Ochaíta, en orden

sábado, 13 julio 1974 0 Por Herrera Casado

 

Ahora que ha pasado un año de su muerte, que todavía sigue pare­ciendo tan difícil que el silencio de José Antonio Ochaíta sea eter­no, nos atrevemos a poner unas le­tras en su recuerdo. Nos expone­mos a jugar una mala pasada a nuestras sensibilidades, demasiado apegadas a lo terreno, por intentar madurar para el futuro la imagen que Ochaíta fue labrándose a si mismo, que es la más auténtica y duradera de todas.

Es difícil, repito, para quienes nos vimos honrados con su entrañable amistad, con sus conversaciones fáciles, cargadas de erudi­ción y poesía, con su amable son­risa en los labios siempre, colocarle en una de éstas, que son poco menos que vitrinas de museo, pá­ginas del «Glosario Alcarreño». Pe­ro José Antonio Ochaíta era Alca­rria pura, y su palabra no tenía otro fruto que los tomillares, los altivos castillos, las hidalgas pre­sencias de los hombres que hicie­ron nuestra historia. Por eso debe quedar nuestro amigo, el hombre íntimo que fue para todos nosotros, en la honorable lista de las cosas grandes, de los hechos im­portantes que dan a nuestra tierra su verdadero carácter. Porque Jo­sé Antonio no recibió la savia al­carreña: dio de su armonía y de su fuerza a los paisajes, a los vi­llajos, a las gentes todas que a veces se cruzaban con él sin reconocer en su brevísima anatomía un enviado celeste, una escueta, pero honda, presencia de sublimidades terrenas.

Sería fácil, y doloroso también, recordar ahora la biografía de Ochaíta; decir de su nacimiento en Jadraque, de sus estudios madri­leños de Filosofía y Letras, de su dedicación a la poesía, al teatro y al arte con toda la intensidad de quien es más llama que cuerpo hu­mano. Sería necesario, quizás, re­cordar su pertenencia a la Acade­mia Sevillana de Buenas Letras, su inclusión en todas las antolo­gías poéticas, por exigentes que fueran, y su título de Cronista ofi­cial de la ciudad de Guadalajara. Sería, en fin, obligado contar al­guna anécdota, ese preparar un largo poema para alguna velada literaria, mientras los carpinteros y decoradores colocaban el escena­rio; esa pasión sutil y enfebrecida a un tiempo que él ponía en sus actuaciones; esa última, hermosa y escalofriante aventura de Pastrana, de aquella noche inacabable del 17 de julio de 1973, en que se nos muriera inesperadamente.

En realidad, nada de ello es ne­cesario. Todo, además, resultaría falso y vacío. Porque José Antonio Ochaíta guardaba dentro de sí una verdad que difería bastante de lo que muchos, incluso grandes ami­gos suyos, creían tener como úni­ca. El polifacetismo de José Anto­nio, que a muchos asombra al co­nocerlo en su total dimensión, era más aparente que real. Recuerdo ahora uno de sus libros de poemas, que él tituló «Desorden», y que, publicado hacia el año 1934, es hoy una rareza bibliográfica. En el tí­tulo aflora, todavía, la imagen que de Ochaíta forjaron los demás, los que le admiraban. Parece como si, en ese momento, hubiera sucumbi­do ante el peligro del autodesco­nocimiento. Porque de eso, de des­ordenado, de hermosa polvareda en la tarde, de excesivamente vario­pinto en su quehacer humano, le habían etiquetado a nuestro amigo.

Y era todo lo contrario. José Antonio Ochaíta estaba, estuvo siempre, en un admirable ordenamiento anímico. Regido por una sola idea; gobernado por un solo ideal; programada toda su activi­dad hacia una única meta: la de la belleza a cualquier precio. Y en esa búsqueda se afanó siempre, se descoyuntó en mil colores, en in­finitas apariencias… Ochaíta mira­ba la Alcarria, y buscaba la belleza del momento, del paisaje, de los recuerdos históricos o humanos. Ochaíta hablaba con un amigo, y le llevaba siempre al mismo terre­no, al suyo, al único en que mere­cía gastar la vida: a la búsqueda de lo sustancial, de lo inmutable, de lo hermoso, en suma.

Ochaíta fue el poeta total. El hombre que comprendió el verda­dero papel que su raza, su espe­cie, su entorno socio‑histórico debía jugar frente al Cosmos. Estuvo siempre en orden. En un orden perfecto. Hasta en el mismo momento en que se nos fue, y que antes hemos reconocido inesperado, nuestro amigo se debatía entre el orden de un poema apasionadamente expuesto y el otro orden, aún más alto, de la muerte fría. Como un escalofrío, aquella noche nos asaltó la idea. Y todavía hoy, un año después, pugna por ser admitida: ¿escogió José Antonio Ochaíta el momento de su muerte?

Ahora, en la galería de los alcarreños ilustres, de los hombres que mágicamente perdurables atesora nuestra tierra, sonríe y nos alienta para que no decaiga su empeño, su alta llama de amor hacia lo bello.