

De tan interesante y amplio mundo cual es el de la medallística, quedan aún muchas cosas que decir en el ámbito de Guadalajara. Sea ésta la primera palabra que en su apoyo y aliento se brinde.

(I) Las reproduce Pareja Serrada, A., en «Guadalajara y su partido», 1915, pág. 117.

(II) Las reproduce Pareja Serrada, A., en «La Razón de un Centenario», 1911, pág. 225.

(III) La describe y reproduce Tormo y Monzó, Elías, «El Brote del Renacimiento en los Monumentos españoles y los Mendozas del siglo XV», en el «Boletín de la Soc. Esp. de Exe.», 1918.

(IV) Ibáñez de Segovia, Gaspar, «Historia de la Casa de Mondéjar», Academia de la Historia, sección Manuscritos (Ms, 9/183­5)

La Romería al Alto Rey

 

Para el estudioso del costum­brismo en, nuestra provincia, para los que aprecian la expresión genuina del pueblo, para todos aquéllos, en fin, que, sienten, una curiosidad por conocer y aún vivir las tradiciones latientes de nuestra tierra, mañana domingo es día señalado, y jornada mayor. Porque en lo más alto de las pe ladas y valientes montañas de la serranía del Ocejón, allí donde la roca  clara y el tomillar humilde     toman el nombre del Alto Rey, y en ondulado, sosiego alcanza el horizonte los mil ochocientos metros de altura, se celebrará una de las romerías más sonadas y multitudinarias de la provincia de Guadalajara., Romería que con el paso de los años, y por, ciertos     condicionamientos geográficos, ha ido perdiendo mucho de su primitiva y auténtica fuerza. Un paso más, su estudio, para quien se anime a llevar adelante ese nutrido catálogo de las fiestas populares, de la provincia, que la semana pasada en estas mismas pági­nas, pedía y proponía nuestro buen amigo Cardero Prieto.

La romería del Alto Rey requiere, de todos modos, una cierta preparación para enfrentarse con ella. Porqué no sólo es de interés el traje típico que algún mozo viejo ostente; la comitiva de autoridades de algunos de los pueblos que acuden; los cantos o leyendas que otro grupo, recita. La preparación los días antes, las intenciones que alguien lleve de reconciliación con otras personas, el simple afán de subir un monte ‑llevando un pesado banderón como prueba de hombría, la esperanza de ver alguna moza sobada en secreto, y, en fin, ese respeto por la montaña, que se une al nombre fuerte del Santo Rey de la Majestad, es lo que en definitiva va a dar la comprensión de lo auténticamente folklórico, en cuanto vivo y creador de, un latido social, en esta romería.

El lugar es de una sorprendente belleza. La montaña es de suaves formas, como en general todas las de nuestra serranía, aunque en las proximidades de la cima tiene algunos bruscos resaltes de la entraña rocosa, que le dan un aspecto de cabezar orgulloso, de apariencia maternal y autoritaria a un tiempo. Alargada, y estrecha, con eje de poniente a levante, la montaña tiene, vista de una «montaña sagrada». Cubierta a menudo de densas nieblas, batida de fortísimas tempestades de nieve, todos los habitantes de la zona saben de lo peligroso que es el Alto Rey, cuando la naturaleza se desata sobre él. Son características de difícil enunciado, pero creo que de muy fácil comprensión con sólo situarse ante el monte, ascenderle, sufrir alguna que otra vez la garra del viento o la tormenta en el empeño. Entonces se comprende que, especialmente para el hombre primitivo, de creencias religiosas simples, ligadas en sus orígenes a las fuerzas de la naturaleza, se viera a la montaña como algo con vida propia, cargado de fuerza y poder, homogéneo en su estructura y muy definido en sus intenciones hacia los hombres. El que, tras la cristianización del territorio, fuera dedicada la ermita de su cumbre a esa pomposa advocación del Santo Rey de la Majestad no es ningún capricho. Es algo perfectamente comprensible.

La romería, en tiempos pasados, era un día grande para miles de gentes. Subían siete pueblos completos, con las autoridades al frente. Eran los que aún hoy constituyen la «Sociedad del Alto Rey», que no es sino una «hermandad inter local» con advocación común, reunidos ahora, para el pago de pequeñas cantidades que mantengan la ermita y el gasto de la fiesta. Son éstos, por orden, alfabético: Albendiego, Aldeanueva de Atienza, Bustares, Gascueña, EL Ordial, Las Navas de Jadraque y Prádena de Atienza, situados, como se ve, en ambas vertientes del monte. De cada uno de ellos subían el Ayuntamiento, el sacerdote, y a su frente al­«crucero» con la cruz parroquial, y los mozos con la «banda» o pendón parroquial, larguísimo y pesado palo con una bandera al extremo, generalmente de seda, que hacía desnivelarse a quien lo llevaba. Cualquier racha de viento podía tirar al “abanderado” al suelo. El resto de la gente del pueblo seguía a esta presidencia, a pie o montados en caballerías.

La multitud en lo alto se repartía por las praderas que rodean a la ermita clavada en el pico. Subía, por supuesto, mucha gente­ de los pueblos comarcanos: los de Ujados, los de Condemios, los galvitos, también valverdanos y atencinos, gentes de Cantalojas, de Arroyo de Fraguas, de La Huerce y hasta de Cogolludo. Arriba se bailaba la jota, y algunos jóvenes, ataviados con faja y pantalones típicos, interpretaban ente el Cristo unas danzas con palotes. Comida familiar, camaradería de unos pueblos con otros, y otra vez, todos a casa.

Las condiciones geográficas, como digo, han hecho variar en algunos detalles el rito romero. La estación militar instalada en él extremo occidental del monte en la loma de Aldeanueva que llaman supone la existencia de una carretera magníficamente asfaltada que lleva a los automóviles, camiones y autobuses hasta  muy cerca de la cumbre. Esto hace que ya nadie utilice caballerías para la subida. La mayoría van en coche propio, otros se, apuntan al autobús que sale de Bustares y algunos, los más jóvenes, trepan por la trocha o se agarran al tomillo. Arriba suena la música, de alguna guitarra, y las, del tocadiscos y cajitas de pilas. Quizá todavía algún anciano cuente, a los que con él compartan la tortilla, el chorizo o el conejo, la leyenda de  cómo una madre que tenía tres hijos revoltosos y pendencieros, decidió convertirles en montes para que, aún viéndose de continuo no pudieran llegarse nunca más a las manos; y así salieron el Moncayo, el Ocejón y el Alto Rey. O les describa aquella imagen gótica, policromada y bellísima, que en  la  hornacina de la puerta de la ermita de Santa, Colomba, en Albendiego todos admiraban y respetaban, hasta que no ha muchos años, alguien decidió, al verla tan fácil presa, llevársela para siempre a algún anticuario

Será, en definitiva, una jornada donde el espíritu de las gentes serranas de Guadalajara, se ponga una vez más de manifiesto en esa nobleza, en esa alegría, en esas formas de sincera convivencia que gastan a diario. La misa será, un lazo de unión religioso, y los cantos, las comidas, las anécdotas luego, los comentarios de todo tipo, pondrían de manifiesto la viveza y la fuerza, que posee el costumbrismo de la tierra de Guadalajara, encarnado aún en sus habitantes.