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julio, 1975:

Arte en Jadraque

 

Llegar a Jadraque, encontrárselo hundido por el sur bajo unos montes de aterciopelada carne yerta, y al septentrión abierto sobre el valle del Menares, reúne abundantes posibilidades donde dar camino al asombro, y luz a la admiración incansable. Su dulce olear de tejas y chimeneas, la empinguruchada estampa del castillo, y esa trenza gris y ascética de la iglesia, dan marco, óleo y carisma al pueblo alcarreño en el que subyacen tantas cosas, tantas historias y tantas obras de arte que merecen ser conocidas.

Su poeta, su gran poeta muerto ahora ya se cumplen los dos años, cuando en Pastrana se decían, en la medianoche del verano, versos y más versos de divina altura, describe así su villa,

 «Nací donde Castilla se viste de perfume:

la Alcarria es una cera que en olor se consume,

y cerca de mi villa, que tiene In nombre moro:

Charadaq –hoy Jadraque ‑, se alza un castillo de oro

Que pone por las tierras, siempre ásperas y mozas,

la sombra apasionada de los graves Mendozas.”

José A. Ochaíta, recordado y admirado cada día, nos enseñó, desde su breve cuerpo, con su alta y bien templada voz, la villa de Jadraque. Fue un placer inestimable que ahora, cada vez que volvemos allí, parece acrecerse y renovarse en cada esquina. Estas son, en fin, las cosas que, para quien lleva prisa o no puede parar más de tres horas en la villa, tiene Jadraque y brinda don gracia de Castilla. Para aquel otro que vaya por lo hondo, con más de una semana por delante, serán muchas otras, casi siempre nuevas, las sorpresas que se, le aparezcan.

Viniendo de Guadalajara, y al comenzar el descenso hacia el valle desde la alta paramera alcarreña, lo primero que se le aparece al peregrino es el castillo, en magnífica estampa de reminiscencia medieval para el cual se hicieron, no ya las más hermosas palabras, sino los más sugestivos silencios. En alguna parte, donde comienza el caminillo que hasta su altura lleva, se titula «Castillo del Cid», y no porque tuviera relación con él noble castellano del siglo. XI, sino porque, ya al fin de la Edad Media, don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España, lo hizo construir para su hijo don Rodrigo, que poco antes había conseguido de los Reyes Católicos, no sólo la oficial paternidad del prelado,  sino el título honroso de conde del Cid. Allí tuvo también su corte de amor el marqués de Cenete -que con los dos títulos se trataba el personaje‑, y de su posterior ruina fue salvado, aunque sólo a medias, por la voluntad recia de los vecinos de Jadraque que subieron piedra y volcaron sudor reconstruyéndole.

Ya en la entrada de la villa, junto al lugar conocido por «los cuatro caminos», se alza la que durante siglos fue ermita grande y aglomeradora de las devociones populares: la de Nuestra Señora de Castejón, con muros de recia mampostería, sencilla portada del siglo XVII, y hoy vacío interior, al menos en lo sentimental, desde que en guerra quemaron la imagen románica de la Virgen.

De la otra ermita, la de San Isidro, junto al cementerio, sólo mencionarla. Y pasar ya a la iglesia parroquial, obra de gran envergadura que trazó, por lo menos en su estado actual, el arquitecto montañés Pedro de Villa Monchalián, a fines del siglo XVII. La portada es obra de claro signo, manierista, con elementos que rompen totalmente la serenidad del clasicismo, y se interna en un mundo de imposi­bles formas ornamentales. El interior es severo y sencillo. Bajo la advocación de San Juan Bautista, el retablo es traído de una iglesia de Fromista, en Palencia, y su arte barroco no ofrece ninguna particularidad notable. En las, pechinas de la cúpula se ven pintados los cuatro evangelistas, y se cierra el presbiterio con una reja ochocentista notable. Quizás sea el eje de la visita a esta iglesia la pintura de Zurbarán, como obra cumbre de su último estilo tenebrista, pues está firmada un año antes de morir. Tan sólo una mancha tenue de carne, y un rayo blanco que de la ropa emerge sorprendido, dan él tono último a esta obra maestra de la que decía Ochaíta, en ese alarde de síntesis y poesía que era su pa­labra, «parece una llama»

Otro Cristo, este de talla, y atribuido a Pedro de Mena, encontramos en la capilla de San Pedro. Todavía en el patio de la iglesia se encuentran unas lápidas­ sepulcrales de varios personajes (el caballero. Juan de Zamora, su mujer María Niño, y el cura de la parroquia Pedro Blas) del siglo XVI y algunos escudos nobiliarios, dignos de ser colocados en lugar más respetable. La torre del templo, en fin, dibuja sobre el cielo un requiebro de gracia y va llena de sentimental nostalgia.

Entre las varias casonas, nobles que posee Jadraque, una de ellas, la de la familia Verdugo, en la calle principal, no es sólo notable por su fachada severa y su gran escudo nobiliario, sino por lo que fue, y quiere ser, uno de sus salones de la planta baja En él estuvo alojado, durante unos meses del período de la invasión francesa, el ilustre político y escritor don Gaspar Melchor de Jovellanos, y allí recibió a ilustres personalidades, entre ellas al pintor Goya, que le retrató. Del arte de Goya quedaron en propiedad de esa familia varios cuadros, que no hace muchos años fueron vendidos, y algunos emigrados al extranjero. Otro de la colección, una Purísima Concepción, de Zurbarán fue llevado hace poco al museo Diocesano de Sigüenza, donde hoy puede admirarse. La Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» está llevando a cabo la restauración necesaria de esta «saleta de Jovellanos», para que pueda ser vi­sitada.

En la Plaza Mayor se conserva aún la casa donde se alojó la segunda esposa de Felipe V, doña Isabel de Farnesio, y sobre, ella aparece, ya Medio desmochado por algún iracundo detractor de la intolerancia religiosa, un escudo de la Inquisición, como señal de haber sido esa casa del Santo Oficio. Y aún luego,   por callejuelas y placillas, siguen apareciendo escudos, casonas y retazos como en coagulación permanente, voluntariosa y decidida, de una vida y unas costumbres pasadas. Recordar el convento de 169 capuchinos (sobre cuya fachada aún se ve un gran escudo mendocino), los que fueron hospitales de Santiago y San Juan de Dios, y los natalicios en la villa de fray Pedro Urraca, famoso evangelizador de Indias, y don Diego Gutiérrez Coronel, historiador de nota, es último punto que debe tener presente, para dar el hálito preciso a las cosas vistas, quien haya hecho este corto, pero evocador periplo por la alcarreña vi­lla de Jadraque.

Códices y papelajos

 

Para todo aquel que desee pasar sus horas entretenido, olvidado de sí mismo, anulado en medio de la multitud que en piscinas, caravanas automovilísticas, apreturas de espectáculos y masivos amontonamientos televisivos parece ser la única razón que mueve a esta nuestra sociedad consumista, no han de faltar lugares y ocasiones, en la tierra alcarreña como en cualquier otra, donde alcanzar su fin. Para aquel otro que, fiel a su condición, a su compromiso y a su vocación auténtica de ser hombre, en la máxima dimensión que un cuerpo, un alma y un espíritu puedan dar de sí, hay, todavía, más motivos de realización. Pero también, por desgracia, más recónditos que los otros. Más difíciles de encontrar.

A quien le interesa la historia, el conocimiento y el estudio del pasado, como método y arribada para la precisión consciente del momento que hoy, ahora, le toca vivir, lleva la provincia de Guadalajara, entre las dos orillas de su geografía espiritual y tangible, un caudal infinito de palabras, de rutas, de testimonios vivos, de muestras colmadas y empolvadas actas de un tiempo ido. De un tiempo que, por esa razón, no deja de tener un altísimo interés para nosotros, pues parece cobrar volumen de su propia pretereidad, y dar forma, aleccionar y poblar con sus consejos este momento nuestro, a un tiempo cuajado de optimismos y angustiadas indecisiones.

Viene esto a tenor de las declaraciones que días pasados formuló en Madrid don Justo García Morales, director del Centro Nacional del Tesoro Documental y Bibliográfico, quien, entre otras cosas, decía que «nuestros más ricos códices se han perdido por la incultura popular». Tanto esta incultura, como los períodos de depresión económica, que han hecho se vendieran generalmente a extranjeros aquellos bienes que menor importancia práctica, vital, tenían para sus poseedores, como por desgracia, han sido en este nuestro país los libros, han hecho que de pueblos, de iglesias, de instituciones públicas y privadas hayan ido desapareciendo, en lenta gangrena multisecular, un acervo de la cultura y un testimonio de la vida española del pasado que hoy nos serían inestimables.

Viniendo al tema y lugar de las alcarrias, de los confines y los corazones de nuestra provincia, se agolpan en nuestro recuerdo muchos datos penosos, en los que han sido protagonistas los códices, los incunables, los archivos inocentes que volaron o ardieron sin provecho para nadie. Tenemos la referencia exacta, gracias al inventario que su padre guardián, fray Pedro González de Mendoza, hizo en el siglo XVII, de la existencia en el monasterio franciscano de la Salceda, en el término de Peñalver, de un libro miniado, valiosísimo, con los “Comentarios al Apocalipsis”, y que formaba parte de la nómina de llamados «Beatos de Liébana», que hoy son considerados, los, pocos existentes, como Joyas capitales del arte románico. Se perdió, sin más. 0, por seguir con ejemplos de instituciones religiosas, la gran «limpia» que de la biblioteca del convento carmelita de Budia se hizo en 1837, cuando los encargados del Gobierno liberal de confiscar los bienes de los frailes, consideraron que los libros «no sirven para otra cosa que para papel viejo». Y los tiraron todos. ¿Seguimos? Ante la pasividad de las autoridades republicanas, se quemó en 1936 el archivo completo del Cabildo de Clérigos, que se conservaba en el templo de San Nicolás, de nuestra ciudad. Y, para que no se vea que el desprecio por el dato antañón, el valioso códice o el «papelajo» está aparejado a cierto tipo de ideología política, antes bien es patrimonio muy generalizado del espíritu del hombre español, se podría exhibir algún que otro ejemplo más reciente de este tipo de vandalismo, en menor escala, pero no menos significativo que los anteriores ejemplos.

¿Qué quiere decir todo esto?

Que no podemos dejar se pierda para la cultura provincial, a partir de ahora, ni el más ínfimo papel o documento, pergamino o libro impreso, que revista carácter de unicidad y valor historiográfico. De acuerdo con las declaraciones e intenciones del señor García Morales, el Tesoro Documental Bibliográfico, con su sede en la Biblioteca Nacional de Madrid, trata de orientar a cualquier persona o institución que posea documentos o libros antiguos, del valor auténtico que poseen (no todos son «tesoros de moros» ni valen millones), y de la importancia real que parla la historia de España poseen. Al mismo tiempo, y con esos datos que particulares e instituciones aportan, se piensa editar un «Inventario bibliográfico», de amplitud nacional, que será un paso muy, decisivo en la conservación de esta importante parcela del acervo cultural.

Y, puesto que la ignorancia se ve en ocasiones exenta de la culpa, queremos que con nuestra voz se vaya formando, poco a poco y con seguridad a todos abarcable, la conciencia del valor que estos «códices y papelajos», que en muchos pueblos de nuestra provincia aún están tirados por los suelos, y buhardillas, tienen para el conocimiento de nuestra historia.

Un castillo: que renace

 

Cuando en estos días se hace sonoro por todas partes el eco de la almoneda de algunos castillos y arruinadas fortalezas de nuestra tierra, y en la impronta que esas noticias van dejando, parece quedarse roto y desamparado el, ardor, un tanto romántico y alocado, que nos movía su admiración y respeto, nos llega la noticia de un aliento que sobre tan añejas piedras se recobra. El castillo roquero de Zafra, en el término molinés de Campillo de Dueñas, ha comenzado a ser reconstruido, revalorizado y restituido a la categoría de ser viviente que todo resto del pasado ha de tener, por su actual dueño, don Antonio Sanz Polo, con cuya amistad este cronista se goza.»

Un domingo de la pasada primavera nos ­llegamos, ambos en compañía del también ilustre molinés don Clodoaldo Mielgo, hasta la inclinada y verde pradera sobre la que surge en sorpresa y en inconfundible ánimo de belleza la roca oscura, coronada de semiderruidos murallones y torres, a la que por allí conocen por «los castillos de Zafra». Cabría darles adjetivos y exprimir la imaginación en busca de cada vez más preciosas comparaciones, para describir aquel lugar de ensueño, casi irreal y a poco extraterrestre, donde los antiguos tomaron la decisión de construir un castillo, que en última instancia no tenía otra misión que la de defender esa línea invisible, pero siempre tensa a lo largo de la historia, que es la frontera de Aragón y Castilla. En el altozano que, a cien metros por el norte, limita la fortaleza, se dividen las aguas de la cuenca del Ebro y la del Tajo. Y en esa alta cota pusieron los árabes, sobre una roca alargada y afilada como un mal pensamiento, un castillo. Entre Hombrados y Campillo de Dueñas, cerca del actual camino de Molina a Teruel, desde el cual se divisa en lejanía de nortes.

No es muy larga su historia, aunque sí jalonada de sucesos memorables en el ámbito de la guerra. Perteneciente desde su primer jornada al Señorío de Molina, patrimonio de los Laras, allá, cuando en 1147 don Manrique le diera largo y generoso Fuero, vio entre sus muros refugiarse a su tercer señor, don Gonzalo Pérez de Lara, quien indispuesto con el rey de Castilla, Fernando III, su frió asedio en la fortaleza por parte del monarca, resultando de los  cuarenta días de inquietud y forcejeo la «paz de Zafra», en la que se labró la paulatina pérdida de independencia del Señorío molinés. Perteneciente desde el siglo XIII a la corona, castellana, fue primeramente habitado por alcaides, que en el transcurso de los siglos llegaron simplemente a ostentar tal título, y, cobrar las, rentas a él inherentes, sin siquiera a parecer por sus cercanías, y mucho menos subir a sus almenas a través del difícil acceso que posee. Era su alcaide en la segunda mitad del siglo XV don Juan de Hombrados, de quien consta se gastó importantes cantidades en restaurarlo y sostenerlo. A mediados del siglo XVII, cuando Sánchez Portocarrero escribía su historia de Molina, era alcaide de Zafra, meramente nominal y titulicio, don Francisco del Castillo de la Tenaja, con el que comenzó la ruina que hasta hoy no ha parado en el edificio.

La idea de su actual propietario es reconstruir la fortaleza lo más fielmente a su realidad pretérita y en gran parte desaparecida. A la vista de las ruinas, y en la interpretación de las mismas, cabe formular las líneas generales de lo que debe acometerse. Cuando en la década de los años treinta llegó hasta Zafra el doctor Layna Serrano, historiador de los castillos de Guadalajara, descubridor de la escondida voz atesorada entre sus muros, no llegó a subir a lo alto de la roca, según propia confesión. La reconstrucción que para su libro «Castillos de Guadalajara» trazó, y en la página 464 de su tercera edición vemos publicada, carece de todo fundamento, en cuanto que no hace pie en la realidad objetiva de unos restos directamente comprobados. A la vista de esta fortaleza, de sus ruinas actuales, sólo cabe pensar en un complejo castillero, miniaturizado por las reducidas dimensiones de la roca sobre la que asienta, pero completo y suficiente para la defensa de una no pequeña guarnición. Los restos de una torre albarrana al sur de la roca no tienen, ni han tenido nunca, continuidad con el resto de la fortaleza. Se trataba de un torreón fuerte, defensivo del acceso, con toda seguridad hecho a base de escaleras movibles de cuerda o madera, que sólo, en este vértice meridional cabía comprender. Dicha torre albarrana posee puerta de arco apuntado, y, sufrió una reconstrucción en el siglo XV, seguramente bajo la protección de su ya mencionado alcaide, don Juan de Hombrados, que consistió en levantar un nuevo piso sobre el único que desde sus primitivos días tenía. La distinta calidad de piedra de sus muros así lo confirma.

En la parte más estrecha de la meseta rocosa no existió nunca muralla flanqueante. Ni era necesaria, por lo inaccesible de la piedra, ni casi era posible su colocación, por lo pelado de la roca que aflora en superficie. Más al norte se abre la puerta de la fortaleza propiamente dicha, que ocupa el extremo más puntiagudo y elevado de todo el conjunto, apuntando en quilla hacia Aragón. La puerta se estructuraba en zig‑zag como es habitual en muchas, construcciones medievales, de tipo guerrero, tanto árabes como cristianas. Se entraba por el portón abierto, hacia el sur, en un reducido patiecillo, defendido por una torre, más baja que las demás, y hoy arruinada, y se pasaba al patio de armas propiamente dicha por otro portón orientado a poniente. En ese patio está la entrada al aljibe, y en su extremo norte se alza la torre del homenaje, a la que hoy se accede por una peligrosa escalera construida de sillares desde él adarve de la muralla oriental en la que aún restan algunas almenas. Su puerta principal, de arco apuntado, era más directamente accesible mediante una escalera de mano desde el patio. Hay que comprender lo necesario de tanta incomodidad teniendo presente el carácter netamente guerrero y defensivo del castillo, y en modo alguno residen­cial.

La torre consta de una sala alargada, con saeteras de bien tallados sillares, suelo de losas y una escalera de caracol al fondo, a la que se accede mediante curioso arco dé medio punto, que revela su carácter fuertemente primitivo. Por la escalera se accede hoy a la terraza de la torre, espacio que ha sufrido, lógicamente, diversas modificaciones. En nuestra opinión, fue primitivamente terraza, mero observatorio. Y prueba de ello son las salidas para el agua, que se observan a ambos lados del suelo, traducidas en sendas gárgolas al exterior de la torre. También en el siglo XV sufriría una transformación convirtiéndose en habitación cubierta, como ampliación de la fortaleza, y de la que son muestra suficiente la altura y reciedumbre de sus muros actuales. Incluso en el color y calidad de esta piedra se revela hoy la que de primitivo almenaje y posterior paramento queda en dicha estructura. La torre, por lo demás, no es pentagonal, como afirma Layna, sino que posee bien claros y nítidamente delimitados seis lados que buscan en todo momento adaptarse a la caprichosa forma de la roca. Su reconstrucción, estamos seguros se atenderá a estas apreciaciones que la observación «in situ» le sugieren a cualquiera mínimamente introducido en el tema de las antiguas construcciones medievales. Don Antonio Sanz Polo, nos consta, no descansa buscando, la manera más factible de dar cuerpo meticulosamente modelado a este castillo magnífico y hermoso de Zafra, que puebla con su altiva silueta los horizontes de la tierra molinesa.

No es, con ser mucho, esta primera tarea de llevar metálica materialidad en apoyo del castillo de Zafra, lo que mueve nuestra alegría. Es, fundamentalmente, la categoría que en el afán de su dueño, y ya de otras muchas personas, ha tomado la vieja fortaleza de ser pálpito y canción de una antigua época trasplantada a la nuestra. Más que recomponer un sillar, de ligarle con argamasa a los muros que  aún se mantenían, es importante que haya saltado al corazón de los hombres de este siglo el amor por un viejo montón de piedras, la indeclinable voluntad de hacerle nuevamente vivo, de darle en el rostro y en las entrañas el soplo generoso de la resurrección.

Una corrida medieval (Se celebró en Hita el pasado día 5)

 

Un año más, la villa y cerro de Hita ha servido de canaladura hervorosa donde meter en cintura a las viejas tradiciones que, desmandas por libros, por leyendas y carcomidos relieves, se quieren escapar de nuestras manos. Y, como en años anteriores, aunque bajo distintos cauces formales, los protagonistas han sido los de otras veces: el arcipreste de Hita y la villa en la que dejó su aliento; el pueblo, grande y variopinto, capaz de todas las dimensiones, que puebla a España; y don Manuel Criado de Val, incansable alentador de esta jornada.

El Festival Medieval de Hita, que nació de unas cuantas manos alcarreñas hace ya algunos años, cuenta hoy con todos los espaldarazos oficiales: incluido en el programa de los Festivales de España, varios ministros y personalidades le avalan desde sus puestos en el «Patronato Arcipreste de Hita», que le rige. Encaminado a glosar la obra y la figura del poeta Juan Ruiz, en la villa alcarreña de laque tomó su título arciprestal, ha usado para ello de otros varios recursos, alejados en el tiempo y en el espacio, y ha sabido integrarlos en un programa, cada año vario y siempre sabroso, de espectáculo salvífico.

A los torneos, justas y juegos medievales que en anos anteriores ocuparon la arena del palenque de Hita, en esta ocasión ha sustituido una corrida de toros medieval que ha supuesto el aliciente fundamental de esta jornada que comento. Se pretendía con ello poner en movimiento una serie de antiguos modos del más castizo festejo hispano, ya perdidos y olvidados. Entre los de la lidia a caballo, el alanceamiento. Y entre los de a pie, la suerte de la azcona.

Adentrada la fiesta brava, el culto al toro, su reto y su victoria en el alma del pueblo hispano desde muy antiguos tiempos, es en el siglo XVI cuando aparecen algunos textos literarios, como el de Argote de Molina, «Discurso de montería», en que se describen con minucia los diversos modos del juego con los toros. Luego aparecen en el arte peninsular, castellano más concretamente, algunos ejemplos en el siglo XV, que perfeccionan el conocimiento de esta costumbre durante aquellas remotas épocas. Se ha querido, pues, revitalizar, en un experimento arriesgado y, nobilísimo, estas faenas. El toreo a caballo, tarea de nobles, junto a la lidia a pie, ejecutada por sirvientes de los caballeros o simplemente asalariados por el pueblo. Jinetes y peatones se convertían en Hita en exponente de un culto y un pasatiempo que enraizaba con lo más profundo del alma española.

De la lidia a caballo bajomedieval tenemos un ejemplo, pintado, en el artesonado del claustro bajo del monasterio de Santo Domingo de Silos. Es obra del siglo XV. Consiste en ciertas maneras de toreo con capa, desde los jacos elegantes y hábiles, y el alanceamiento o intento de dejar clavado sobre el morrillo del toro una corta y brillante lanza que el caballero porta sobre largo mango. En fin, y apoyado el intento, sobre descripciones literarias también antiguas, la manera de contar el lidiador con un «padrino» o compañero que, sin quitarle su categoría protagonística, le ayuda en su trabajo.

El sábado, en Hita, cumplieron con estas intenciones los magníficos jinetes Curro Bedoya y Luís Miguel Arranz. Luchando con toros de Victorino Martín, el primero hizo estallar su rejón en verdes y rosas sobre el lomo del gris astado, luciéndose en una difícil suerte entre las tablas y haciendo bonitos juegos con el toro. Sus dos lanzas se rompieron, matando luego bien. Más afortunado en la suerte del alanceamiento, y exquisito en sus gestos y florituras, estuvo Arranz. A ambos les fueron concedidos el rabo y las orejas de sus enemigos.

A pie compitieron Manuel del Olmo y Gómez Jaén. Ataviados, lo mismo que los caballeros, a la usanza de la baja Edad media, pusieron en práctica, aunque muy breve y tímidamente, la suerte de la azcona. Documentada gráficamente en una de las sillas de la catedral de Plasencia, talladas por Rodrigo Alemán a fines del siglo XV, esta suerte con la «azagaya» o «azcona» consiste en lanzarle al toro, a corta distancia, un dardo que debe clavarse en su costado o lomo, engañándole al tiempo con la franela blanca que el torero arrolla en su brazo siniestro. Un gran bicho negro le tocó a del Olmo, quien tiró con fortuna sus dos azconas y clavó un par de banderillas de laurel. El resto de su faena, dentro del estilo taurino del siglo XX, en el que no entro a opinar. Mató pronto y bien. Gómez Jaén anduvo más flojo en su actuación, la última del cuatrunvirato. Ganas de triunfar, algún pase de rodillas, varios sustos y airoso final, con los máximos trofeos, co­mo su compañero.

Se cumplió, en definitiva, con el fin propuesto. Quizás le quitara un tanto de autenticidad al espectáculo los anuncios comerciales instalados en las barreras, la chunga dulzaniera que más de una vez se fue por la fácil canción comercial, coreada entusiastamente por las palmas unánimes, del público. Ese choque continuo que se palpaba, del festejo medieval con las más vivientes manifestaciones de la sociedad actual: la música, las banderitas de colores, la propaganda, la televisión y el deseo de ver algo nuevo, algo que, aunque salido del pasado, se precipita y cuaja en el futuro, es lo que le dio una categoría de validez, de solubilidad, a la tarde de Hita.

No podemos decir lo mismo de la segunda parte del programa, que sorprendió por su mala organización y su absoluta carencia de autenticidad. En la Plaza Mayor del pueblo, ante un público que no sabía dónde colocarse, se repitió nuevamente el combate entre don Carnal y doña Cuaresma. Actuó de coordinador en este espectáculo, como ya es tradicional, el señor Toro‑Garland. Don Carnal y doña Cuaresma, en compañía de sus correspondientes cortes de bichos alusivos, se retan y pelean. Los textos eran del arcipreste, y la técnica del sonido no sabemos de quién sería, pero sorprendió por su ineficacia. No se oyó nada, no se entendió nada, no se vio ‑excepción hecha de los que cogieron primera fila y unos cuantos que treparon al árbol de la plaza- nada absolutamente. Sólo al final, colgado de una horca, se balanceó tripudo y sonriente don Carnal. Se ve que llevó las de perder. Fuera ya del espectáculo, un joven alto y de clara voz, de la sufrida corte de espectadores se permitió exhibir esta frase, rotunda y restallante: « ¡Viva el español, dirigido e interpretado por españoles!». Debía de ir dirigida contra alguien determinado, porque tuvo que salir corriendo como alma que lleva el diablo.

Sólo una palabra final sobre la complementaria exhibición de botargas serranas que se hizo en Hita el pasado sábado, día 5. Dentro de la general “fanfarria” medieval desfilaron las de Aleas, Arbancón, Montarrón y otra desconocida y absurdamente tocada con un gorro montañero de lana con los colores nacionales. Hasta hace poco, las botargas de nuestros enclaves serranos, de puro populares, eran elementos cultistas del folklore recóndito de España. Por una excesiva divulgación de estas figuras -y yo soy el primero en entonar el “mea culpa”‑ se han convertido en paisaje ramplón del Festival de Hita. Especialmente un par de estas botargas usó con tanto exceso de un aire entre chulesco y rocanrrolesco en sus movimientos por las calles del pueblo, entre los coros de aficionados a la muñeira, y al ton y son de la gente, que me permito proponer, si de verdad queremos que esta costumbre de la botarga se salve y continúe pura, no vuelvan a venir a Hita y se limiten a dar su tono, entre religioso y diabólico, en los pueblos de los que han salido.

Es ya, en fin, esperada esta manifestación de medievalismo para el próximo año, en el que podría intentarse, como reconstituyente a su fisiológica madurez, un cambio de escenario. ¿No tenemos en Guadalajara pueblos en los que bulle el Medievo en cada portalón y en cada esquina? Será cuestión de repasar el mapa: Atienza, Cogolludo, Palazuelos, Tamajón…

Algunos recuerdos sepulcrales

En la mente de todos está la idea de una inmortalidad del hombre. En cualesquiera religión o sistema filosófico se ha atendido siempre al problema del más, de la trasvida, que es  ese otro estado misterioso que se abre, oscuro y vastísimo, inmediatamente detrás de la muerte. EI premio o el castigo por la vida realizada es, de todos modos compartido, incluso por los ateos: aquellos que hicieron buenas obras se salvarán, en cualquier caso, en la memoria y el respeto de cuantos les recuerden. Los hombres mueren, pero sus obras grandes o pequeñas, excelsas o ruines, les señalan una eternidad para, cada uno variable.

En  todas las épocas, ante esa angustia del desaparecimiento total se quiso proclamar un grito de permanencia, Sobre los cuerpos cremados y encerradas sus cenizas en vasijas; sobre los cuer­pos enteros e inhumados en su parca resistencia, los hombres dejaron escritos sus nombres, sus títulos, sus deseos más íntimos. Así han quedado, repartidas por la tierra, lápidas y enterramientos, laudas y cenotafios que son siempre una valiosa ayuda para el conocimiento de la historia. También en nuestra provincia de Guadalajara han sido esas piedras, labradas, escritas y esculpidas, los testigos fieles, de pasadas existencias. Muchas quedan aún desconocidas, ignoradas y aún deseo sal de salir ala luz. El relato completo de esas gotas cristalizadas de vida que son las lápidas y enterramientos, está aún por hacer.

Decimos esto muy especialmente an­terior de haber sido recuperada, para el acervo cultural alcarreño, de una curiosa lápida sepulcral de época romana, de una antigüedad que se remonta por lo menos al siglo III d. de C. y que apareció hace algunos años en las márgenes del río Henares, en la zona de Benalaque por donde cruzaba nuestra tierra la Vía Augusta que de Roma llevaba a Mérida. Hallada por los padres dominicos, que actualmente, poseen el terreno, fue por ellos custodiada y, tras las gestiones de algunos buenos alcarreños, ha sido recientemente traída al Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara, donde aguardará la creación de esa tan necesaria sección de Arqueología que se proyecta.

Incompleta en su texto, pues falta una parte importante de su lado izquierdo, aún se pueden transcribir algunas de sus líneas: «DIS MANI / MMESSIOABASCAN, / SEGONTIO / IVLIA SCINTI.. A ‑MARITO / PIENTISSIMO ‑ ET ‑ SIBI». Difícil de traducir en su totalidad por la mencionada falta de una parte del texto, sí podemos afirmar que, conforme al rito de la religión romana, la, lápida está dedicada a los dioses buenos del hogar, los «dis manibus», que protegieron al sujeto en vida, y ahora se les pide lo hagan en su muerte. El recordado es un tal Meddio Abas, y su cargo público, que en la lápida sólo reconocemos por la primera sílaba, «Can», podría tratarse de un canciller o tribuno de la plebe (Canuleius) de la ciudad de Sigüenza, o también de un escribano o cantor natural o ejerciente de la romana Segontia. La lápida la colocó su mujer, Julia Seintilla, quien declara tenerle por marido, y luego figura un panegírico breve del difunto, también incompleto.

Otras lápidas de este tipo se han ido encontrando a lo largo de nuestra provincia, tanto en la vega del Henares como en la del Tajo, Tajuña y otros lugares, fundamentalmente junto a los antiguos caminos, donde los hispano­-romanos gustaban de enterrarse y quedar en la memoria perenne de todos los viajeros.

La religión cristiana, que dona a la muerte un nuevo sentido, hace  evolucionar estas costumbres y junta los cuerpos inertes de sus fieles al edificio sagrado de la religión, como vemos en esa infinita cantidad de lápidas, de laudas sepulcrales, de enterramientos, de mausoleos, incluso, que los hombres se construyen en el intento desesperado, de sobrevivir a la materia.

Sería verdaderamente curioso, ejemplar y utilísimo recolectar cuantos monumentos de este tipo abundan en la tierra de Guadalajara. Desde la lápida sencilla puesta en el suelo, a la entrada de la iglesia de Balconete, que el cura Crespo, en el siglo XVI, quiso dejar como recuerdo de su persona, y tapadera de su cuerpo, hasta las exquisiteces y desplegadas glorias del panteón de la condesa, de la Vega del Pozo, donde la muerte se destila en el bello mármol y la rizada, forma neorrománica.

Lápidas sencillas, como las que en Budia, en Brihuega, en Jadraque, en Valdeavellano y en cientos de pueblos más cobijan los muros de sus iglesias. Enterramientos de gótico sabor y renacentista brillo, como los que en la catedral de Sigüenza pueblan paredes y dan tema de estudio a los historiadores del arte. Y en fin, esos cientos de lápidas, blasonadas y turbias, cubiertas de la humareda de los pasos y, los, desconocimientos que en multitud de iglesias quieren damos su palabra, su mensaje social, su, querencia última.

Cuando el cura de Cobeta, en el siglo XVIII, decía, al referirse al generalizado uso de las sangrías entre los enfermos de su pueblo y con ellas “unos sanan y otos entablas las Iglesias”, parecía referirse a esos templos de Hita o de Cubillo de Uceda, en los que sobre todo este último, las lápidas sepulcrales cubren por completo el suelo del templo. En Hita, tras la restauración en los años cuarenta de la iglesia de San Pedro, todas las lápidas, en buen estado de conservación se colocaron en forma de zócalo en el templo, reuniendo así un gran acopio de documentación biográfica y heráldica sobre los habitantes de Hita en los siglos XVI y XVII, tema sobre, el que actualmente trabajamos, Hay otras, como las que en la iglesia de Santa María:, en nuestra capital, están rotas y desgastadas, pero que, como un precioso recuerdo del pasado, se han colocado ante el altar mayor. Esta es la tarea de cuantos en los pueblos se interesan por, las huellas del pasado: buscar lápidas abandonadas; limpiarlas lo mejor posible, cuidarlas y colocarlas, en lugares donde puedan ser contempladas y admiradas por todos. El lenguaje de las piedras es tan fundamental como el de la prensa o la radio, pues la civilización y la vida asoma en cada resqui­cio de realidad y de materia.