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agosto, 1974:

Notas de orfebrería: la Cruz de Valverde

Detalle de la macolla de la Cruz parroquial de Valverde

 En el recorrido que estamos realizando a través de las escondidas y remotas muestras de la orfebrería alcarreña, son las cruces procesionales las más interesantes y elocuentes piezas que atraen nuestra atención y demandan el estudio más minucioso. Hemos llegado a uno de los más apartados rincones de la provincia de Guadalajara, en busca de uno de estos ejemplares, y con toda facilidad hemos podido realizar su estudio. Se trata del serrano enclave Valverde de los Arroyos, al pie mismo de la pizarrosa serranía del Ocejón, allí donde cada año, en el domingo siguiente a la octava del Corpus, un grupo de danzantes ejecutan la serie más pura y genuina del folklore de nuestra provincia.

La cruz procesional de Valverde es una obra del siglo XVI, realizada en plata y con algunos detalles en plata sobredorada. Aunque incluida en un estilo netamente plateresco, todos sus elementos iconográficos y la ornamentación, están realizados con un aire eminentemente popular, como pocos son dados de ver en este tipo de obras.

Posee cuatro extremos de idéntico tamaño y estructura. El inferior acaba en una punta que se incrusta luego en la correspondiente abertura de la macolla. Los brazos acaban en flores de lis, en cuyo centro se coloca un pequeño medallón, de no más de 2 cm. de diámetro, con figuras religiosas grabadas en ellos.

En el centro del anverso aparece una imagen, exenta, de Cristo crucificado. Y en el reverso, en plata dorada, y protegida por cenefa calada de aire renacentista, una pequeña talla de la Piedad. En cuanto a los medallones, quizás lo mejor de la Cruz, por su aire tan ingenuo u popular, que acusan una sencilla y fervorosa mano, no exenta de un gusto y una técnica probadas, podemos reseñar que en el anverso aparecen grabados Santa Catalina, Santa Bárbara. San Lorenzo y el Ecce Homo, cuya fotografía acompaña estas líneas. En el reverso figuran una soledad, San Juan, San Judas y una Santa Virgen y mártir. Incluso en la macolla, que por la estructura achatada y oblonga, así como por el material empleado y los detalles de ornamentación, está confirmado ser obra de la misma época y mano, que el resto de piezas que aparecen en otros seis pequeños medallones con otras tangas figuras evangélicas, entre las que distinguimos a San Pedro, San Pablo, San Juan y San Andrés.

Terminado el estudio que podríamos llamar macroscópico y artístico, hemos de pasar a la identificación y época de su autor y factura, lo cual, en este caso se presentaba muy difícil, dado lo borroso e incompleto de las marcas que aparecen en la cruz.

De las Ordenanzas dictadas por los Reyes Católicos en Valencia, en 1488, y en Segovia, en 1494, deriva el hecho de que todas las piezas de orfebrería hispana lleven las marcas correspondientes al autor de la obra, acompañada del emblema distintivo en la ciudad donde trabajaba. Se conocen las marcas de muchos plateros y las de bastantes ciudades, como Toledo, Ávila, Burgos, Segovia y Sigüenza, entre otras. La Cruz de Valverde posee marcas de este tipo que nos permiten adscribir su factura a un lugar y a un autor, muy concretos. En la pinta de la Cruz, unas letras que nada dicen y la marca de la ciudad de Segovia, que consiste en la cabeza de una mujer, con los pelos radiantes, sobre un esquemático acueducto, lo que nos dice bien a las claras haber sido en aquella ciudad que se trabajó esa pieza. Y abajo, en la misma macota, tras repetidos intentos de limpieza, claramente aparece el nombre del platero, Diego Valles, artista ya conocido y estudiado anteriormente, pero que con esta pieza plena de detalles iconográficos y fuerza popular, aumenta su renombre entre los aficionados. De Diego Valles nos hable el marques de Lozoya en sus “Notas sobre Plateros segovianos del siglo XVI”, publicadas en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones del año 1926. Nacido a finales del siglo XV, ya en 1509 esta en plenas funciones de trabajo, pues en un protocolo de julio de ese año aparece su nombre en un contrato. Don Juan de Contreras señala también la existencia de una obra suya, firmada igualmente, en la parroquia de Zamarramala: el relicario que contiene un fragmento del Lignum Crucis y que procede de la iglesia de la Vera Cruz, que poseían los caballeros templarios en Segovia. Igualmente señala el marqués de Lozoya la existencia de este punzón en una rica custodia gótica de plata dorada existente hace años en el comercio de antigüedades de Madrid. Por una parte, aparecía el punzón de “Diego Valles”, en dos líneas, y por otra, la marca de Segovia, con el nombre “Diego” debajo, que el erudito profesor asignaba al también famoso platero Diego Muñoz, pero que más adelante se ha visto pertenecía únicamente al ahora tratado Valles. Así por ejemplo, en la obra que Charles Oman publicó en Londres, 1968, “The golden age of spanish silver”, incluye fotografiados, dos magníficos cálices del primer cuatro del siglo XVI, muy gotizantes aún en su estructura, pero con detalles ornamentales ya claramente platerescos, que son atribuidos  a nuestro autor, pues bajo la marca de Segovia aparece el nombre “Diego”, y, aparte, surge el punzón del platero, que Oman traduce por “Diego Vaile”, en su lectura imperfecta del castellano antiguo, y que son la firma inconfundible de Diego Valles..

Tras este breve apuntamiento, que sólo persigue dar al público conocimiento de este interesante muestra de orfebrería que  conserva nuestra provincia, sólo nos queda animar a cuantos gocen de verdad la contemplación de estas hermosas obras del antiguo y paciente trabajo de los artesanos del metal noble, a que se den una vuelta por Valverde de los Arroyos, donde, al mismo tiempo. Podrán gozar de unos paisajes y un clima de verdadero interés y gran belleza.

Cosas de Almonacid

 

El viajero curioso que arriba al alcarreño enclave de Almonacid de Zorita, se encuentra siempre agradablemente sorprendido por lo dilatado y bien acondicionado que está el pueblo en todos sus aspectos urbanísticos, y por el contraste que supone frente al res­to de los pueblos de la comarca alcarreña, en los que la despobla­ción y el cada vez más escaso número de habitantes en edad de trabajo son la tónica dominante.

Enseguida de su llegada, el via­jero será conducido, quizás por los pasos expertos de don Anto­nio, el alcalde, de don Felipe, el secretario, o de don Octaviano, el párroco, o quizás por las siempre amables indicaciones de sus veci­nos, hacia los edificios que de más interés posee Almonacid: la igle­sia parroquial, construida en la época de los Reyes Católicos; el antiguo convento de jesuitas, con su severa fachada clásica; el otro convento, todavía ocupado, de monjas concepcionistas, con su portada herreriana y su interior vacilante de lo gótico a lo rena­centista. Terminará, en fin, subiendo y bajando la costanilla, en la que asienta el pueblo, y con un inesperado goce, descubriendo todos esos detalles que no caben en las guías, ni en las palabras eruditas de los cicerones, sino en el camino que va de la pupila al corazón sensible de quien aprecia lo que aún posee sabor de antigua castellanía, olor de siglos antañones barnizados en hierro forja do, en labrada piedra de la cercana sierra de Altomira, en simple madera tallada por antiguas y hábiles manos artesanas.

Esas son, pues, las cosas últimas que Almonacid brinda, si que jamás se acaben, a quienes lo visitan. Cuatro sorpresas nos llevamos nosotros cuando, creyen­do que ya conocíamos lo suficien­te el pueblo, y tras de mirar ale­ros prestos al vuelo de la teja y el madero, o grandes portalones de oscuro y profundo olor medie­val, nos decidimos a dar una nue­va ronda por sus calles.

En el extremo norte del pueblo, en el lugar donde (aún se ven las raíces pétreas) asentaba una de las cuatro puertas del recinto amurallado, persisten todavía las cuatro paredes y un par de entra­das de lo que fue primitiva ermita de la Virgen de la Luz, pa­trona del pueblo, dedicada posteriormente a fábrica de aceites. Esa portada que vemos en la fo­tografía es un prodigio de senci­llez y buen gusto. Como muy Po­cas pueden ya admirarse en nues­tra provincia. Pues al severo em­paque de su arquitectura noble y bien medida, añade ese detalle del remate en que, a ambos lados de una vacía hornacina, representa repetido el sencillo escudo de la Orden militar de Calatrava, que durante mucho tiempo tuvo en Almonacid la sede prioral de Zori­ta, una vez que el histórico cas­tillo de tal nombre había perdi­do, su valor estratégico. La cruz floreteada, recia en su círculo, so­brecogedora aún en su grandeza, pone en esta antigua ermita el recuerdo de tiempos viejos que dieron su auténtico carácter a la villa.

En el dintel se lee que fue en 1610, gobernando Felipe III en las Españas, cuando, se levantó esta ermita. Años antes, a fines del siglo XVI, tuvo lugar el ya cono­cido «milagro del pajarito», en la puerta aneja a este pequeño tem­plo, pues también en lo alto del portón había una hornacina para depositar una imagen, seguramen­te románica, de la Virgen de la Luz.

Enfrente tenemos un caserón alto y nobilísimo, que pone ense­guida nuestra fantasía a calibrar posibilidades y aconteceres. Se trata del antiguo convento de je­suitas, en su parte trasera, con dos muros totalmente recubiertos de ventanales enrejados. En ellos, en los listones de hierro forjado que levantan su teoría de enjaulamiento y quiméricas proteccio­nes, radica un impensado mundo, de maravillas estéticas. Las labo­res del forjado en estas rejas den­tro de un estilo netamente popu­lar, pero por eso mismo sencillo y cargado de gracia, son numero­sas y todas dignas de admirar. Junto a estas líneas he puesto cuatro ejemplos de estas barras, en las que el punzón de un anti­guo artesano (son obra del siglo XVII), dejó grabadas esquemáti­cas flores, espaldas de serpientes, estrellas y un sin fin de ecuacio­nes emocionales.

Dentro del edificio, en lo que hoy es casino y casa particular, perviven las anchas escaleras, los patios de arquitrabadas galerías, los altos techos tapizados de vigas de oscura madera, las ventanas y puertas de cuarterones con herrajes sutilmente labrados, las cornucopias, los baldosines, de rojo esmalte… un escalofrío nos invade, como si el fantasma de un pasado siglo señalara con su dedo nuestra nuca. El convento de los je­suitas permanece oscuro y grandilocuente, en su humilde silencio.

En lo que hoy es ermita de la Luz, y tras una grandiosa facha­da que ostenta en su frente el escudo de armas de la Corona Es­pañola, nos aguarda aún otra sor­presa. Era difícil para el viajero imaginar tanta variedad de recuer­dos artísticos en Almonacid.

Pero, para admitir en esta villa la existencia de una auténtica y soberana iglesia, de perfecto estilo jesuítico, sólo cabe el dato concre­to de su visita personal, La nave única, altísima; el crucero apenas marcado, coronado por cúpula se­miesférica. El alto presbiterio hoy desnudo de altares… y todo cubierto de yeso ‘blanco y saledizos adornos de escayola. San Nicolás de Guadalajara, dentro del estilo concreto de iglesia jesuita, no gana en mucho a esta de Almonacid. En la que aparecen, sostenidos en barroca teoría de cornucopias y lambrequines, sobre los cuatro bordes de la cúpula, sendos escudos de armas de los marqueses de Belzunce Goyeneche y Balanza, cargados de oro, sable y gules, en perenne recuerdo de su patronato sobre la capilla mayor del templo.

Un poco más abajo, en la plaza mayor, que posee todos los encantos de una lonja pueblerina, pero bien acicalada y mejor cuidada, destaca la silueta, «civilota y liberal», de la torre del reloj, ya vislumbrada desde antes de entrar al pueblo. Todo el mundo sabe que se construyó en el siglo XVI, cuando era rey de España y medio mundo, Felipe II. Pero todavía puede gozarse del encanto y la sorpresa de descubrir, en uno de sus muros, el coronado escudo, limpiamente labrado, de la monarquía española, y la siguiente inscripción, rodeando a la Cruz de Calatrava, adornada a su vez, con sus dos típicos cantones emblemáticos. Desarrollada la frase, dice así: «Reynando don Philipe II y siendo su governador en este partido de Zorita el licenciado Juan de Céspedes, hizieron los vezinos de esta villa de Almonacid esta Torre Año de MDLXXXIX».

Y aún seguimos descubriendo escudos cargados de bien ganada nobleza, caserones, plazuelas llenas de encanto, carretas en algún rincón, gentes simpáticas por todos lados… Almonacid tiene, pues, cosas para no terminar nunca la admiración que por ella se nos despierta nada más vislumbrarla en la lejanía, ordenadamente acogida al verdor de los olivares y al gris sereno de las serranías.

De vieja medicina seguntina

 

La ciudad de Sigüenza, que desde el siglo XII mantiene en el trono pardo de su hogar catedralicio toda la austeridad y todo el brillo de una ejecutoria de noblezas, posee abundantes recuerdos de cualquier tema relacionado con las humanas actividades. Una de ellas, y de las más hermosas, es la que de médicos, boticas y salubridades trata. De la asistencia sanitaria a clérigos y seglares que durante las pasadas centurias poblaron Sigüenza es de lo que, brevemente .y en cortas pinceladas, vamos a tratar hoy.

Si desde la Edad Media existen en prácticamente todos los pueblos de España unos recintos, que se titulaban «hospitales», para el asilo de pobres, de peregrinos y, en algún caso, de enfermos, Sigüenza contó con uno de estos establecimientos desde el mismo momento en que se conquistó la ciudad, pues ya en 1197 el obispo don Rodrigo fundó el primer hospital que se recuerda. Parece ser que se le «dio, en principio, el nombre de «Hospital de Nuestra Señora de la Estrella», para pasar a llamarse de San Mateo en 1445, año en que don Mateo Sánchez, chantre de la catedral seguntina, le dotaba ricamente y p o d í a considerar como nuevamente fundado (1). Dividido otra vez en dos instituciones distintas, todavía en el siglo XVIU se escribía así de ellos: «En esta ciudad hai dos Hospitales, el uno para curar Pobres enfermos, y alimentar y Criar Niños Expósitos, llamado de San Matheo, que con dos mil ducados, que poco más o menos tendrá de renta, y las limosnas y Hasistenzias que le da el Cavildo de la Cathedral su Patrono se mantiene; y el otro llamado de la estrella, que sirbe para Hospedar Pobres Pasajeros y Peregrinos, que se mantiene con 400 ducados que tendrá de Renta, del qual es dcho Cavildo Patrono» (2), viendo, de esta manera, cuáles eran exactamente sus misiones y cortas posibilidades.

La Medicina fue, a partir del siglo XVI, una ocupación a la que se dieron muchos hijos de Sigüenza, teniendo en cuenta el establecimiento en la ciudad, desde el siglo anterior, y fundada por don Juan López de Medina, arcediano de Almazán, de la única Universidad que ha cabido en los límites de nuestra provincia. Exactamente el 11 de abril de 1551, por decisión del claustro de profesores, se creaba la cátedra de Medicina, que impartió sus enseñanzas hasta el año de 1771, en que, según el «Plan General de Estudios», del conde de Aranda, quedaba eliminada (3).

De ella salieron algunos médicos renombrados, que inmediatamente pasaban a ocuparse de la, por lo general, quebrantada salud de los miembros del Cabildo. En el siglo XVI, dos muy importantes ocuparon este puesto: don Juan Gutiérrez y don Pedro Galve, que llegaron a ser médicos de cámara del rey Felipe II y sus descendientes (4). De este último se conserva el recuerdo y la estatua yacente en la humilde parroquia de Riosalido (5). Aún podemos recordar en tal puesto y siglo al doctor don Francisco Díaz Cortés, natural de Molina.

En la siguiente centuria se distinguieron en Sigüenza los doctores don Juan del Castillo, autor de  una obra titulada «Tam de Anatome quam de Vulneribus et Ulceribus»; don Antonio Pérez de Escobar y otros (6).

Del siglo XVIII, en su mitad, poseemos datos fidedignos en cuanto a los nombres y ganancias de todos los profesionales relacionados con la sanidad seguntina. Tres médicos había en 1753. Uno de ellos, don Gerónimo Montero, titular del Cabildo, Comunidades y Hospital, percibía un suelo le siete mil reales al año, verdaderamente sustancioso para la época. Don Manuel Hermoso, «escripturado por algunos pueblos ynmediatos, y por las Agencias de la Ciudad», ganaba 5.500 reales. Finalmente, don Juan Manuel de Briega, titular de Sigüenza, cobraba 4.500 reales anuales (7).

En cuanto a los cirujanos que por la misma época actuaban en la ciudad mitrada, conocemos también sus nombres y ganancias. Eran los siguientes: «Cuatro Cirujanos, a quien Regulan las Utilidades hasí: a Dn. Joseph Jalón, escripturado por el Cavildo y Comunidades eclesiásticas, por esto y demás ganancias, 5.700 reales; a Pedro de Aguas, escripturado por la Ciudad para la Asistencia de los Pobres, por esto y las demás agenzias en la ciudad, 2.800 Rs.; a Juan de Ariza, 2.200 Rs., y a Juan Antonio de Yta, otros 2.200». Estos hombres no tenían las mismas características que sus homónimos actuales, pues, aparte de ser meros ayudantes de los médicos, actuaban también de sangradores y barberos. Eran lo que comúnmente llamaban «cirujanos romancistas» o de traje corto. Los «cirujanos latinos», o de toga, tenían mayor categoría aún que los médicos, pues añadían a ese el título de «algebristas», o conocedores de las enfermedades de los huesos. Ninguno de éstos habla por entonces en Guadalajara.

Finalmente, un breve recuerdo para los tres farmacéuticos o «boticarios» que, también al comedio del siglo XVIII, se ocupaban de administrar hierbas y tisanas a los seguntinos: don José García Linares, que lo era del Hospital; don Francisco Serrano y don Diego Ramírez de Arellano, este último de linajuda familia alcarreña.

Esperamos sirva este breve pincelada, con olor a formol y a hierbabuena, para evocar a unos hombres que con su profesión humanitaria y su mejor voluntad, trataron de llevar el alivio en el dolor de los seguntinos.

Antonio HERRERA CASADO (del «Programa de Fiestas de Sigüenza. 1974.)

(1) Ver mi artículo sobre «El Hospital de San Mateo» («Nueva Alcarria» de 3‑11‑73),

(2) De los «Autos Generales» que la ciudad de Sigüenza en 1753 envió por contestación al Interrogatorio para el establecimiento de la única contribución. (Archivo Histórico Provincial. Guadalajara)

(3) Montiel, Isidoro; “Historia de la Universidad  de Sigüenza”. (Tomo I, pp. 86 y SS.).

(4) Minguella, fr. Toribio: «Historia de la Diócesis de Sigüenza y de sus obispos». (Tomo III, pp. 567 y ss.).

(5) Ver mi artículo «Riosalido: un sueño en piedra». («Nueva Alcarria» de 6‑IV‑74.)

(6) García López, J. C.: «Biblioteca de escritores de Guadalajara…».

(7) Datos tomados de los ya citados «Autos Generales» del Catastro del Marqués de la Ensenada (Archivo Histórico Provincial. Guadalajara). Fr. Toribio Minguella: op. cit., p. 568, menciona a este último y lo cita como nacido en Argecilla, en 1686, señalando sus actividades médicas en Jadraque y monasterio de Sopetrán. Según Eduardo, Juliá Martínez, en «La Universidad de Sigüenza y su fundador» (Madrid,, 1928, p. 54), don Juan Manuel Briega fue nombrado catedrático de Medicina en 16 de junio de 1749.

Cogolludo, historia y arte

 

El viajero que en estos días se llegue hasta ­Cogolludo va a recibir una de las más agradables impresiones que pueda esperar, y marchará luego de allí con las retinas ocupadas de perspectivas bellas y el corazón pleno de deseos de volver. Cogolludo se enclava, como un dulcificado mastín que sestea, en la suave falda de un monte. Y allí mantiene sus páginas de historia abiertas por las calles; y sus importantes piezas artísticas distribuidas en plazas y rincones, siempre en la encrucijada de lo sorprendente y lo equilibrado.

Porque si el duro acontecer medieval, con su complejo hilar de guerras y donaciones, teje la historia más densa de Cogolludo, es ya el gentil y plácido deslizarse del siglo XVI el que dará a la villa sus más galanas vestiduras de arte y empeño estético. Frente a frente, y unidas a un tiempo, la historia y el arte forran un libro inacabable que hojear mientras se visita Cogolludo.

Su antiguo nombre, Cugulut, ya estaba diciendo bien a las claras que se trata de un topónimo de base geográfica, pues como un cogollo se alza el caserío desde los más remotos siglos. Alfonso VI la conquistó a los moros, y su descendiente, el emperador Alfonso VII de Castilla, la regaló, en 1176, a la entonces naciente Orden militar de Calatrava, que edificó en lo más alto el castillo, del que hoy sólo quedan unas insignificantes ruinas. Muy contentos estuvieron los del pueblo con estos señores, y a la fuerza cambiaron de dueño cuando, en 1335, el maestre calatravo don García López entregó la villa, castillo y territorio a don Iñigo López de Orozco, como pago de muchos favores que le debía.

Tras varias vicisitudes de trueques y cambios de señoríos, paró Cogolludo en las manos de los duques de Medinaceli, en seguida emparentados con los Mendoza y acendrados, por tanto, en el cariño total hacia la tierra alcarreña. Del mecenazgo de estos señores, de aquel don Luís de la Cerda, tan renacentista y amador del italiano modo, surgieron monumentos que aún hoy perduran. El palacio ducal, que llena y enno­blece un costado de la plaza mayor, es obra suya, y de Lorenzo Vázquez, como arquitecto, en la segunda mitad del siglo XV. De sus descendientes, la parroquia mayor de Santa María, en lo más alto de la villa, es la que ahora va a centrar nuestra atención y a conducir nuestro paseo minucioso.

Un gran volumen de piedras doradas conforma en la altura este templo, cuya torre remata en chapitel al estilo español, propio de la época de Felipe II, en esa segunda mitad del siglo XVI en que se construye. Dos buenas portadas le dan acceso, por el sur y el occidente. En ésta, hoy cerrada, se encuentra por remate un ‑interesante grupo tallado de la Trinidad, en el que Dios Creador aparece sosteniendo en sus brazos a Cristo crucificado. En aquélla, que sirve de entrada principal, aparece en una hornacina la bellísima imagen de la Virgen, tallada en el siglo XVI, que contemplamos en la fotografía adjunta.

El interior de la parroquia de Cogolludo es deslumbrante por su grandiosidad. Cante en ella, con voz propia, el estilo gótico que aún se usa en el siglo del Renacimiento español, domeñado ya y decantado por los modos de hacer platerescos. Se dividen las tres naves por gruesas columnas intermedias, apoyadas en plintos muy moldurados, y rematadas en cenefas de las que arrancan unas bóvedas nervadas de muy agradable aspecto. Semicirculares aberturas en los marcos dan paso a diversas capillas laterales, y en lo alto se abren ventanas del mismo estilo.

Al fondo de la capilla mayor ya no queda, desgraciadamente, nada de lo que fue retablo mayor de esta parroquia y que poseía bastante mérito. En la nave del Evangelio, un pequeño altar contiene el gran cuadro que pintara José Ribera, «El Españoleto», a comienzos del siglo XVII, dentro de la técnica más pura del tenebrismo hispano. Sus grandes dimensiones ‑2,32×1,75 metros- y la extraordinaria factura del mismo lo elevan a la categoría de las mejores obras, pictóricas que se atesoran por todo el cinturón de la provincia de Guadalajara. Su tema son los «Preliminares de la Crucifixión y existen copias del mismo en Méjico, Florencia y París. Lo regaló a la iglesia el duque de Medinaceli, un año en que sustituyó su tradicional regalo al pueblo de un pollo que solía ofrecer por Navidad, por es, te gran cuadro, tomando así el apelativo cariñoso de «el capón del duque», con que se le conoce en Cogolludo.

En una capilla de la nave del Evangelio aparece como sistema de cierre una magnífica reja gótica, de la que queremos dejar aquí constancia, y en él suelo, a su entrada, encontramos una lauda sepulcral, en la que, bajo aparatoso escudo de armas, se lee lo siguiente: «Esta piedra mandó poner el muy magnífico Sr. Barón de Mendoza, patrón de esta Capilla de Nuestra Señora María CPL, donde están enterrados sus padres y abuelos y bisabuelos».

Para seguir anotando todo lo que de interés se encuentra en este templo, hemos de mencionar también un pequeño relieve, fragmento de otro que fue más extenso, representando la, Visitación de María a su prima Santa Isabel. En la sacristía existe un juego compuesto de tres sacras, seis candelabros y un crucifijo, todo ello en plata. En las sacras aparece grabada un águila bicéfala, y en los candelabros se encuentran los siguientes motivos: por una cara, el donante, que fue don Juan Francisco Delbira y Rojas; por otra, un castillo y la palabra «Cogolludo», y en la tercera, el nombre del grabador, que fue Mateo Pérez.

Ahora que la villa de Cogolludo celebra sus fiestas patronales, y entre sus muros antiguos y remozados recibe una gran afluencia de visitantes curiosos, bueno es recordarles que una gran cara de historia, arte Y tipismo baja rodando, desde el castillo y la iglesia, por sus calles empinadas y frescas. Y que no deben marcharse de allí sin haber gustado de todas esas cosas.

Almonacid: rumor monjil

 

La villa de Almonacid de Zorita, que atesora por todas sus esquinas abundantes y jugosos, recuerdos históricos y artísticos; que nos sorprende a cada instante con algún portalón oscuro y anclado en los remotos siglos medievales, con un palacio, una ermita o un callejón estrecho y sabroso; que nos habla de continuo, en sonoro castellano antiguo, de ejecutorias nobles, priores calatravos y leyendas populares, es un lugar de la Alca­rria donde el rumor monjil, el trasiego de comunidades religiosas no ha cesado desde hace cuatro siglos.

La espiritualidad que de esos recuerdos históricos y artísticos se desprende, podemos encontrarla cuajada en la historia d e esas cuatro diferentes órdenes religiosas femeninas que por entre sus murallas han pasado, y aún tienen vida en ellas. El e riño y respeto con que la Milla siempre acogió a estas santas mujeres, es lo que hoy nos lleva a recoger, aunque muy breve y sucintamente los nombres, las fechas y el rastro dul­cificado que dejaron en Almonacid.

Es la más antigua orden que de monjas asentó en esta alcarreña villa, la de las “señoras dueñas” de Calatrava, que desde su primitivo emplazamiento de San Salvador, cerca de Jadraque, se trasladaron aquí en un intento de acercarse a la corte y de abandonar aquel enclave, tan remoto y desconocido, que poseía vida propia desde 1218, y que a comienzos del siglo XVI fuera reconstruido con ayuda del emperador Carlos V. Su hijo, Felipe II, fue quien en 1576 concedió a las Calatravas, su traslado a Almonacid de Zorita, lugar donde, por ayuda del Consejo de la orden Calatrava, que en esta, orilla del Tajo tenía su sede comarcal, consiguieron fácilmente alojamiento y manutención. La iglesia de la Concepción, construida a lo largo del siglo XVI con el dinero del pueblo, estaba por entonces casi concluida. Alrededor de ella solo hubo que levantar un convento, pues huertas y viñedos ya existían. En la iglesia encontraron ya instalado el magnífico retablo de pinturas y esculturas que Juan Correa de Vivar, y Juan Bautista Vázquez, respectivamente, levantaran de su plateresca mano, y que hasta la guerra última de 1936‑39 permaneció en perfecto estado, siendo posteriormente vendido por la Comunidad actual a un coleccionista toledano.

Cuando en 1604, el rey Felipe II visitó este monasterio, acompañado de su sobrino el príncipe de Saboya y otros veinte caballeros de las órdenes militares, la madre abadesa le expuso el deseo, que tenían de trasladarse de allí. De volar, en suma, y ya definitivamente, a la corte. Fue, por fin, en1623 cuando la abadesa doña Jerónima de Velasco, viajó a Madrid. Y allí consiguió del monarca reinante su autorización y amparo, trasladándose el 5 de noviembre de ese año, en coches de la Real casa, hasta: el convento que pusieron en la calle de Alcalá, y que dio abolen­go calatravo y alcarreño a la me­jor arteria vial de la, capital de España (1).

Poco tiempo después, las vacías salas del cenobio de Almonacid recibían el sonar sacrificado de otra comunidad monjil: la de franciscanas descalzas, o clarisas, que en él estuvieron, sin suceso digno de nota, hasta el fin del siglo XVII (2). Exactamente en 1699, y con apoyo del duque de Medina de Rioseco, almirante de Castilla, quien las fundó en Madrid el llamado convento de San Pascual, se trasladaron a la Corte para tampoco volver jamás.

Enseguida iba a quedar relleno su vacío convento. Y por mujeres profesas en la misma orden franciscana aunque ahora de la rama de las concepcionistas. Establecida en Escariche desde 1567, la comunidad “de la Concepción de Santa María”, que en sus casas principales situaría don Nicolás Polo Cortés, buscaban también mejorar de posición, y pensaron, desde principios del siglo XVII, trasladarse a Almonacid. Era entonces la villa alcarreña un lugar donde, indudablemente, se vivía bien y corría en abundancia el dinero. El hecho de que, además, tuviera en él su sede el prior de la orden de Calatrava, aumentaba su prestigio y su categoría. Aparte de ser la capital de la provincia llamada Zorita hasta el siglo XVIII.

Las de Escariche hicieron todo lo posible por conseguir el traslado. En 1700 lo solicitaban del cardenal Portocarrero, arzobispo dé Toledo, quien no pudo hacer nada positivo ante la manifiesta oposición de la patrona del convento de Escariche, doña Catalina Temporal y Polo. Poco duró éste estado de cosas, pues, el Concejo de Almonacid trabajó en firme para conseguir poblar su vacío convento, con esta comunidad deseosa de cambio. Al fin lo consiguió, y tras elaborar, unas abultadas Ca­pitulaciones (3), en las que las monjas quedaban muy protegidas por la villa, se instalaron las concepcionistas en 1703, continuando hasta el día de hoy en su callada y espiritual misión. El siglo pasado optaron por adscribirse a la reforma que hizo Sor Patrocinio, «la monja de las, llagas». De su actividad y poder en ciertos momentos, dan cuenta los documentos que han quedado de su archivo (4), aunque a partir de 1836, año de la desamortización de Mendizábal, estuvo muy mermado su patrimonio.

La cuarta comunidad que tuvo su asiento, en tiempos pasados, en la populosa villa de Almonacid de Zorita fue una de monjas carmelitas, compuesta por las de los conventos dé Descalzas del Corpus Christie, de Madrid; las, del Colegio de las Vírgenes de Guadalajara, y las del convento de Loeches. Ocurrió esto, en el año 1809, cuando la invasión napoleó­nica de España, al tener que huir de sus primitivos, lugares, acosadas dé peligros varios. Refugiadas en Pastrana todas estas monjitas, en el mes de diciembre de dicho año decidieron huir, hacia Almonacid, donde fueron muy bien acogidas y tratadas en la casa particular de don Joaquín Pérez y doña Juana Salcedo, haciendo allí vida de comunidad durante un mes aproximadamente (5).

En esta sucinta relación de idas, y venidas monjiles, de paso y, repaso de comunidades y rezos, solo, nos queda por destacar un punto, y es la importancia notoria, que durante los siglos XVI a XIX tuvo la villa de Almonacid de Zorita, capital de una extensa y productiva comarca de la Alcarria baja, y que se pone de relieve en éste interés de las comunidades mendicantes por asentarse en ella, señal inequívoca de que entre sus habitantes corría el dinero y la nobleza. Hoy permanece, como, un renovado milagro diario, la presencia azulada de las concepcionistas, a las que puede oírse, como una cascada de finos y gélidos filamentos, por entre las ventanas del convento, en las tardes reposadas de la Alcarria, cantar y cantar sus divinas alabanzas.

NOTAS:

(1) Da estas noticias don C. García en sus «Aumentos a las relaciones enviadas a Felipe II por Almonacid. Memorial Histórico Español, tomo XLII, pág. 150, Madrid 1903.

(2) Alvarez Baena, “Compendio de las grandezas de Madrid”

(3) Se conservan estas Capitulaciones en el archivo del convento de concepcionistas de Almonacid. Son muy curiosas y dignas de nota las ayudas que el  Concejo promete a las monjas, en especial de aguas, alimentos, y pre­rrogativas.

(4) En el Archivo Histórico Nacional se conserva, abundante material documental de este cenobio. Para ampliar detalles, consultar mi obra sobre «Monasterio y conventos en la provincia de Guadalajara», págs. 224‑26.

(5) Fray Silverio de Santa. Teresa, «Historia del Carmen Descalzo en España, Portugal y América».