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marzo, 1976:

Garciasol, poeta nuestro

 

Tengo entre las manos un libro único, sin par; un libró de poemas que escribió, hace ya algunos años, un hombre nacido en nuestra tierra. Un hombre que ha puesto, en el lento y magnífico caminar de la literatura castellana, a lo largo de los siglos su voz pura y honda, su rasgo singularísimo, que le acrece en la nómina de los poetas guadalajareños como uno de sus más altos y significativos nombres. Oscurecido, durante muchos años, en este solar de  su nacimiento: haciendo de profeta en una tierra que no es la suya. Publicando libros y levantando un nombre que pertenece ya a la más exigente línea de purezas y calidades.

Miguel Alonso Calvo nació en Guadalajara, el 29 de septiembre de 1913. Su nombre conocido en este imperio de las letras, en esté camino de los sentimientos y las humanidades, es otro: Ramón de Garciasol. Aquí estudió el Bachillerato, y en la Universidad de Madrid se licenció en Derecho. Después, fue su producción literaria. Sí muy importante su vertiente poética, de la que aquí tratamos, no lo es menos la de prosista, en la que ha dejado obras de gran valía en el campo de la crítica literaria y del ensayo. Recordamos aún la lectura, hace ya años, de su magnífico estudio sobre Cervantes, uno de los más serios y profundos sobre el terna: «Claves de España: Cervantes y el Quijote».

Más de diez libros de poesía, ha publicado Garciasol. Este de entre las manos ahora sacado le denomina «Apelación al, tiempo». Son varias las facetas que en él, igual que en su obra toda, afloran con, fuerza ante la sensibilidad del lector. La seriedad de su vida se trasluce en sus palabras, en su obra. La patética concreción de temas y formas acrisola a este poeta y, le muestra en la nómina de los hondísimos decidores del idioma. De aquellos que luchan, a brazo partido, de modo quizás tan vehemente como lúcido, con el idioma, para sacarle su secreto, para modelar con su barro de palabras la única, verdad que merece ser tratada: la vida del hom­bre y su destino.

En «Apelación al tiempo», son varios los temas tratados. Vemos como más importantes la preocupación por la muerte, por la justificación del existir. Aún dentro de un ateísmo desprovisto de luces y paternalismo, Garciasol cree que la vida humana, por el sufrimiento que arrastra, y aun por su valor en sí misma, no acaba nunca.  Ese permanecer en las obras, en los recuerdos; el valor indudable de haber vivido.

Otros temas angustiosos, acongojantes, se tratan en las páginas de este libro. La irrenunciabilidad de la realidad, el temor del amor, los recuerdos, la muerte que revena. Y aún otros temas de profunda vena situados en otros tantos paisajes y entornos españoles, tierra donde cualquier serio sentimiento tiene su natural marco.

Decasílabos predominan técnicamente. Riqueza soberbia en el léxico, creación de palabras nuevas, utilización de otras extrañas, bellísimas, justamente colocadas siempre. «Atroz desgarradura», «alharaquienta verborrea», «turbión de llanto huracanado». Señor del idioma, Garciasol le crece y perfecciona con su trato maestro. La lengua castellana la hacen los poetas como este alcarreño.

Los recuerdos de la infancia emergen a menudo. Y así salta entre las líneas el nombre, la figura de Guadalajara, de su tierra toda. «Yo nací en el otoño, con los frutos, las lluvias de septiembre, en la Castilla paniega del Henares, entre grises mediantines, en flor de artesanía». Y en esta Alcarria querida ve el contrapunto de muchas anímicas y humanas tormentas. Ese poema que dedica al «hombre de Hueva», vencido viejo en el que vislumbra a su abuelo aldeano, y en ellos canta al humano campesino, que dio toda la vida por un poco de leña ardiendo ante las rodillas flacas. Va recordando días de Guadalajara en él, «el aire, el cielo azul con alcotanes, y nubes esponjosas, recién hechas sobre los montecillos de espliego, con blancura de yeso sonrosado, con jaras secas, rubios colmenares…» y al fin le cae el llanto, sin remedio: «Todo me lo tapaba ese haz de leña gris, que hizo gris este paisaje, tan entrañable tierra de mi tierra, con zureo de tiempo colmenero, con un decir de muertos y de pámpanos»

Ramón de Garciasol lleva su tierra de Guadalajara en la mano que escribe, en el ojo que, sobre su cara no ve (es ciego) pero el alma se extasía de recuerdos. Lleva la gente nuestra, los nombres de los pueblos, la vena cálida y humana de la Alcarria siempre soterrada y siempre fluyendo en su poesía. Un gran poeta provincia] al que hasta ahora, quizás por desconocimiento, no se le ha hecho demasiado caso. Hora es de enviarle nuestro saludo, de saber de él en su dimensión más plena, de escucharle, quizás, en alguno de esos recítales que de vez en cuando por aquí se organizan para que mane la poesía verdadera.

Proceso inquisitorial del padre Sigüenza

 

Con este título, acaba de aparecer un magnífico libro de investigación y divulgación acerca de una de las más importantes figuras del Renacimiento español. Libro que, al mismo tiempo, es capital para los estudios de alcarrñofilia, pues definitivamente y de una manera clara y contundente, asigna patria al ilustre monje jerónimo; patria que, en confirmación de las fundadas sospechas que siempre se tuvieron ha resultado ser la ciudad de Sigüenza

El autor de la obra es el profesor don Gregorio de Andrés, de la Universidad Autónoma de Madrid, y la edición, en cuarto mayor, con 308 páginas, 7 grabados y abundantes índices ha sido asumida por la benemérita «Fundación Universitaria Española», que ha incluido el libro en su colección de «Documentos históricos».

Publica el autor de un modo completo el proceso que el Santo Oficio de la Inquisición formó al padre jerónimo fray José de Sigüenza en 1.592. Y lo precede de un amplio y profundo estudio del tema y de sus antecedentes Revisa el autor cuantos estudios y biografías se han hecho sobre la figura de este sabio: desde el padre Santiago, en sus “Memorias sepulcrales” pasando por el padre los Santos, continuador de la obra de Sigüenza en su «Cuarta parte de la historia de la Orden de San Gerónimo», hasta los más modernos estudios de Zarco, Villalba, Pastor y Catalina García. De este último, paisano nuestro y cronista provincial de Guadalajara a comienzos de este siglo, es una magnífica revisión de la biografía, del monje, leída en 1897 en la Real Academia de la Historia y publicada nueve años después. No menciona el autor el estudio que D. Juan José Asenjo Pelegrina ha realizado en 1974, acerca de la vida y obra de fray José de Sigüenza, estudio con el que consiguió el primer premio de investigación «Alvar Fáñez de Minaya» de la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, ya que no ha llegado, desgraciadamente, a ser publicado, permaneciendo aún inédito.

De todos modos, los resultados de las investigaciones de estos Historiadores no llegaron nunca a ser completas, por desconocer, aún suponiéndolo, la existencia del proceso inquisitorial del fraile jerónimo, en el que era lógica encontrar abundantes y preciosos datos biográficos. Sabido es el máximo secreto con que el Santo Oficio llevaba su proceso, obligando severamente a guardar silencio a todos sus protagonistas. Se archivaban en Toledo los legajos de cada tema, y allí hubieran pertenecido hondamente sepultados si no los hubieran hecho moverse los variados acontecimientos políticos de nuestro siglo XIX. En 1834 se suprimió definitivamente el Tribunal de la Inquisición y todos sus archivos fueron puestos a la venta. Hasta 1846 o 1847 no se vendió el proceso del padre Sigüenza. Lo adquirió en Madrid un judío alemán, Gotthold Heine, quien lo llevó a Alemania junto con abundante documentación, pasando a su muerte a la biblioteca de la Universidad de Halle, en la República Democrática alemana, desde luego se conserva y ha podido estudiarlo, mediante microfilm, el autor de la obra que hoy comentamos.

No ha sido, de todos modos, un descubrimiento. Henri Charles Lea, a comienzos del siglo, preparando su célebre «A history of the Inqusition of Spain» halló en Halle este proceso, y lo publicó, muy resumido, en el tomo cuatro de sus obras. En el año 1907. Sus noticias han ido pasando de unos a otros autores, fundamentalmente extranjeros. Marcel Bataillon, en «Erasmo y España», lo utiliza y Ben Rekkers, en su magnífico estudio acerca de «Arias Montano», publica también el resumen del proceso del padre Sigüenza. El obstinado desconocimiento de los españoles acerca de lo que los extranjeros dicen de nosotros, supuso que durante 70 años hayamos estado elucubrando acerca de unos datos que ingleses, franceses, alemanes y holandeses ya conocían.

Efectivamente, fray José de Sigüenza nació en la Ciudad Mitrada, en el año de 1544. Declara por escrito en su «Genealogía» que sus padres eran Asensio Martínez, natural de Sigüenza, clérigo sochantre que fue en la catedral de Sigüenza, y Francisca de Espinosa, natural de Espinosa de los Monteros. Cuando hace esta declaración, en 1592, ambos eran ya difuntos. Con el nombre de José de Espinosa se le reconoció al fraile en sus años mozos, hasta ingresar en la Orden, en la que era costumbre tomar por apellido la ciudad de nacimiento. Los abuelos y tías por parte del padre, eran naturales y vivían en el señorío de Molina, en los lugares de Aragoncillo y Villar de Cobeta. De la familia de su madre no conoce nada pues todos eran burgaleses.

No fue hijo único. Su madre estuvo casado con un tal Franca, del que tuvo dos hijos: Juan de Franca, que llegó a capitán de Flandes, y Pedro de Franca, clérigo en Sigüenza. Ya viuda tuvo dos hijos con otro hombre del que fray José desconoce el nombre. Estos hermanastros se llamaban Isabel Fernández, que casó con el seguntino Cosme de Villaverde, y Librada Hernández, que casó en el pueblo de El Sotillo. Finalmente, fray José tuvo una hermana de padre y madre, que se llamó Matea de Espinosa, y que casó en Sigüenza con Jerónimo de Franco, joyero. Esta es la curiosa familia que declara el fraile, y que no ha de extrañar la mantuviera en celoso secreto, pues sus orígenes eran poco nobles, al menos para los miramientos de la época.

También explica fray José de Sigüenza, en su «Genealogía», sus primeros pasos en la vida y los estudios. Hasta los 18 años, viviendo en Sigüenza, se ocupó en aprender a leer, a escribir, a estudiar gramática, y a cantar. Su padre, siendo clérigo sochantre de la catedral, se ocuparía de esta enseñanza, aunque él mismo nos dice que la gramática la aprendió de los maestros Torrijos y Velasco, y el canto el maestro Chacón. En 1561 comenzó: en la Universidad de Sigüenza los estudios de arte, aprendiendo lógica del catedrático Fernando de Rueda, y en el curso siguiente cursando la filosofía con Juan de San Clemente, obteniendo el grado de bachiller en artes por la Universidad de Sigüenza el 29 de septiembre de 1563. Entonces coloca él la aventura de querer embarcarse en Valencia para acudir con la flota española en socorro de la isla de Malta, asediada por los turcos. Ocurrió el hecho en 1565 y fray José no pudo llegar a participar en la empresa por haber llegado tarde al puerto. Volvió a Sigüenza, con la vocación marinera y guerrera frustrada y decidió seguir estudiando en la Universidad. El declara haber cursado teología entre 1563 y 1566 bajo las lecciones de los doctores Bartolomé de Torres y Fernando Vellosillo, y parece que no llegó a licenciarse. Fue entonces cuando marchó al monasterio del Parral, en Segovia, donde tomó el hábito de jerónimo en junio de 1566. Allí permaneció cinco años de noviciado yendo luego a continuar estudios de artes y teología en la abadía de Santa María de Párraces, de donde salió en 1575 a poblar el monasterio de El Escorial, entroncando ya con su biografía conocida.

Es, en definitiva, un interesante estudio que, a la par de dar abundante luz en los procedimientos inquisitoriales y las rencillas internas del monasterio escurialense, esclarece de manera definitiva el origen de este sabio humanista y gran historiador que fue fray de Sigüenza, honra de la Ciudad Mitrada, que ya está debiendo a su figura el homenaje y el recuerdo más encendido.

Pelegrina y su retablo

 

Entre todos los visitantes, esporádicos o fieles, que Sigüenza cada año cuenta en sus páginas, el nombre de Pelegrina suena y rebrina como pidiendo, sonriente, un breve tránsito hacia su rincón preciso. No sólo el nombre, sino la imagen y el murmullo de Pelegrina, quisiera este cronista que se quedaran prendidos de cuantos llegan a esta tierra alta, adusta y rebosante de sugerencias. En el curso, hondo y salvaje, del río Dulce, se destaca en su orilla este alzado pueblecillo. Recostado en un cerrete rocoso, a un lado el foso oscuro del río, al otro el valle feraz y escueto del que vive. En el remate de todo ello, el castillo, la fortaleza que fue durante varios siglos propiedad ‘de los obispos seguntinos, que tenían al pueblo como finca de recreo y lugar de retiro veraniego.

No para ahí, en ese paisaje increíble, en ese aspecto pintoresco del caserío, nuestra atención ahora. Se va derecha a la iglesia parroquial, al minúsculo templo que ha visto también el sosegado discurrir  de los siglos, y ha pintado sus muros del dorado tono de los otoños magníficos de esta tierra. Una espadaña triangular y un ábside minúsculo denotan su antiquísimo origen románico. Su puerta incluso, es del siglo XII cuando la reconquista a los moros de toda la zona. En el tímpano se Puso el gran escudo episcopal de don Fadrique de Portugal, quien mandó realizar importantes reformas en el edificio: por de pronto, eliminó el antiguo pórtico o atrio, y mandó poner el actual, obra humilde del siglo XVI, con ciertos visos de clasicismo en columnas y capiteles. En el interior, sencillo también, como todo el conjunto, nos sorprende la última obra de arte que este obispo dispuso, y que hasta muchos años después de su fallecimiento no se llevó a cabo. Se trata del gran retablo mayor, en estilo plateresco construido, de hacia 1570, en una mezcla de pintura y escultura que le confieren un agradable aspecto, al que nada han restado los años pasados por él, ni las olvidanzas de antiguas épocas. Sólo algunas estatuillas han desaparecido, en tarea de guerras y anticuarios, que empañan ligeramente la pureza del conjunto. De todos modos, este retablo de Pelegrina es un ejemplo más de ese momento tan fructífero de la segunda mitad del siglo XVI, en que la catedral de Sigüenza dispensa, por manos de sus artistas, un cúmulo de trazos y genialidades que llegan a plasmarse en retablillos platerescos tan magníficos y sorprendentes corno los que, por citar algunos, aún nos sorprenden en Santamera, Bujarrabal, Riba de Saclices y este mismo de Pelegrina.

Si no queda documentación concreta de esta obra, sí que podemos, incluso con grandes visos de certeza, suponer quienes fueran sus autores, y centrar la fecha de su construcción. Ello es posible gracias a que el retablo de Pelegrina repite con fidelidad el modelo del que en la iglesia soriana de Caltójar cubre el fondo de su presbiterio. Ordenación de temas, especialmente los escultóricos, e incluso tratamiento de los detalles ornamentales, hacen coincidir a los autores. Que en el caso de este pueblo soriano, antiguamente perteneciente, a la diócesis de Sigüenza, fueron Martín de Vandoma como tallista y Diego Martínez como pintor, en el año de 1576. Para la obra de pintura no es posible aseverar nada en concreto, pues aunque el estilo de ambos conjuntos es similar, los temas son muy distintos. Mientras en el retablo de Caltójar aparecen diversas escenas «la vida de María, de Cristo, de santos fundadores, mártires, etc., este de Pelegrina todo está perfectamente organizado y establecido, conforme al ordenamien­to iconográfico que Martín de Vandoma imprime a las obras que diseña. Aparecen dos cuerpos de pinturas llevando el inferior cuatro escenas de la vida de la Virgen: la Natividad de María, la Anunciación, el Nacimiento de Cristo, y la Epifanía, mientras que el superior muestra otras tantas de la Pasión de Jesús; la Oración en el Huerto, el juicio de Pilatos, la Flagelación, y el camino del Calvario con la escena de la Verónica. Rematan el retablo tres composiciones pictóricas en las que aparecen los cuatro Padres de, la Iglesia. Todas las pinturas son excelentes, están generalmente muy bien conservadas y podemos, como digo, atribuirlas a Diego Martínez.

La parte escultórica corresponde a Vandoma indudablemente. Como predela del altar vemos, en hondos nichos avenerados, a los cuatro evangelistas acompañados de sus correspondientes figuras simbólicas. El entronque con Caltójar es total. Pero aún se refuerza, y se aumenta esta paridad, al considerar los paños de separación de las calles, los de los extremos del retablo, los frisos y los fustes de las columnas, en ellos se ve ese denso mundo del grutesco que el artista seguntino llega a dominar al fin de su vida, poniendo incluso retazos del espíritu manierista que en Italia ya ha triunfado. Junto a los angelillos, los triunfos militares, los faunos y los atlantes, vemos aparecer alguna figura mitológica bien diferenciada: Cupido con su arco y su carcaj de flechas es un claro ejemplo. Es lástima que las dos composiciones escultóricas de las hornacinas centrales del retablo, nos hayan llegado tan deterioradas. Sobre el sagrario aparece la titularidad de la parroquia, la’ Santísima Trinidad de la que sólo queda la figura del Padre, representado como un venerable anciano, sentado, al que le falta la compañía del Hijo, y que mira como la paloma del Espíritu Santo anda ya caída en el suelo de la re pisa. En la hornacina superior quedan los restos de lo que fue grupo tallado de Santa Ana y la, Virgen niña. De muchas otras imágenes de santos y santas que, en tamaño reducido, y exentas flotaban por diversos lugares del retablo, sólo quedan cuatro ejemplos, de calidad, habiéndose perdido el resto. Aún los angelillos músicos ríen en las enjutas del arco central.

De este retablo de Pelegrina, del que hasta ahora nada se había dicho, ponemos juntamente su imagen en que el aire rural abriga, en los detalles, esa elegancia y ese vivo resplandor de lo minuciosa y amorosamente trabajado. Para que sea, también por vosotros, dulce y cariñosamente, visto y recordado.