Ochaíta, en orden
Ahora que ha pasado un año de su muerte, que todavía sigue pareciendo tan difícil que el silencio de José Antonio Ochaíta sea eterno, nos atrevemos a poner unas letras en su recuerdo. Nos exponemos a jugar una mala pasada a nuestras sensibilidades, demasiado apegadas a lo terreno, por intentar madurar para el futuro la imagen que Ochaíta fue labrándose a si mismo, que es la más auténtica y duradera de todas.
Es difícil, repito, para quienes nos vimos honrados con su entrañable amistad, con sus conversaciones fáciles, cargadas de erudición y poesía, con su amable sonrisa en los labios siempre, colocarle en una de éstas, que son poco menos que vitrinas de museo, páginas del «Glosario Alcarreño». Pero José Antonio Ochaíta era Alcarria pura, y su palabra no tenía otro fruto que los tomillares, los altivos castillos, las hidalgas presencias de los hombres que hicieron nuestra historia. Por eso debe quedar nuestro amigo, el hombre íntimo que fue para todos nosotros, en la honorable lista de las cosas grandes, de los hechos importantes que dan a nuestra tierra su verdadero carácter. Porque José Antonio no recibió la savia alcarreña: dio de su armonía y de su fuerza a los paisajes, a los villajos, a las gentes todas que a veces se cruzaban con él sin reconocer en su brevísima anatomía un enviado celeste, una escueta, pero honda, presencia de sublimidades terrenas.
Sería fácil, y doloroso también, recordar ahora la biografía de Ochaíta; decir de su nacimiento en Jadraque, de sus estudios madrileños de Filosofía y Letras, de su dedicación a la poesía, al teatro y al arte con toda la intensidad de quien es más llama que cuerpo humano. Sería necesario, quizás, recordar su pertenencia a la Academia Sevillana de Buenas Letras, su inclusión en todas las antologías poéticas, por exigentes que fueran, y su título de Cronista oficial de la ciudad de Guadalajara. Sería, en fin, obligado contar alguna anécdota, ese preparar un largo poema para alguna velada literaria, mientras los carpinteros y decoradores colocaban el escenario; esa pasión sutil y enfebrecida a un tiempo que él ponía en sus actuaciones; esa última, hermosa y escalofriante aventura de Pastrana, de aquella noche inacabable del 17 de julio de 1973, en que se nos muriera inesperadamente.
En realidad, nada de ello es necesario. Todo, además, resultaría falso y vacío. Porque José Antonio Ochaíta guardaba dentro de sí una verdad que difería bastante de lo que muchos, incluso grandes amigos suyos, creían tener como única. El polifacetismo de José Antonio, que a muchos asombra al conocerlo en su total dimensión, era más aparente que real. Recuerdo ahora uno de sus libros de poemas, que él tituló «Desorden», y que, publicado hacia el año 1934, es hoy una rareza bibliográfica. En el título aflora, todavía, la imagen que de Ochaíta forjaron los demás, los que le admiraban. Parece como si, en ese momento, hubiera sucumbido ante el peligro del autodesconocimiento. Porque de eso, de desordenado, de hermosa polvareda en la tarde, de excesivamente variopinto en su quehacer humano, le habían etiquetado a nuestro amigo.
Y era todo lo contrario. José Antonio Ochaíta estaba, estuvo siempre, en un admirable ordenamiento anímico. Regido por una sola idea; gobernado por un solo ideal; programada toda su actividad hacia una única meta: la de la belleza a cualquier precio. Y en esa búsqueda se afanó siempre, se descoyuntó en mil colores, en infinitas apariencias… Ochaíta miraba la Alcarria, y buscaba la belleza del momento, del paisaje, de los recuerdos históricos o humanos. Ochaíta hablaba con un amigo, y le llevaba siempre al mismo terreno, al suyo, al único en que merecía gastar la vida: a la búsqueda de lo sustancial, de lo inmutable, de lo hermoso, en suma.
Ochaíta fue el poeta total. El hombre que comprendió el verdadero papel que su raza, su especie, su entorno socio‑histórico debía jugar frente al Cosmos. Estuvo siempre en orden. En un orden perfecto. Hasta en el mismo momento en que se nos fue, y que antes hemos reconocido inesperado, nuestro amigo se debatía entre el orden de un poema apasionadamente expuesto y el otro orden, aún más alto, de la muerte fría. Como un escalofrío, aquella noche nos asaltó la idea. Y todavía hoy, un año después, pugna por ser admitida: ¿escogió José Antonio Ochaíta el momento de su muerte?
Ahora, en la galería de los alcarreños ilustres, de los hombres que mágicamente perdurables atesora nuestra tierra, sonríe y nos alienta para que no decaiga su empeño, su alta llama de amor hacia lo bello.