Apuntes sobre los antiguos monasterios molineses

sábado, 3 mayo 1975 0 Por Herrera Casado

La tierra de Molina, cercada de altos páramos al norte y de hondos barrancos al mediodía, limitando con Aragón y con Castilla en lo geográ­fico, lo histórico y lo espiritual, ha tenido siempre un latido y un olor pe­culiar, que han alentado sus bravos habitantes, siempre conscientes de sus características histórico‑geográficas propias. La rueda de los aconteceres españoles, de todos modos, ha pasado sobre sus caminos y le ha dado rum­bos de castellanía en los últimos siglos. 

Portada olvidada de la iglesia románica de San Martín en Molina

 

La religión católica, desde que a principios del siglo XII se reconquistó la zona a los árabes, puso allí su aliento y sus maneras, siendo una de sus formas, la de la vida comunitaria y monacal, la que con abundancia repar­tiría sus fundaciones. Dos tipos de órdenes serán las que pongan su sello medieval y recio: los canónigos regulares de San Agustín, luego sustitui­dos por gentes del Císter, y los mendicantes de San Francisco, en diversas formas. 

He tratado de todos ellos en un libro reciente, Monasterios medievales de Guadalajara, pero aquí quiero añadir algunos nuevos detalles reseñados por don Diego Sánchez Portocarrero, en su segunda parte de la «Historia del Señorío de Molina», que se conserva manuscrito en la Biblioteca Nacional, y, al mismo tiempo, dar una visión de conjunto, observando la paulatina instalación en el tiempo de estos monasterios. 

Las primeras fundaciones, de mediados del siglo XII, se hacen en el sur del Señorío, cerca de su frontera con la serranía de Cuenca, de la que se separa por el hondo foso del Tajo. En esa época, este río es frontera con el Islam, lo cual supone una intencionalidad no sólo evangélica, sino tam­bién repobladora y defensiva, de sus fundadores. La función, mitad gue­rrera y mitad religiosa, de estos monasterios, que en un principio van a ser servidos por hombres, que, como los canónigos regulares de San Agus­tín, y más tarde los calatravos, van a basar su vida en la defensa activa, con las armas y los evangelios, de los terrenos reconquistados a los infieles, es bien patente en la serie de fundaciones que a lo largo de la segunda mitad del siglo XII surgirán en la zona más sureña del Señorío de Molina. 

Será luego en el siglo siguiente, y en posteriores centurias, cuando en esta región española se instaure la Regla de San Francisco. El espíritu pacífico, pero intensamente evangelizador de esta nueva Orden, busca con preferencia las ciudades para asentarse. No es una vida contemplativa ni guerrera la que buscan. Es un aliento popular, un ejemplo diario, el que quieren proporcionar a los hombres y mujeres ya plenamente cristianizados. Que los tejados y las tapias de sus conventos se rocen con las de arrieros y hortelanos, escribanos y ministros. Será, pues, en la ciudad de Molina donde la Orden de San Francisco se instalará en tres formas: frailes, monjas de Santa Clara y beatas de Santa Librada. 

Esta distribución podemos verla más claramente en el mapa adjunto, en el que se observa esa preferencia de instalación de los monjes en zona inmediata a la frontera: canónigos regulares y cistercienses ponen sus almenados monasterios en la alta vigilancia de un territorio que aún no es cristiano. Ese espíritu de insatisfacción diaria mantendrá viva su fe y altísimos los espíritus. Cuando en el siglo XIII la reconquista haya avanzado mucho más al sur, y por obra de Alfonso VIII el reino de Cuenca sea ya patrimonio de la corona de Castilla, estos monasterios habrán perdido su primitivo valor, y unos, como el de Buenafuente, pasarán a cumplir una misión meramente contemplativa y alentadora de una repoblación, con la instalación ante sus muros de una comunidad de monjas bernardas, y otros, como los de Alcallech y Grudes, pasarán a ser ruina con el transcurso de los años. 

La labor auténtica realizada por estos hombres es muy difícil apreciarla, pues los únicos documentos que de ellos nos han quedado se refieren únicamente a su instalación, acrecentamiento de terrenos por donaciones particulares y alguna concesión por parte real, que pudiera tratarse en realidad de la confirmación de pertenencia de un territorio por ellos conquistado, tal como puede ocurrir con el soto del Campillo, en término de Zaorejas. 

Los canónigos regulares de San Agustín, al menos en estos primeros momentos de instalación en España, y especialmente en Molina, son los que por entonces eran denominados «francos», con el doble sentido de gentes libres, a medias entre eclesiásticos y caballeros, y con el de fran­ceses, pues de la vecina nación eran venidos. Algunos, incluso, puede que de más lejos, pues consta en finales del siglo XII que el abad de Alcallceh, se llamaba Willelmo, que se traduce por Guillermo del inglés o el alemán. Incluso es segura su filiación del monasterio del Monte Bertaldo, en Francia, de donde fueron traídos por intermedio del rey de Castilla,  Alfonso VII. El mismo conquistador de Sigüenza y primer obispo de la ciudad tras la reconquista es francés: don Bernardo de Agen, que puso a ca­nónigos regulares de San Agustín para formar parte de su cabildo catedra­licio, lo cual confirma que se rodeó de monjes y clérigos franceses que con él venían. Incluso en el lugar de Albendiego, afecto en esa época de fines del siglo XII a la mitra seguntina, se instalan los canónigos regulares en el llamado Monasterio de Santa Colomba. Veamos ahora con más detalle las circunstancias evolutivas de estos monasterios medievales. 

Alcallech, Buenafuente y Grudes  

La pauta inicial de los cenobios religiosos, en el Señorío de Molina, la dieron los canónigos regulares de San Agustín en tiempos del primer conde molinés, don Manrique de Lara, regente que fue también del reino caste­llano durante la minoría de Alfonso VIII. 

Parece ser que hacia 1136 ya se instalaron, cerca del Tajo, en lo que entonces era frontera con Al-Andalus, un par de conventos de estos mon­jes venidos de Francia. Dice así Sánchez Portocarrero al hablar de ellos: «El principal destos dos conventos era el de Santa María de Alcallex, junto del lugar de Aragoncillo, a menos de dos leguas de Molina, cuyo sitio oy conserva el nombre con el templo de su conbento, y una antiquísima ima­gen de Nuestra Señora». El otro monasterio, al que se refería, filial del primero, era el de Buenafuente. 

No es hasta 1176 que aparece el primer documento de estos monasterios, dando fe de su existencia en aquella remota edad. Sus habitantes eran venidos del monasterio del Monte Bertaldo, en la diócesis Xantonense, y su aliento culturizador fue extraordinario. Ellos iniciaron nuevos sistemas de explotación agrícola e industrial. Por ello fue que en dicho año de 1176, el conde de Molina, don Pedro, les confirmó la tenencia de las salinas de Anquela, que les habían regalado don Juan de Coba y doña Carmona. 

Un año después, en 1177, y desde el cerco a que estaba sometiendo a Cuenca, para su conquista, Alfonso VIII extendió un privilegio rodado por el que decía recibir bajo su amparo a los conventos de Alcallech y Buena­fuente, y liberar sus ganados del pago de impuestos. Incluso unas fechas después, y estando en el mismo lugar, este monarca concede a dichos ca­nónigos la heredad del Campillo, en término de Zaorejas, en la misma orilla del río Tajo, con la condición de que hagan allí un nuevo monasterio. Esto es: que sitúen, ya en la margen sureña del gran río, un puesto de avanzadilla contra la raza que él combate en Cuenca. ¿Habían conquistado estos canónigos la orilla del Campillo? Es muy probable que sí, y por esto la reciben en donación de su rey. Las leyendas que formaron ya en la mis­ma época y se elaboraron con los siglos dicen que el propio rey Alfon­so VIII, al regreso de su triunfal campaña sobre Cuenca, pasó en persona por el monasterio de Alcallech «a hazer sus Votos» y agradecer a la Virgen y a los canónigos su ayuda y sus oraciones. Esto lo cuenta Rizo en su «Historia de Cuenca». En cambio, el licenciado López Malo señala que el rey Alfonso visitó Buenafuente y Alcallech antes de emprender la campaña de Cuenca. La leyenda, como se ve, llega borrosa y desdibujada hasta el siglo XVII en que escriben estos autores. Añade Sánchez Portocarrero que «flo­recieron en estas Casas muy perfectos varones en santidad, particularmente en la de Alcallech, donde era prior don Juan, varón de admirable virtud a quien acudían con zelo cristiano los señores y vecinos desta provincia y de otras, con sus votos y ruegos». 

El caso es que por aquella misma época, en 1182, Domingo Pedro de Cobeta, el Rojo, y su mujer, doña Margarita, dan a los canónigos de Alcallech una heredad que tenían en Grudes, para que levantaran allí otro nuevo monasterio. Cinco años después, el conde don Pedro de Molina confirma esta merced y vuelve a insistir en que allí se haga monasterio en honor de la Santísima Virgen. En el mismo año de 1187, Esteban Hernández de Molina concede a los monjes de Alcallech una posesión llamada Algazabatén, para que con ella aumenten la de Grudes. Y al año siguiente, el rey Alfonso, estando en Toledo, autoriza a los canónigos para que compren un terreno junto a la desembocadura del Gallo, en lo que hoy se conoce como «Puente de San Pedro». 

La suerte de todos estos lugares, en un principio fuertes bastiones para la defensa del territorio cristiano, fue diverso con el transcurrir de los siglos. Sólo una de estas instituciones, el monasterio de Buenafuente, ha llegado vivo hasta nuestros días, aunque en manos de la Orden del Císter, cuyas monjas lo ocupan desde 1246. La iglesia de este cenobio, obra románica, típicamente francesa, de finales del siglo XII, es cuanto queda de aquella presencia varonil y místico‑guerrera. El resto de las edificaciones son añadidos posteriores y, por supuesto, mucho menos interesantes artís­ticamente. 

El convento de Alcallech, a pocos kilómetros del lugar de Aragoncillo, estuvo habitado hasta finales del siglo XV, y ya en el XVII era prácticamente una ruina. Se situaba en lo hondo de un pequeño vallecillo que baja desde el pico de igual nombre. El invierno pasado, un pastor nos señalaba el lugar que llaman «la dehesa de las monjas», y en el que sólo algunas piedra talladas y tejas rotas señalan la existencia de un antiguo y edificio. 

Más difícil es precisar algo sobre Grudes. Sánchez Portocarrero en su «Historia del Señorío de Molina» el documento de fundación de este monasterio, y dice que el «Tumbo de Buenafuente», hoy en el archivo monasterial de Huerta, le señalaba situado junto al pueblo de Prados Redondos, allí donde está situada la ermita de San Bartolomé. Su efímera vida nada dejó de su memoria. Pero el lugar de su emplazamiento, que no está, ni mucho menos, confirmado, es más probable que fuera en los alrededores de Cobeta, pues gentes de este pueblo fueron a apear la heredad de Grudes, que fue de donación de Domingo Pedro de Cobeta, y como tercer punto en apoyo de esta teoría podemos decir que la heredad de Algazabatén, temprana donación a Grudes, estaba en el término de Cobeta. 

En el Campillo, por supuesto, nada se llegó a construir. Su nombre quedó en el pequeño soto o huerto que riega el riachuelo que baja a Zaorejas, y viene a caer en el Tajo formando la grande y espectacularmente bella «cascada del arroyo del tío Campillo». 

Los otros monasterios medievales que el Señorío de Molina contó entre sus fronteras fueron los del barranco de la Hoz, la dehesa de Arandilla y Peralejos de las Truchas. 

El dato de la existencia de monjes en Peralejos de las Truchas lo hemos encontrado en la «Historia de Poblet», del pa­dre Finestres, donde se hace referencia a que en 1194, un grupo de mon­jes cistercienses llegó al lugar de Peralejos, en las márgenes del Tajo, y entre unos peñascos inaccesibles hicieron un monasterio, que, dos años después, trasladaron al que hasta hoy ha sido conocido con el nombre de «Monasterio de Piedra», en la actual provincia de Zaragoza. La presencia de estos monjes en esa fecha y ese lugar es también muy significativa del alto valor estratégico, militar y espiritual de que siempre gozó el Alto Tajo. 

Santa María de la Hoz  

En ese lugar tan espectacularmente bello que es la garganta que el río Gallo forma a su paso entre los términos de Ventosa y Torete, y que se conoce por el nombre de Barranco de la Hoz, ha florecido desde el remoto siglo XII, la piedad de mano de la leyenda. Tras la aparición de la Virgen María en una oquedad de la roca arenisca, roja y altiva, espumeante de verdes pinos en su remate, fue el lugar acrecentado por la atención de las gentes del Señorío, que colocan a su «Santa María de Molina», como en un principio se la llamó, en una ermita muy visitada. 

El lugar, que se hacía rápidamente centro de peregrinación, y, por lo tanto, lugar muy apto para la consecución de un prestigio religioso ganado fácilmente por sus conservadores, fue protegido por los condes de Molina. 

Llega la época en que asientan canónigos y monjes por los lugares estratégicos del Señorío, y es cuando el obispo de Sigüenza, Don Joscelmo, recibe en donación este santuario, de manos del segundo conde molinés, don Pedro Manrique. En realidad, y según la escritura conservada, don Pedro cambia el santuario por la mitad de la villa de Beteta. Por el valor que, espiritual y estratégicamente, goza ya la Hoz, no se puede parangonar al lugar conquense, lo que prueba ser una auténtica donación signada como cambio. Corre el año 1172. 

El obispo de Sigüenza, dueño del santuario mariano, pone en él sacer­dotes que lo sirvan y controlen. Tras la conquista de Cuenca, en 1177, por Alfonso VIII, el lugar pierde gran parte de su interés estratégico y defen­sivo, en el barranco de un afluente del Tajo. No obstante, don Pedro con­firma a la mitra seguntina el donativo, y figura como encargado del templo, en 1195, el maestro Wilelmus, o Guillermo, que nos parece ser de ascendencia europea, lo mismo que los abades de Buenafuente y Alcallech en esos mismos tiempos. Dos años después, en 1197, el obispo Don Rodrigo nombra capellán del santuario a Bernaro y confirma en su puesto a Guillermo. Ambos son sacerdotes europeos. 

Desde el episcopado de Don Rodrigo, ya en 1192, aquel lugar abandona el nombre de Santa María de Molina y comienza a ser llamado con su actual apelativo: Santa María de la Hoz. El entendimiento entre obispos de Sigüenza y condes de Molina es bastante bueno y, gracias a ello, va ade­lantando la casa santa y ganando en fama y riquezas. 

A comienzos del siglo XIII es ya lugar codiciado, por cuya tenencia se alzan intrigas. Mientras que don Gonzalo Pérez de Lara continúa prote­giendo los bienes del santuario, e incluso los acrecienta con la donación de los llamados «molinos de Entrambasaguas», en 1220, diez años después, y enviados por el obispo Don Rodrigo, llegan los canónigos regulares de San Agustín, al mando del maestre «Reialt», a lo que parece también de origen septentrional, y con evidentes deseos de interpretar en este abrupo y bellísimo lugar el modo de defender el cristianismo y la civilización occidental muy cerca de la frontera con el Islam. Es indudable que el clima de cruzada que se respira en Europa en esa época lleva a muchos caba­lleros y eclesiásticos norteños a venir a Castilla y dar aliento a campañas, monasterios, centros culturales y modismos de vida que hicieron avanzar grandemente la tarea reconquistadora en nuestro país. 

La presencia de los caballeros canónigos de San Agustín en Santa Ma­ría de la Hoz está documentada entre 1230 y 1245. Al menos en este año parecen no poseer ya este enclave, pues el infante Don Alfonso, señor de Molina, es quien se constituye en protector de la casa. La tradición quiere que desde entonces fueran los caballeros templarios los que se hicieran cargo del santuario, pero esto no se ha podido comprobar documentalmen­te, ni encuentra base lógica para su argumentación. El caso es que existe un interregno de casi dos siglos, en los que se sabe fue la mitra seguntina la encargada de proteger el santuario, y que, en 1461 pasaran a poseerlo y, por tanto, a darle nuevamente el nombre del monasterio, los monjes cistercienses de Ovila. Es posible que estos monjes tuvieran en su poder la ermita y hacienda de la Hoz desde bastante tiempo antes, pero la desapa­rición casi total del archivo del monasterio de Ovila, y la dificultad de consultar el del obispado de Sigüenza, hacen imposible afirmarlo con cer­teza. De todos modos, la historia que veíamos en Buenafuente y Alcallech vuelve a repetirse aquí, en la Hoz: las casas que en un principio sostienen y vigilan los canónigos regulares de San Agustín pasan a ser propiedad del Císter en cuanto pierden su carácter de neta avanzadilla ante el Islam. 

De aquellos tiempos primitivos nada queda en la Hoz, si no es la sola y espectacular pose de la Naturaleza, que entre cortantes rocosidades y altos vuelos de silencio se tiende todavía ante la entusiasmada ansiedad de quien hasta allí llega en peregrinar de ilusiones. Su historia, a pesar de ello, ha continuado creciendo y acrecentándose con generosas donaciones, espléndidos milagros, regueros de fieles en romería todos los años. Desde que, a principios del siglo XVI, el señor don Fernando de Burgos se hace patrono del santuario, coloca en él capellanes para su cuidado y reforma prácticamente todo lo reformable en cuanto a arquitectura del entorno, el santuario de la Hoz pierde el hálito misterioso de sus comienzos mo­nacales y cenobíticos. Hoy sigue siendo un perfecto lugar para hacer una excursión contemplando el paisaje y recordando tanta historia acumulada. 

Arandilla  

Otro de los lugares donde la religión del Císter estuvo durante varios siglos asentada, dentro del Señorío de Molina, fue la apacible de­hesa de Arandilla, en un amplio y escondido valle, rodeado de bosques de sabinas, donde nace el río de ese mismo nombre, que va a dar en el Gallo poco antes que éste, en el Puente de San Pedro, aumente con su caudal las aguas del Tajo. 

En el término de Arandilla fue donde la tradición molinesa dice que se apareció la Virgen al moro Montesino, o a la pastorcilla manca que avisó a este moro, gobernador del castillo de Alpetea, para que fundara una ermita en su honor y culto. De estas leyendas, así como los diversos lugares de emplazamiento de dicha ermita, hablamos en otro lugar de este libro. Veamos ahora la historia de este lugar. 

Desde luego, siempre debió estar poblado por las diversas civilizaciones que han habitado la península, pues el ancho valle es apto para todo tipo de cultivos, por estar resguardado de los vientos y tener buena humedad. Justamente en su centro existe una prominencia del terreno, en la que se podía levantar un castro, castillo o, como en la historia que nos ha llegado fidedigna, un monasterio o granja. Dice Sánchez Portocarrero, en su «His­toria de Molina», al tomo segundo, página 64v, de su obra manuscrita, que «hanse hallado en Arandilla notables antiguallas y sepulcros de moros». Es muy probable que fuera habitado aquel terreno en nuestra Alta Edad Media por los árabes que ocuparan el territorio. En el siglo XII, tras la reconquista y constitución del Señorío de Molina, pasó a formar parte del mismo, y fue su primer conde don Manrique de Lara, quien lo donó al ya floreciente monasterio bernardo de Santa María de Huerta, quizá con la intención de que allí se levantara otro monasterio de la Orden, in­cluso para servir de mausoleo a su familia. Esto, que parece alborotada suposición, se verá afianzado en noticias posteriores, que ahora referiré. 

El caso indiscutible es que, en 1164, año de la muerte de don Manriq­ue, se mencionaba este término en la bula de confirmación que el Papa Alejandro daba a los monjes de Huerta: «grangiam que dicitur Arandela, cum apendicibus suis». Años después, en 1181, cuando don Pedro, hijo de don Manrique, hace testamento, declara que Arandilla y su término lo regaló al monasterio de Huerta su padre, don Manrique. 

El deseo de don Pedro, y de su madre, doña Ermesenda, la viuda del conde don Manrique, fue de construir en Arandilla un monasterio, filial del de Huerta. En 1167 volvieron a ratificar la voluntad del primer conde de donar Arandilla al monasterio soriano, junto con otras heredades en su señorío molinés. Pero pusieron ciertas condiciones que no resultan muy claras en el documento, cuyo original en latín se conserva en el Archivo de Huerta, de donación. Don Pedro y doña Ermesenda daban, junto al terreno, 200 mencales (moneda de la época) para construir allí un monasterio que debía ser poblado con monjes bernardos de Santa María de Huerta. Si en el plazo de dos años no hubieran cumplido los religiosos con este compromiso, los condes se quedarían con el fruto de un año de la producción del terreno. Pero si quienes no cumplieran el compromiso eran los condes, entonces el monasterio de Huerta se quedaría con Arandilla por juro de heredad. 

No sabemos quién falló al cumplimiento de lo pactado. El caso es que en esos dos años no se construyó la abadía, y en 1169 surgió pleito entre el conde don Pedro de Molina y el abad, don Martín de Huerta. Por documento conservado en el cenobio soriano, que también transcribe íntegro Sánchez Portocarrero, vemos cómo en ese año de 1169 se juntan en Arandilla el conde don Pedro, el abad don Martín y algunos hombres del Concejo de Molina, para apear de nuevo la heredad y fijar sus límites. 

La cosa debió quedar en suspenso, pero no las intenciones de don Pedro de Molina, que a toda costa quería tener en su territorio un cenobio del Císter en donde enterrar a su padre, hallar él su propia tumba y quizá to­mar hábito de monje en sus últimos años de vida. Así lo manifiesta en un documento que redactó en 1181, en el que dona al monasterio de Huerta muchas vacas, yeguas y heredades, junto con dos mil maravedises de los buenos, para acometer la fundación de Arandilla, donde quiere ser ente­rrado a su muerte, si ésta le sobreviniera al sur de Lérida. Y llega a decir más: que si cuando él muriera aún no estuviera concluido el dicho monasterio de Arandilla, que los monjes de Huerta debía también erigir en aquel lugar un altar, celebrando sobre él el oficio divino de sus funerales. Y que si en el transcurso de sus días sus sucesores no daban tres mil maravedises para continuar edificando allí monasterio, que lo enterraran en Huerta. Y que si entonces, o incluso antes de su muerte, se edificara el monasterio de Arandilla, pero que éste no se pudiera sustentar por pobreza de medios, se disolvieran estas intenciones suyas y quedase para siempre la granja de Arandilla en posesión de los cistercienses de Huerta. Llega don Pedro a decir también en ese su testamento que cede el patronato del cenobio al rey de Castilla, renunciando al mismo tiempo él y sus sucesores. 

Da lástima comprobar, ochocientos años después de estos hechos, que proyecto tan querido del conde de Molina quedara sin ser hecho realidad. Tanto don Manrique como don Pedro desearon tener en Arandilla el «monasterio feudal» de su Señorío, y en él tener sepultura todos los con­des y condesas que en el futuro gobernaran Molina. No pasó, como vemos, de las intenciones. Sea porque ellos no pudieron aportar a su debido tiem­po los caudales necesarios, sea porque a los abades de Huerta no les inte­resaba poner en Molina otro cenobio que pudiera hacerles sombra, el caso fue que en Arandilla no llegó a levantarse nunca convento auténtico, ni los condes tuvieron allí su sepultura. Pasó a pertenecer toda la finca, eso sí, al monasterio soriano, y en su poder se mantuvo durante largos siglos, hasta la centuria pasada, en que la Desamortización de Mendizábal les privó de su tenencia. 

Los franciscanos  

Como decíamos al inicio de este capítulo, desde los comienzos del siglo XIII, en que Francisco de Asís dio vida a su Orden, hubo en Guada­lajara y su tierra hombres dispuestos a llevar a la práctica ese ideal fra­terno y espiritual. A Molina llegaron en tres etapas y tres modos diversos: los frailes franciscanos, las beatas de Santa Librada y las clarisas. 

Dice Sánchez Portocarrero que se fundó el monasterio de San Francisco de Molina el año 1284. Otros antiguos cronistas adelantan esa fecha a 1280, pero sólo podemos asegurar con certeza su existencia en 1293, año en que la fundadora, doña Blanca de Molina, hizo testamento, y en el mis­mo disponía ser enterrada «ante el altar de Santa Elisabet, dó es enterrada mi hija doña Mafalda», en el monasterio que años antes había fundado y edificado. 

Desde el primer momento gozó este cenobio de importantes ayudas materiales, pues aparte de los bienes y dineros que dejó la fundadora, fueron confirmados y aumentados después por su hermana doña María de Molina, y el esposo de ésta, Sancho IV, rey de Castilla. 

Se levantó el templo en estilo gótico, sobrio y corpulento a un tiempo, sufriendo luego posteriores reformas que le transformaron en su interior en una amalgama de estilos y ornamentos. Un gran coro a los pies, y en la cabecera sendas capillas de las familias Malo y Ruiz de Molina, en severo estilo renacentista. En la portada, y orientada al norte, se halla un ingreso del siglo XVIII muy sencillo y elegante, con puerta claveteada y emblema de la Orden franciscana bajo el frontón. De la misma época es la torre del templo, que hoy se conoce popularmente por el nombre del «Giraldo», por tener de veleta una figura metálica que gira al impulso del viento. 

Desde el primer momento de su historia, los bienes materiales sobre­abundaron en la comunidad franciscana de Molina, lo que no concordaba muy bien con su teórico aliento y ejemplaridad. Como decía el licenciado Elgueta, en su perdido manuscrito sobre las «Cosas memorables de Mo­lina», el convento llegó a ser tan rico que los religiosos vivían como caba­lleros, y el padre prior tenía caballos, perros de caza y halcones para su regalo. 

Así permanecieron las cosas hasta los comienzos del siglo XVI, en que la recia y espiritual figura del Cardenal Cisneros, franciscano también, de­cidió reformar a fondo las órdenes mendicantes. Los frailes de Molina, a cuya cabeza andaba por entonces fray Gonzalo de Tarancón, se opusieron terminantemente al cambio, que pretendía acabar con sus muchas riquezas y buena vida. El asunto se puso tan serio que el fraile y sus hermanos de Orden se encastillaron, rebeldes, en el monasterio, con armas y decididos a la defensa total. Carlos I, sabedor del asunto, ordenó a los «Regidores, Oficiales, Justicias, Caballeros, Escuderos e hombres buenos de la Villa» de Molina que los atacaran y sacaran por la fuerza. Ocurrió la batalla en 1525. Y con ella el descrédito de los franciscanos, que, ya reformados, aun­que siempre litigantes, siguieron viviendo entre los muros de su vetusto caserón, hasta el año 1835, en que lo abandonaron definitivamente. 

A finales del siglo XV comenzó en Molina a vivir una nueva comunidad religiosa, puesta también bajo la tutela de la Regla franciscana. Estaba dedicada a mujeres que, por unos u otros motivos, no podían abandonar totalmente su vida civil, pero que deseaban mantener un estado perma­nente de oración y recogimiento. Reunidas, constituyeron lo que por en­tonces se llamaba «beaterio»,  y les dio todo lo necesario para mantenerse el piadoso varón molinés don Fernando de Burgos. Dice así Sánchez Portocarrero de esa fundación: «Santa Librada es un Beaterio de Beatas de San Francisco; está extramuros en una eminencia, su templo fue fundación de Fernando de Burgos, Patrón y reedificador de Nuestra Señora de la Hoz por los años de 1490, después comenzaron a recogerse allí algunas virtuosas mujeres habiendo habitación, y lo han ydo continuando hasta aora con tan loable exemplo que es muy digno de mover los ánimos Chris­tianos para que se reduzca a convento aquella Casa». Se fundó exactamente en 1488, y en él vivió, con gran fama de santidad, doña María de la Tri­nidad, que murió en 1657. A finales del siglo XVIII, casi trescientos años después de su fundación, desapareció el beaterio molinés. 

La tercera casa de raíz franciscana que hubo en Molina, y que todavía hoy, tras muchos avatares adversos, continúa viva, es el convento de Santa Clara, de franciscanas menores observantes. En 1537 dio todo el caudal suficiente para su fundación y construcción el noble caballero molinés don Juan Ruiz Malo, aunque fueron sus herederos, don Pedro Malo de He­redia y don Martín Malo, quienes remataron la obra, ayudados por el obis­po de Sigüenza, don fray Lorenzo de Figueroa, que donó la iglesia romá­nica de Santa María de Pero Gómez para templo de la nueva comunidad. 

Vinieron a poblar el convento algunas monjas de Huete, en Cuenca. Fue primera abadesa la venerable madre sor Ana de Godoy, y entre las que componían esa primera comunidad figuraba la donada Juana de Balles­teros, que inauguró la serie de mujeres con fama de santidad que pasaron por aquel convento. La inauguración oficial se hizo el 7 de octubre de 1584. Ese mismo día profesó una joven molinesa, sor María de Jesús, que también alcanzó altas cotas de piedad en el ejercicio del franciscanismo contemplativo. 

A lo largo de los años, la comunidad de clarisas de Molina llegó a tener un muy importante acopio de riquezas. Por compra de diversos juros, se encargaban de cobrar las alcabalas de gran número de pueblos del Señorío, y de la misma Molina eran recaudadores del impuesto sobre la carne y el vino de la villa. La dote para entrar de monja en este convento era muy alta, pues no en balde se preciaba entre los más ricos de Castilla. Hasta 800 ducados pagaron cada una de las nueve doncellas que profesaron en 1671, casi todas procedentes de la alta sociedad del Reino. 

El templo conventual es hoy una de las más visitadas muestras del arte molinés. Bajo las rosadas murallas del castillo, el templo románico luce todavía una portada severa y estilizada de corte francés, con sendos haces de columnas escoltando la puerta propiamente dicha, que se cobija bajo varias series de arquivoltas. Capiteles y matojos vegetales dan el orna­mento severo y alegre del monumento. También al exterior, un ábside semicircular y altísimo se orna con capiteles y ventanales apuntados de homogéneo aspecto. El interior también conserva todo su primitivo as­pecto de arquitectura románica gris y elegante.