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febrero, 1976:

Nueva página para la historia

 

De la pletórica y culta veta de la familia Mendoza, cuya más alta representación en la tierra alcarreña fueron los duques del Infantado, aún no ha cesado de brotar la gracia poética y el alto cultivo del intelecto. Heredera de aquel marqués de Santillana, de don Iñigo el cuarto duque, de los Tendillos cronistas, y en la sangre un río de influencias que van del cardenal don Pedro al tridentino apóstol, se levanta hoy la pluma elegante y erudita de sor Cristina de la Cruz de Arteaga y Falguera, hermana del actual duque del Infantado, y pieza fundamental en el renovado vivir de las comunidades jerónimas en España.

No quiero recordar hoy sus poesías, sus múltiples trabajos de historia mendocina, que a su tiempo recordaré. Viene, hoy este breve número de líneas a cuento de la última obra que sor Cristina ha publicado. Magníficamente editado, con muchas fotografías, algunas a todo color, y más de 200 páginas de texto, un libro entero recoge la biografía de Beatriz Galindo, «La Latina», y de su fundación más querida, allá por los comienzos del siglo XVI de la Concepción jerónima, el convento que hizo de nudo en las ansias espirituales del más antiguo Madrid cosmopolita.

Breve, pero documentada al máximo, es la biografía de Beatriz Galindo, la joven salmantina que a los 16 años era una maestra consumada de la lengua latina, y aún se dice que, con vientecillo filosófico, dada a los comentarios aristotélicos, llegando de muy joven a ser profesor de la Reina Isabel de Castilla, e iniciando en su corte una cana competencia de cultura. «Estudia la Reina, somos agora estudiantes», comentaba al tiempo Juan de Lucena. Y aún se añade el ansia fundadora, basada en honda preocupación social, de esta mujer: el Hospital para pobres que erigió (magnífica portada gótica, hoy realquilada de un jardincillo en la Ciudad Universitaria) en la calle de Toledo; el convento de monjes franciscanos, y, en fin, el de la Concepción, para jerónimas, en el que ella misma se guardó, ya muerta, y aun muchas sucesoras de su apellido lo utilizaron de espiritual refugio.

Corre sor Cristina con palabra fácil y sólido argumento sobre los avatares del cenobio, que llegó a contar con ochenta monjas en el siglo XVII. Desde su fundación en 1.509 fue prolífico en la crianza de grandes caracteres femeninos: desfilan por las páginas de este libro los aromas de tantas devotas, de tantas esforzadas penitentes, que turba la serena apreciación de ese correr de espíritus. Remata la nómina con la figura de sor Baltasara de San Gayetano, figura señera de la mística femenil del siglo XVIII español, desconocida por completo hasta ahora.

Prosigue sor Cristina con la relación y vicisitudes de las fundaciones que la rama femenina de la orden de San Jerónimo vio nacer desde el convento madrileño: el Corpus Christi, en la misma capital, y Nuestra Señora de los Remedios, en Guadalajara, fueron quizás los más importantes.

Para nosotros, siempre interesados en el antiguo acontecer de nuestro terruño alcarreño, es verdaderamente encantador e interesante el breve capítulo que dedica la autora de este libro al convento guadalajareño. Aporta incluso un detalle inédito relacionado con su fundación, que, como de todos es sabido, corrió a cargo del hijo del cuarto duque del Infantado, el que llegó a ser obispo de Salamanca y prelado con decisiva voz en el Concilio de Trento: don Pedro González de Mendoza. Sor Cristina leyó, en un manuscrito ya desaparecido del propio convento, esta historia: caballero alcarreño, y de buena fortuna, era Sancho González de la Plazuela, allá por la mitad del siglo XVI. Cortesano fiel de esta Atenas alcarreña, viéndose sin hijos, decidió dejar su herencia, en forma de mayorazgo a los regidores del Infantado. Se alegraron de ello los interesados, y es de imaginar que comenzarían sus cábalas sobre el modo de repartírselo. Pero el buen Sancho González cambiando de opinión, salió un día con la pública idea de dejar su herencia a su hermana doña Catalina. No gustó el proyecto entre los mendocinos vástagos y se sabe que el propio duque lo tomó a mal. El caso es que pocos días después, pasando a caballo González de la ‑Plazuela junto a los muros del convento de la Piedad, una flecha disparada desde la sombra le quitó la vida. Los rumores en la ciudad fueron para todos los gustos, pero el duque don Iñigo no salió muy bien parado de los comentarios populares. La familia ducal sintió escrúpulos de tomar este mayorazgo, y al fin se pensó en aprovecharlo, para un fin benéfico. El obispo don Pedro, cuarto hijo varón del duque, se encargó de administrarlo y darle público fin, así fundó el colegio de doncellas pobres, para las que lo fueran de la sangre o servidumbre de Mendoza, con el patrocinio de Nuestra Señora de los Remedios. Y, aunque desde mucho antes estaba todo planeado, hasta 1578 no estuvo acabado el edificio, comenzando su funcionamiento.

Hoy queda de todo aquello nada más que el templo, de magnífica traza clasicista su portado, junto a la Escuela Universitaria de Magisterio. En las cornisas de sus muros, al interior, se recuerda la figura y la obra de don Pedro González, cuyos restos descansan en el centro de la nave.

Y aún nos deja sor Cristina en este interesante libro algunos nuevos datos relativos a este acontecimiento de la vida alcarreña. De la señora que vino de la Concepción Jerónima a poner monjas en la casa, trae cumplida memoria: fue doña Clemencia Ponce de León, desde 1630 hasta 30 años después, priora del convento. De su fortuna particular levantó con dignidad la casa, en la que murió.

Y, en fin, nos depara la historiadora jerónima algunos datos desconocidos acerca de las vicisitudes más recientes de su comunidad alcarreña: en 1836 fue destinado el convento para hacer el oficio del hospital, por lo que en un plazo de pocas horas hubieron de trasladarse al de monjas bernardas, en el arrabal del Alamín. Al fin, en 1859, pudo instalar se en la iglesia y casas de la plaza de San Esteban, donde, con un intervalo entre 1868 y 1877, que lo pasaron en Brihuega, han vivido hasta después de la guerra civil. Después de ella han fundido su comunidad con las jerónimas briocenses, y, todas juntas, hoy buscan lugar donde de nuevo asentar para unos cuantos siglos más.

Ha sido, pues, una mujer, la que ha trazado con decisión y sabiduría el rasgo hondo de otra vida de mujer, y de una larga aventura femenina. Ancho fruto y graneada justificación del pasado graneada justificación del pasado “Año Internacional de la Mujer” que con estos ejemplos le haríamos de buena gana perenne.

Andando por Molina

Portada de la iglesia del convento de Santa Clara en Molina de Aragón

 Nos hemos aventurado nuevamente, después de forzado y ya demasiado largo reposo, a recorrer los caminos de la provincia de Guadalajara. A ejercer ese oficio inigualable de mirar paisajes, andar callejas, medir plazas con la mirada y horizontes sin fin. Y a dar, en última instancia, razón de un pálpito que la vida, la de hoy y la de siempre, tiene en los pueblos de nuestra tierra: hecha glosa la andadura, crece el amor y se ensanchan las querencias de muchas de nuestras gentes por lo que les ha precedido.

En Molina de Aragón, una vez más, se nos fue el día en recorrer los angostos callejones, cruzar el Gallo por el puente de roja piedra, dar cuatripartita la mirada a los anchos límites de la plaza de Tres Palacios, y admirar la osadía de un edificio de diez plantas que lanza su reto modernista al castillo medieval. Páramos, por fin, ante la presencia escueta, gentil y siempre sorprendente de la iglesia románica de Santa Clara, en la que últimamente ha habido novedades de interés.

Para la mayoría de los lectores de estos Glosarios, ya es conocida la estampa, y aun la historia de este templo molinés. Es, sin duda, el más bello e interesante de cuantos guarda la ciudad: construida al pie del castillo, en el siglo XIII, por un caballero llamado Pero Gómez, en honor de Santa María, posee todos los rasgos propios del más puro estilo románico, con una esbelta portada en la que las arquivoltas, los capiteles, las me, topas y las proporciones de aire francés se hacen sentir claramente. El ábside, de alta silueta, semicircular, y bien previsto, de ornamentos, es también muy interesante. Y, al fin, el interior, muy bien conservado a lo largo de los siglos, presenta nave única, con ancho crucero apenas esbozado, y hondo ábside. La piedra arenisca, parda y huesuda, destilando olor y murmullo de otros siglos, es sillar en los muros, nervatura, en las techumbres y capitel foliado en sus conjunciones.

La historia del edificio condicionó ciertas reformas aún visibles. En el siglo XVI, algunos miembros de la molinesa estirpe dé los Malo emplearon sus dineros en preparar casa de oración para mujeres. Convento de monjas clarisas quería hacer, en 1537, don Juan Ruiz Malo, y al fin fueron sus hijos don Pedro Malo de Heredia y don Martín Malo, quienes en 1584 pudieron verlo inaugurado y en marcha. Así fue como esta parroquia se convirtió en, iglesia conventual, y los pies del templo eran ocupados por los coros alto y bajo, hoy todavía cerrados por densas celosías de ma­dera.

Otras modificaciones, de peor gusto, se fueron introduciendo a lo largo, de los siglos, alterando el carácter primitivo del templo. Algunos altares y cuadros barrocos se colocaron en sus paredes, y más recientemente un soso altarcillo moderno hizo las funciones de ara principal. La Dirección General de Bellas Artes consideró diversas peticiones hechas por personas y organismos locales v provinciales, y decidió restaurar el interior de este interesante edificio artístico. El arquitecto señor Mélida fue encargado de dirigir las obras. Hoy están ya concluidas.

Una vez más se ha de confundir el elogio con la reprobación de lo realizado. Y, aunque de escaso valor nuestra opinión, no nos resistimos a darla, por considerar de interés y trascendencia la obra de arte. Se ha conseguido homogeneizar la apariencia del templo al retirar del ábside los tres retablos que en sus paredes tenían asiento: el, mayor, raquítica pieza de principios de este siglo, y dos barrocos, también de poca monta, uno de los cuales se ha conservado en el crucero. El casi ha sido que los tres ventanales del ábside han vuelto a lucir su gracia románica, sus sencillos capiteles vegetales, su medio punto ingenuo. El cuarto de ‑esfera de la cúpula también gana en prestancia con este paso restaurador. Y, por supuesto, la magnífica talla del Cristo gótico, ahora exento y al lado del altar, gana en cuanto a realce artístico y poder devocional. Lástima que no se haya colocado en el centro del ábside, incluso pendiente de la cúpula, con lo que el grato efecto hubiera sido multiplicado. En contra de ello, se ha colocado un ostensorio sagrario sobre gradas, todo ello realizado con placas de piedra artificial blanca, que más parece escayola, de un horrible gusto. La «cosa», además de excesivamente grande, es fea y disonante en extremo del conjunto del templo. Su material, incluso, proviene de una provincia muy alejada de la nuestra, por lo que viene a ser, dicho sea con todos los respetos que merece su Santo contenido, una auténtica ridiculez.

El interés que los molineses ponen por las huellas de su pasado glorioso, y la atención de cuantos en nuestra provincia se ocupan de su patrimonio artístico, se ha visto sólo a medias recompensado. No por ello dejarán, estamos seguros, de interesarse por este monumento cuantos aprecian honda y sinceramente la piel y el espíritu de esta tierra inacabable en sorpresas.