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septiembre, 1975:

Un retrato del Obispo González de Mendoza

 

Nos hacemos eco, en este modesto trabajo, del reciente hallazgo de un cuadro que, sin gran valor artístico, encierra una cierta curiosidad con respecto a la historia de la ciudad de Guadalajara. Regalado por su fundadora al Convento de Jerónimas de Nuestra Señora de los Remedios, se mantuvo durante varios siglos en poder de esta comunidad. Con ellas fue al ser trasladadas al destartalado convento de la plaza de San Esteban, y, ya en nuestros días, cuando marcharon a Brihuega, regalaron el lienzo al heredero más directo de su fundador, el actual duque del Infantado, quien en espera de poder colocarlo en sus habitaciones particulares del palacio de su nombre, actualmente en restauración, lo ha dejado depositado al cuidado de la comunidad de religiosas carmelitas descalzas de San José, también en Guadalajara, donde lo hemos visto y fotografiado.

No saldrá pues, este cuadro de nuestra ciudad, para la que fue concebido, y mostrará todavía por mucho tiempo el recuerdo de unas figuras y una institución que hicieron más grande y henchida la historia del Renacimiento en esta orilla del Henares.

Representa el lienzo a la Virgen María en su  advocación de Nuestra Señora de la Misericordia o de los Remedios, con gran manto extendido que ángeles sostienen sobre variadas figuras que la imploran. En este caso son un hombre y tres mujeres estrechamente relacionados con la institución religiosa por la que fue pintado. No conocemos nombre del autor, ­y por fecha podemos dar cualquiera del siglo XVII, a cuya centuria indudablemente pertenece. A la derecha de la Virgen, arrodillado, orante y con su mitra en el suelo, revestido de los más lujosos ornamentos, aparece don Pedro González de Mendoza, obispo de Salamanca, fundador de la casa. A su izquierda tres mujeres, que con su ardor y, entusiasmo levantaron la institución por él fundada cuando a punto estaba de hundirse, y pusieron comunidad de monjas jerónimas en Guadalajara. Es a sus fundadoras, doña Clemencia Ponce de León, doña Teresa de Mendoza, y Bracamonte y otra linajuda compañera de piedades a las que con gran probabilidad pertenecen esas figuras oferentes. En su época, mediados del siglo XVII, sería pintado este gran lienzo, no pudiendo decirse, pues, que sea retrato auténtico el del obispo Mendoza, muerto casi un siglo antes, aunque si podemos afirmar son muy mendocinas sus facciones, con calva amplia y barba cerrada, que recuerda bastante a su tatarabuelo el gran Cardenal  de España.

Nació nuestro personaje en la ciudad de Guadalajara, hacia el fin del primer cuarto del siglo XVI. Fueron sus padres don Iñigo López de Mendoza, cuarto duque del Infantado, y doña Isabel del Aragón. Entre la numerosa prole que consiguieron estos dos nobles, fue don Pedro González uno de los más ilustres y más afamados. Tenía de quien heredar el talento, y el amor a las letras, pues su padre don Iñigo, revoltoso y comunero en sus años jóvenes, se dedicó siempre a las tareas intelectuales, incrementando  la biblioteca de su antepasado el marqués de Santillana, editando en una imprenta que hizo montar en su propio palacio el libro titulado “Memorial de cosas notables”, escrito por él mismo en 1564, y dando protección en su corte alcarreña a cuantos poetas y escritores se lo pedían.

El futuro obispo de Salamanca destinado por sus padres desde el primer momento a la profesión eclesiástica, recibió los arcedianatos de Guadalajara, Hita y Brihuega, de que disfrutaban siempre los Mendozas curas, y marchó a estudiar a Alcalá y, Salamanca junto con sus hermanos Pedro Laso y Hernando, a los que mantenía de sus propias rentas. Ya crecido e ilustrado, le fueron concedidas nuevas prebendas, que le dieron poder y riqueza: el arcedianato de Talavera, en el cabildo toledano, y las abadías de Santillana y Santander.

Joven aún, entró en la corte de Felipe II, quien le llevó consigo a Inglaterra, cuando en 1554 a desposarse con María Tudor. También, y por encargo del rey, que ya le conocía y apreciaba, se llegó hasta Roncesvalles con su padre, a recoger a la «princesa de la paz», Isabel de Valois, que llegaba a casarse, ya en tercera intentona, con el pálido rey Felipe, teniendo lugar la boda en el palacio guadalajareño, donde el duque empeñó su hacienda a costa de desplegar el lujo más inaudito que había, visto el mundo.

Ocurría esto el 31 de enero de 156o, y tres meses después el rey nombraba a. D. Pedro González de Mendoza obispo de Salamanca, con una renta anual de cuatro mil ducados. Quiso el nuevo prelado ser consagrado en su ciudad natal, y a tal fin vinieron, el 29 de septiembre de ese mismo año, los obispos de Cuenca y Sigüenza para realizar tan solemne ceremonia en la iglesia de San Miguel de Guadalajara, hoy ya desa­parecida.

Hombre recto, culto y austero renunció a todos sus anteriores cargos para ocuparse del nuevo puesto encomendado. Por Felipe II fue designado entre los prela­dos españoles que  habían de ir a Trento, para defender en su Concilio las líneas básicas Í de la Contrarreforma  Allí se distinguió don Pedro, desde 1561 a 1564, como ilustre teólogo y orador convincente, escribiendo como resumen de su actuación una obra titulada «Lo sucedido en el Concilio de Trento desde el año 1561 hasta que se acabó, por don Pedro González de Mendoza, obispo de Salamanca:. Y los pareceres que dio en las cosas que se propusieron en él, en las Congregaciones que hubo, desde que entró en Trento, que fue a 30 de noviembre de dicho año», de gran interés para la historia del Con­cilio, y que permaneció inédita hasta hace poco que fue edi­tada en Alemania.

Varios, años más permaneció al frente de su diócesis, aunque siempre abrigó el deseo de legar su fortuna a la ciudad de Guadalajara, por medio de alguna fundación pía. En 1568 redactó testamento, y aparte algunas mandas menores, dejaba su hacienda para la creación y erección de un colegio de doncellas, a instalar frente al palacio de su padre, la gran casa del Infantado, en terrenos adquiridos al marqués de la Vala Siciliana. Es curiosísimo el cúmulo de disposiciones en que estructura el colegio, al que deseó poner bajo la Advocación de «Nuestra Señora de los Remedios» Lo ordenó de manera que hubiera el mayor número posible de doncellas, regidas por una rectora “que sea hidalga e de hedad de zinquenta años por lo menos», poniéndolo todo al cuidado espiritual de doce capellanes, y bajo el patronato del prior del monasterio jerónimo de Lupiana, y de su amigo el chantre de Salamanca y arriacense de natura, don Luis de Alcocer. En 1571 vino don Pedro González por Guadalajara a contemplar el proceso material de su fundación, que consistía en amplio edificio paica residencia, y una iglesia de primorosa traza renacentista, que afortunadamente hoy se conserva, y ha sido restaurada recientemente. Los pleitos en que sus familiares metieron al colegio, hizo que éste se empobreciera, y en 1656 tuviera que ser transformado, por la intervención del prior de Lupiana, en convento de monjas jerónimas.

El día 10 de septiembre de 1574 falleció el obispo don Pedro González de Mendoza en su sede de Salamanca. Fue primeramente enterrado junto a sus antepasados, en el convento de San Francisco de Guadalajara, pasando unos años más adelante a ocupar el puesto que él había elegido, en el presbiterio de la iglesia de su fundación dónde de todos modos, no se le llegó a hacer estatua yacente como el quisiera.

De este interesante e ilustre personaje, y de su fundación ya desaparecida, es recuerdo, ahora vivo y coloreado, el gran cuadro que para la historia de Guadalajara se conservado, y aquí hemos brevemente comentado.

Molina: la casa del Virrey de Manila

Vista de Manila en la fachada del palacio de Valdés Tamón en Molina de Aragón. En Septiembre de 1975.

Ha recobrado repentina actualidad el viejo caserón que en Molina de Aragón conocen por la casona o palacio del virrey de Manila, a raíz de unas reformas que en el mismo se proyectan, pues, la cara que el progreso presenta en esto de las construcciones y la especulación del suelo no se detiene ante las joyas que el pasado nos ha legado, como fruto y testimonio de la vida de otras épocas. Cuando un tanto por cierto enorme de terreno hispano es aún estéril campo yerto, a la gente se le ocurre hacer casas derribando las que desde antiguos siglos mantienen su apostura, en vez de irse a las afueras de las poblaciones donde el aire libre y la tranquilidad están  más que garantizadas. El caso es que en Molina se proyectan reformas que, para que los molineses, ese pueblo noble que siempre amó y luchó por sus tradiciones, sepa la importancia de esta vieja mansión, sus fundamentos e historia su valor ambiental e incluso artístico, su múltiple categoría histórica‑artístico-sociológica, damos aquí sucinta relación y glosa, que hubiéramos querido fuera más abundante, y creemos que cualquier molinés amante de sus cosas hallará suficiente material en el archivo de su Ayuntamiento para conformar la historia total  que el monumento está pidiendo.

Vamos con su historia. Fue construido este palacio por don Fernando de Valdés y Tamón, a partir de 1740, cuando, después de diez años de apurados y enojosos asuntos en el lejano océano, dejó su cargo de gobernador o virrey de las islas Filipinas. Natural de Asturias, «era Valdés sujeto muy acreditado en la milicia por sus conocimientos y valor, y tan elocuente que arrebataba con su palabra a cuantos le escuchaban» (1). Fue nombrado caballero de la Orden de Santiago, y primer capitán de Guardias españoles, siendo designado por gobernador de Filipinas el 4 de agosto de 1729. Sus dos lustros estuvieron llenos de aciertos por una parte, y por otra de peligros pues si a su decisión se deben la fortificación de todas las islas, el aumento de producción naviera en los astilleros de Cavite, la reconstrucción de los almacenes reales de Manila y la erección de nueva planta de la Casa Ayuntamiento de dicha ciudad, por otra parte tuvo que vérselas a menudo contra las huestes de piratas moros que venían de Joló y otras islas, auxiliados por tropas ho­landesas enemigas dé España (2).

Regresado a España, y muy considerado por el gobierno de los borbones, conoció a una Joven de acreditada familia noble molinesa, en Madrid, en una corrida de toros, y habiéndose enamorado de ella la cortejó y visitó en Molina, donde dio una gran corrida de toros en la Plaza de San Pedro, a su costa. Fue, rápido el noviazgo y casorio, y don Fernando decidió construirse casa en Molina, aunque luego la usara poco. Puso su escudo de armas sobre la puerta, cubrió de pinturas la machada principal, y llenó la casa de cuadros. (Según la tradición, los hizo llevar en tan gran cantidad, que se precisaron mil mulas para llevarlos todos), de tapices, de lámparas, de joyas y muebles suntuarios que hacían del palacio un lugar de las «mil y una noches». Allí vivó el matrimonio feliz algunas temporadas, y al fin fue vendido por sus descendientes al Brigadier Vigil de Quiñones, bajo cuyo nombre se ha conocido últimamente el palacio, hasta que esta distinguida familia lo ha vendido recientemente, a otras personas que proyectan las mencionadas reformas (3).

Entre los muchos valores que, como hemos dicho, posee este palacio del virrey de Manila, es quizás el más notable la fuerza ambiental y de carácter que confiere al entorno en que se ubica. Toda una corriente social, un modo de vivir, un aire de nobleza y cosmopolitismo rezuma cada piedra, cada detalle ornamental, cada color que desprende. Su estructura palaciega, a base de la gran puerta barroca y blasonada, de las ventanas enrejadas, los balcones volados, los aleros grandilocuentes la escalera noble, hacen en su conjunto un palpitante símbolo de una época que, nos gusta o no, ha conformado nuestro país nuestra raza, y a ella nos debemos tanto como al futuro.

Pasando a los detalles, es preciso señalar el aire riberesco, de palacio barroco madrileño, que su puerta principal encierra. Son nobles las hiladas uniformes de la guarnición de clavos. Son resonantes las molduras retorcidas que contornean el gran vano. Son sobrecogedoras las armas nobiliarias del apellido, que aparece coronado y sostenido de ángeles, escoltado de trompetas, tambores, lanzas y cañones como correspondía a un capitán que puso el sello de España en los recónditos mares de las últimas Indias.

Ni una astilla de madera, ni una mota del polvo de su fachada puede tocarse en este palacio, porque es una larga y heroica historia la que por ellas habla. 

Los vanos de la fachada conforman en su distribución, alternados con grandes plafones, siete en total, donde aparecen las pinturas, un conjunto de gran valor artístico. Dos ventanas molduradas al estilo de la puerta aparecen escoltándola. Y seis blasones distribuidos en dos pisos, ocupan el resto. Entre ellos surgen las pinturas, que en forma de grandes paneles horizontales, representan escenas variadas que ahora describimos, complementadas por frases en latín. Son los paneles de la línea superior los mejor conservados, al haber sido protegidos de la lluvia y el sol por el gran alero que los cobija. Los de la línea inferior han sufrido más y hoy son apenas identificables. 

Situándonos frente a la fachada, de izquierda a derecha y de arriba abajo, aparecen estos temas: 1‑ pintura de variados y fuertes colores, en la que, ante un fondo de columnas, aparece un anciano leyendo y meditando, y a su lado otros varios sujetos que hablan y discuten. Se corona con esta leyenda: PHILOSCPHIA / CLAVIS OMNVM / SCIENTARUM.

El que le sigue a la derecha es el más grande de los paneles. Se ve una gran ciudad en aspecto panorámico, con edificios que quieren ser retratos, y, variadas especies vegetales exóticas. Sobre el conjunto se ven las siglas IHS, y abajo, en una cartela, aparece el nombre de MANILA, indicando ser esa la  ciudad representada. Sobre los árboles aún se distinguen sus nombres escritos: MANCANO / CACAO / PLATANO. En el tercer panel se ve un ángel con un palo o espada en una mano y un escudo en la otra. Sobre la composición se lee: COELVM. Spe / CVLANDO TERR / AM. ET AEOVOR / ARARE. DOCET. En el cuarto se ven unas figuras de imposible identificación y una frase ya borrosa: REIE TOR… / DEL RTAT… / AT. QUE… También en la línea inferior de pinturas, y de izquierda a derecha, vemos tres paneles. En el primero vemos cómo un ángel muestra a una mujer un cuadro ovalado en el que está pintada la Virgen; mientras unas niñas juegan al pie de la composición la leyenda dice así: PICTVRA / OMNARETE / TOVANVSM / ­TAL… OVATV…

En el siguiente panel no se distingue dibujo alguno, y sólo la palabra MITIGATVR, y ya por fin en el último ni siquiera esce­na ni palabra puede identificar se. Vemos, pues que aunque muy maltratadas por el tiempo estas pinturas de la fachada del palacio del virrey de Manija, si encierran el valor y el interés suficientes como para ser respetadas y aún restauradas. Es difícil captar su sentido total, al faltar más de la mitad de los temas, pero parece estar relacionado el conjunto con 1 aspectos de la vida, y anécdotas de los viajes del virrey Valdés. Así el retrato de la ciudad de Manila, que gobernó diez años o la escena que encomia a la filosofía como llave de todas las ciencias, o aquella en que se alude a la unión de los tres elementos, cielo, tierra y mares, en los que dominó el magnate, o, en fin esa otra más tierna y fácil de captar en la que parece aludirse al origen milagroso de una pintura que, en su innumerable colección albergaba el virrey dentro del palacio.

De todas las riquezas que en el interior se conservaban quedó aún menos que de las pinturas de la fachada. La invasión de los franceses vació por completo de tapices, cuadros y joyas el palacio. Es tradición que se salvó una colcha magnífica, y los Vigil la regalaron a la parroquia de Sari Gil, haciendo con ella un Palio que aún se conserva. Esperamos y deseamos, que hoy no ocurra, en este final de nuestro culto siglo XX, como en anteriores etapas de barbarie, y el palacio de los Vigil de Quiñones, construido por el virrey de Filipinas don Fernando de Valdés, siga manteniendo en Molina intacta su hidalga presencia, y confiriendo con ella ese aire de ciudad noble y acrisolada que siempre tuvo, y a toda costa hemos de mantener.

Notas

(1) GOVANTES, F. M.: Compendio de la Historia de Filipinas. Manila, 1877; pp. 262­264.
(2) MONTERO Y VIDAL: Historia general de Filipinas, tomo I Cf. Fr. Juan de la Concepción, en su «Historia general de Philipinas», 1788, y Cf. Pradera Cortázar, en “Diccionario de Historia, de España”, tomo III, p. 882.
(3) Algunas de estas noticias me han sido facilitadas gentilmente por una persona amante y conocedora de las cosas de Molina, que prefiere no aparezca su nombre en letras de molde.

Viaje a Huertapelayo

 

Hay lugares de nuestra provincia que a fuerza de oírlos nombrar, y aun a violencia de no ir nadie a ellos, adquieren resonancias casi míticas entre el común de las gentes. Podríamos poner, a título de ejemplo, tres nombres de estos pueblos que, chorreantes de belleza, de pulcritud, de riquísimas tradiciones y encantos de todo tipo, por sus malos accesos son conocidos de muy pocos; Valverde de los Arroyos, Peralejos de las Truchas y, en fin Huertapelayo. Caminos hasta hace muy poco de herradura, que algunos valientes, a costa de destrozar sus vehículos, han ido transformando en carreteras más o menos accesibles. El miedo a una avería, es lo que aún pensamos nosotros puede restar afluencia de visitantes a estos lugares que, sin duda, son de los más hermosos de España.

Hemos viajado recientemente a Huertapelayo, en las trochas y vericuetos del alto Tajo. Nuestros buenos amigos los Embid nos habían instado repetidas veces a ello, y al fin nos decidimos. Hasta Villanueva de Alcorón el viaje es fácil, aunque largo. Pocos kilómetros pasado este pueblo, y antes de llegar a Zaorejas, al final de una larga recta el indicador señala hacia Huertapelayo que está once kilómetros más adelante al fondo de un hondo barranco que se precipita en el Tajo. Allí nos espera la sorpresa. Porque llegar a un pueblo que oficialmente es despoblado, sin Ayuntamiento, párroco, médico, etc., y encontrárselo atestado de vehículos y de gentes que hablan y descansan por las calles, a la puerta de las casas o bajo la sombra patricia y densa del olmo de la plaza, es una verdadera, por agradable sorpresa.

Nos recibe allí nuestro amigo Félix Embid, con su mujer, sus hijos y su numerosa familia. Y a lo primero que nos abocan es a un refrigerio común que, con cervezas y salchichón, se celebra en la plaza del pueblo a la hora del aperitivo, en el que participan amigablemente todos los que en ese momento se encuentran allí, y son más de cincuenta personas. Luego nos explican que ello se hace con los fondos de la asociación que se ha formado entre los «vecinos y simpatizantes» del pueblo, que cada vez en mayor número, acuden a su «pelayo» lejano a pasar unos días en la casa que, aún sin hundir, han conseguido reparar y acondicionar para un corto y cordial «veraneo». Incluso para proteger y fomentar este retorno estival, la asociación ha decidido cambiar su fiesta patronal, dedicada a Santa María Magdalena, el tercer domingo de agosto, con objeto de reunirse todos en esa ocasión. Mal nos parece esta moda, que empieza a extenderse por varios pueblos de la provincia de cambiar sus ancestrales fiestas a de terminados domingos del mes de agosto, con objeto de reunir en ella la mayor cantidad de vecinos emigrados en periodo vacacional. Y ello porqué supone romper una tradición, que no es fruto de un azar, sino sedimento purísimo y secular de unos ritos, unas costumbres y modismos heredados del primitivo modo de vida y creencias de estos pueblos. El caso es, como mal menor, que se salve la fiesta aún a costa de es­ta «impureza calendaria»

Como digo, todo es alegría y amabilidad en Huertapelayo, que cobra una dimensión inusitada con la camaradería y buen humor reinante entre sus actuales vecinos. Hay pequeñas plazas que se usan, al atardecer, para amables reuniones de catadores de chuletas. Otros locales ­que se usan para, «por si acaso llueve», meterse a oír música. Carteles bien profusos piden limpieza a todos, respeto al pueblo, llamadas a la concordia. En el centro de la plaza del Ayuntamiento, en cuya rechoncha espadaña señorea un reloj, ya sin esfera, pero con la maquinaria hecha a golpe de yunque, de esos que se llevaban entre sus mecanismos largas horas de dedicado trabajo está el gran olmo. Que se hizo famoso en estas mismas páginas cuando a su sombra y en hondo «sillón frailuno», nuestro director Salvador Embid charlaba con todos, recogía tradiciones, y aconsejaba. De esas tradiciones, leyendas y dichos que los pelayos tienen siempre a flor de boca, y ahora sin pensarlo dos veces, nos cuentan de corrido: la larga aventura dé América de la mitad  de los vecinos, que allá fueron en busca de fortuna, por los años veinte; los tesoros de oro en monedas que tenía «la rica», la de la casa de la plaza, que compró el, pueblo de Buenafuente con dos mulas cargadas de oro y plata, y cuando la última guerra civil escondió entre el centeno y al fin los soldados se lo encontraron. «Hay quien dice que entre el arroyo y la casa, hay todavía escondida más de media fanega de oro… » La vena popular encuentra ocasiones en cualquier sitio para tramar fabulosas historias de tesoros escondidos.

El gran interés de Félix Embid era llevarme a ver la iglesia por dentro. Los pelayos son muy amantes, de su pasado, cuidadosos en la conversación de lo qué ha quedado tras los avatares diversos de la historia. El templo parroquial es grande y sencillo, con ese colosalismo simplón de los edificios religiosos levantados en el siglo XVII, con portada sencillísima sobre la que campea una cruz. En el interior, una sola nave de paredes blanqueadas, con el coro de madera a los pies, del que ya desapareció el órgano, y un gran retablo al fondo de la nave, que condensa en su arrebolada madera el afán de ensalzamiento religioso de los habitantes del pueblo. Este retablo de Huertapelayo, que adjunto publicamos su fotografía, está construido en el siglo XVIII, en un estilo barroco que raya ya en lo rococó, con volutas, columnas, frisos y soportes de acusada contorsión ornamental. Tonos verdes y dorados a la madera, y ya ninguna de las esculturas que le adornaron primitivamente. Falta en lo alto el Calvario, y otras estatuas, como la de Santa María Magdalena, que se han tenido que comprar nuevas. Ni ornamentos, ni joyas, ni siquiera archivo ha quedado. El conjunto, a pesar de su grandioso retablo huérfano ya de iconografía, es en general pobre, aunque rezumante de valor sentimental para sus hijos.

Luego vamos, andando las callejas del pueblo, hasta la casa que debió ser curato, en la que a n queda un gran arco semicircular de piedra, con el ingreso Adovelado, y una cruz tallada en lo alto, que caracteriza a la casa residencia del sacerdote en muchos lugares. Hoy es un resto medió escondido de la arquitectura popular del siglo XVI. Más modernas son el resto de las casas, algunas con acusados caracteres de tipismo constructivo.

Y luego el paisaje. Sobre el pueblo se yergue al NE., la gran peña que semeja león sentado, y al S., la «peña, de la cadena», en un equilibrio inestable. Diez minutos andando por una cuidada trocha nos costó bajar hasta el Tajo, que pasa al pie de un altísimo murallón rojo, remansado entre arboledas, escoltado siempre de pinos, y de murmullos. Nos cuesta, finalmente, alejarnos de este simpático, e interesante enclave serrano, dónde la vida ha obrado nuevas fuerzas y sus caminos y sus gentes esperan la llegada de nuevos simpatizantes, amigos que con ellos compartan, este lugar de excepción.

Atienza: la pila románica de la Trinidad

 

Cuando una imagen, como dicen los chinos, vale más que mil palabras, sobran todas para describir ésta magnífica pieza  del arte románico, de la que, si no vamos a ser tan ingenuos de declararnos los descubridores, si podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que es ésta la primera imagen que de ella aparece publicada, y su primer comentario tipográfico.

Este magnífico ejemplar de pila bautismal está colocado en el baptisterio de la iglesia de la Santísima Trinidad, en Atienza, pequeña habitación al pie del templo, a la que se entra bajo el coro. Llegamos a su conocimiento no hace mucho, cuando la gentileza del arcipreste atencino, el culto sacerdote don Sebastián Sanz, nos indicó su existencia y nos permitió fotografiarla. Hemos, repasado cuatas publicaciones se han hecho sobre Atienza, y en ninguna hemos hallado el más mínimo comentario a ella. En las «Guías de Guadalajara» que sacaron a luz los señores Cordavías y Sainz de Baranda en 1929, y el señor Enriquez de Salamanca en 1,969, nada se dice de ella. En 1935 publicó el doctor Layna Serrano su obra «La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara», reeditada en 1971, sin que al referirse a la iglesia de La Trinidad se diga nada de la pila. De este mismo autor es la «Historia de la villa de Atienza», de 1945, en la que, al hablar del la escultura románica en el pueblo, no menciona más que las labores ornamentales de fachadas y ábsides de iglesias y el famoso y magnífico «Cristo de los Cuatro Clavos», de finales del siglo XIII o principios del XIV, que se conserva en esta misma parroquia. Los señores don Francisco Moreno y don Sebastián  Sanz, finalmente, en sus dos veces editada obra «Caminos de Atienza» (1914‑75), aunque por­menorizan las obras de arte que este templo encierra, inexplicablemente callan la presencia, la magnífica estampa, plenamente medieval, vigorosa y pura, de esta pila.

La imagen que mostramos no necesita apenas descripción. Consta de una basa alta, estriada verticalmente, que remata en un anillo simple, del que a su vez emerge la copa, amplia y maciza como todas las pilas románicas. La labor escultórica no es demasiado prolija, pero si más animada que otras conocidas. Reproduce una arquería como de atrio de iglesia, en el  que columnas pareadas sostienen breves arquillos semicirculares, ornados de bolas. El borde de la pila se decora con puntas de diamante.

Se trata de una obra realizada en los últimos años del siglo XII o primeros del XIII directamente destinada para el templo en que hoy se encuentra. Esta iglesia de la Santísima Trinidad, a media ladera del cerro atencino, existía ya en las últimas décadas del siglo, XII cuando Alfonso VIII dio por buenas las constituciones de la Cofradía de la Caballada, que puso su asiento en este templo. En el estilo románico de ese momento, bajo el gusto severo de lo soriano y segoviano, se construyó todo el edificio. En el siglo XV, y a causa de la durísima batalla librada entre las tropas navarras adueñadas de la villa y las reales de Juan II, esta iglesia quedó muy malparada, salvando solamente el ábside íntegro… y la pila, inamovible a pesar de guerras, derrumbes y olvidos. Se reconstruyó el templo por sus parroquianos en el final del cuatrocientos todavía con el empuje gótico que se observa en sus techumbres, y se añadieron poco a poco detalles: altares y capillas, de estilos y gustos posteriores.

La Trinidad se mantuvo en un discreto segundo término por ser filial de Santa María del Rey, que al quedar en el siglo XVIII reservada para cementerio, por haberse quedado totalmente despoblado su barrio, vio adquirir nuevamente el título de parroquia a esta iglesia, que no hace mucho tiempo ha vuelto a perder, dado el declive demográfico de Atienza.

Es este ejemplo un empuje más que recibe el acervo artístico atencino y guadalajareño. Sorprendería a muchos el catálogo que podía hacerse con las pilas románicas que todavía existen en la provincia. Su mole imponente les ha hecho sobrepasar toda suerte de guerras, revoluciones y olvidanzas. Permanecen, sin embargo, vivas y majestuosas en sus oscuros rincones, con sobrado mérito para ser admiradas de todos,

Este de Atienza es un buen ejemplo, un magnifico ejemplo de ello.