Tartanedo: Casas, cosas y gentes

sábado, 3 abril 1976 1 Por Herrera Casado

 

Tartanedo es uno de esos pueblos que tiene el Señorío de Molina en el que se agolpan todos los puntos de interés que de común tienen los nú­cleos urbanos de esta alta tierra: una riqueza en los campos, una nobleza y entusiasmo peculiares en sus habitantes, un fondo de titá­nica fuerza y de melancolía en su aspecto y en la memoria de sus cosas… bañados por cualquier viento frío que sople por sus páramos, llegamos a Tartanedo una tarde del invierno, a sabiendas de que no será suficiente el tiempo para ver cuanto de interés encierra, pero sí dispuestos a ver casas, cosas y gentes; a saber de antiguas figuras y de futuras esperanzas. Más fácil es aún la visita cuando nos salen al paso esos hombres de corazón grande y simpatía infinita que son Teodoro, Moisés, Alejandro Moreno, el cordial cicerone que se las sabe todas…

Viniendo de Molina, lo primero que se encuentra uno es el paseo o ala­meda en el que los árboles se apiñan uno junto al otro, en raro aspecto de bosques en núcleo urbano, cosa que, por desgracia, se ve ya cada día menos. Una ermita humilde y un «crucero»,  una atalaya de piedras grises y cubiertas de musgo, sobre las que un hito gótico remata en cuádruple escudo con los símbolos de la Pasión de Cristo, y aún más arriba, una cruz de hierro. Al final del camino se ve el caserío, la torre de la iglesia, una fuente grande… y el aspecto se queda grabado en retinas y endocardios con una fuerza intensa.

Casas y cosas. Y gentes. De las casas que tiene Tartanedo hay varias que destacan por su interés. Algunas tienen grandes portones adovelados, herederas del Medievo. Otras cubren sus ventanas con magníficas rejas labradas a golpe de martillo sobre el yunque con hierro de Setiles. En va­rias se cimbrean las piedras talladas de los escudos nobiliarios. Y, al fin, aparece esa maravilla de arquitectura que es la casona noble del obispo Utrera, ejemplo magnífico de la vida aldeana en el siglo XVIII, reflejo fiel de una época y una sociedad de aspecto sobrio y sorprendente. Se encuentra este palacio en la costanilla de San Bartolomé, aislado de las otras construcciones, y en un estado de conservación magnífico, utilizado en parte como «Alojamiento rural» con todas las comodidades. El mérito de este palacio aldeano radica en su fuerza; en que nada ha cambiado en él, interior y exteriormente, desde que hace dos siglos se levantó. Su carácter de casona de familia hidalga le da un empaque pecu­liar, y su color dorado, su estructura, su serena presencia, confiere aI pue­blo todo algo de su potente personalidad. Tiene en su fachada principal tres niveles. En el inferior se abre el portón arquitrabado con dintel y jambas de sillar almohadillado. A sus lados, ventanas con magníficas rejas, y en las maderas luciendo los clavos y herrajes que su constructor les puso el primer día. En el segundo nivel resalta el gran balcón, también de sillar en almohadillado modo combinado, y un par de ventanas escoltándole. Arriba, un escudo nobiliario de la familia propietaria y dos ventanillas que se corresponden con un camaranchón al interior. La mampostería noble de sus muros, el sillar bien tallado de las esqui­nas, y el eco de las pisadas de la calle transportan al admirado viajero a otro mundo diferente. En el interior, todavía, los suelos de rojo baldosín, los techos de vigas descubiertas, la gran escalera noble… un conjunto, en suma, de interés marcado que ha sido muy bien conservado.

De su historia se sabe poco. Aunque el escudo que preside la oronda fachada pertenece a un noble hidalgo (don Pedro de Utrera, su construc­tor a comienzos del siglo dieciocho), la tradición popular asegura que esta casa fue levantada por un obispo, por don Francisco Javier Utrera, natural de Tartanedo en el siglo XVIII, estudiante primero en el Colegio de la Santa Cruz de Valladolid, doctor luego en las catedrales de Segovia y Sevilla, de cuyo arzobispado fue gobernador, y más tarde obispo de Cá­diz e incluso capellán mayor de la Real Armada. Dicen las viejas consejas que, siendo aún muy joven, sus padres le dijeron, cuando él pidió irse a estudiar lejos: «O vienes obispo, o no aparezcas por aquí».  Y cuando vol­vió, ya con la dignidad episcopal, levantó esta casa de perenne recuerdo. La casona o el palacio del obispo Utrera, que entra de lleno en la nómina de lo más hondamente querido del Señorío molinés.

Seguimos ahora nuestra visita por la iglesia parroquial de Tartanedo, que está dedicada a San Bartolomé, patrón del pue­blo. El edificio religioso es majestuoso y noble. Aunque toda su fábrica está construida en el siglo XVI o XVII, aún queda un retazo de su primitiva estampa. Quizás lo mejor de todo: la portada. Es un buen ejemplar de estilo románico puro, del siglo XII o XIII. Amplios arcos semicirculares escoltan este portón, con arquivoltas lisas, y un dintel de «dientes de león» muy típico del estilo. Se ven también cuatro capiteles, alguno de ellos ya destrozado, y otro muy interesante que representa un monstruo de los que tanto gustaban poner en la Edad Media. Al interior del templo queda aún otro recuerdo de la época románica. Se trata de la pila bautismal, contemporánea de la por­tada, y con una buena cenefa de talla ornamental.

No parará ahí la búsqueda, y el hallazgo feliz, del viajero enamorado del arte. Pida que le suban a la torre. Lo hará por una escalera de caracol en la que un hueco central nos deja asombrados al ver que cada peldaño se incrusta horizontalmente en el muro, sin tener sustentación central de ningún tipo. Un remedo del «caracol de Alustante»,  famoso en toda la comarca, pero sin tener que envidiarle en nada. Arriba están las campanas, y el aire molinés desbaratando el pelo. Un tono rubio, una honda paz sale del pueblo hacia lo alto. Se da por bien aprovechada la subida.

En la nave y crucero de la iglesia hay materia abundante del arte an­tiguo. No podríamos reseñar cuanto de interés vamos viendo. Sin minu­ciosidad, quizás dejándonos lo mejor, anotamos algunas cosas: un bellí­simo retablo renacentista, dedicado a San Juan Bautista, con figura donan­te y escudos pintados. Una capilla, la de los Montesoro, también con es­cudos nobiliarios por paredes y techos. Otros altares manieristas, uno de ellos, en el brazo del evangelio del crucero, enorme y bien nutrido de tallas y pinturas. Un gran predicatorio barroco. Otro cuadro inmensamente gran­de, copia de un grabado de Rubens, y pintado por Guillermo del Rincón a finales del siglo XVII. Y el retablo mayor, barroco, con tallas muy buenas. Bajo la principal, la imagen de San Bartolomé, se lee: «Este Santo se hizo a Deboción de don Bartholomé Munguía, ciru­jano de Cámara del Rey Fernando VI, natural de esta parroquia».  Sale así el nombre, y el recuerdo, de un cirujano al servicio real, que era natural de Tartanedo.

Pero hemos de seguir viendo cosas: el tiempo apremia y aún quedan bastantes objetos de admiración. No podemos irnos sin ver la ermita de San Sebastián. Un edificio verdaderamente singular. En Tartanedo corre la fama de ser muy antiguo; más antiguo aún que la iglesia. De gruesa mampostería con sillares en esquinas y dovelas, pequeñas ventanas de ce­rramiento gótico, revelan una edificación del siglo XIII o XIV. Refor­mada con posterioridad, naturalmente. Su interior es muy amplio; es enorme. Gran artesonado de sencilla traza. Coro alto a los pies. Un pilón de bautismo, pequeño y muy viejo. Y tres altarcillos curiosos, sobre todo el central. Es obra del siglo XVI, aunque las tablas, en las que se ve a San Roque, a San Agustín y a San Jerónimo, apenas se vislumbran bajo gruesa capa de polvo y suciedad.

Seguimos deambulando por Tartanedo. De una casa nos sacan un auténtico tesoro, sobre todo en el sentido espiritual de la palabra. Son los «Santos Misterios», como aquí los llaman. Un cofre de cuero repujado en­cierra un recipiente de plata sobredorada en forma de bala, grande. Dentro hay un paño y un papel escrito. El paño es de textura recia, muy viejo. En su centro hay varias manchas circulares, pequeñas, pálidamente rojizas. En el papel se explica la historia de todo aquello. Se cuenta que a comienzos del siglo XVIII, cuando las tropas del archiduque austríaco andaban por Es­paña haciendo de las suyas, alguien de Tartanedo guardó las Sagradas For­mas en un paño, para salvarlas de una profanación segura. Fue alcanzado el personaje por los extranjeros, que le maltrataron. Las hostias que guar­daba el paño sangraron, y por más que quisieron lavarlo luego nunca se ha ido el color del paño. Aparte de que nuestros ojos lo han visto directa­mente, es cosa que cuentan algunos historiadores veraces de la contienda de Sucesión.

Aún hay más, sí. Hay una magnífica fuente a la salida del pueblo, de­trás de la iglesia. Una fuente recia y severa, de firme sillar construida, en cuya frente se ven grabadas, con limpias letras romanas, algunas frases en latín que mandó poner un hijo ilustre del pueblo, que fue su constructor. Dice así, entre otras cosas: «Emmanuel Vicencius Martínez Ximénez, Ce saraugustanus Archiepiscopus, cuius Natale solum Tartanedo Structo Fon­te publicae utilitatis consultum… An. Dom. MDCCCXVI».  Efectivamente, aquí en Tartanedo nació uno de los más ilustres arzobispos que tuvo la sede de Zaragoza: don Manuel Vicente Martínez Ximénez. Estudió en Sigüenza, en el Colegio y Universidad de San Antonio de Portaceli, donde llegó a ser catedrático de Filosofía y Teología. Ascendió luego a canónigo penitenciario en Murcia; después, a obispo en Astorga. En 1813, momento difícil para la Patria, fue diputado en las Cortes Generales de Cádiz. Vuelto Fernando VII al poder, le hizo arzobispo de Granada en 1814, y al año siguiente pasó a Zaragoza. De su casona aún queda la gruesa presencia de muros y balcones. Nos la mostró un heredero suyo, aún paga a la igle­sia las mandas y obras pías que dejó instituidas en Tartanedo este hombre sabio y preeminente.