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julio, 1974:

Indumentaria visigoda en Guadalajara

 

La semana pasada veíamos, un tanto someramente, los diversos matices que el traje popular adquiere en nuestra provincia, habiendo podido constatar que, en muchos lugares, ya tan bellas costumbres han desaparecido ante el empujón impersonal de los nuevos tiempos. Si, como esperamos, se acomete en serio por nuestros etnógrafos y folkloristas el estudio exhaustivo del traje popular alcarreño, hará falta contar con algún antecedente histórico del que poder arrancar datos, según el hilo de la evolución de alguna prenda o, en cualquier caso, crear un entorno lo más amplio posible, en lo que se refiere al tiempo, para la situación de unos y otros modos de vestir.

Es por esto que ahora, humilde y brevemente, vamos a tratar de exponer algunos ejemplos que en nuestros monumentos provinciales aún se conservan, de lo que fue el «traje regional» en las remotas épocas del Medievo.

Por supuesto que no existían en esa antigua edad unas características propias de cada región, y todo lo más que se podría encontrar es una peculiaridad de unos a otros países, pero nada más. Si hablemos aquí de indumentaria Visigoda en la provincia de Guadalajara no es porque nos queden monumentos de la época ni, mucho menos, tallas de la misma. Es en los monumentos románicos, que en tanta abundancia atesora la tierra alcarreña, donde se pueden encontrar representaciones de indumentarias medievales, en las que la supervivencia de lo visigodo es muy viva.

Aun cuando las fuentes para el conocimiento del traje visigodo son muy escasas, los diversos autores que han tratado sobre el mismo (1) han tomado sus datos de ese manantial inacabable de sabiduría e información alto medieval que son las «Etimologías» del sevillano San Isidoro. Así, podemos conocer que, entre otras prendas, era muy corriente en la España del siglo VI la llamada «armilausa» o «armeclausa», que consistía en una túnica partida por delante y atrás, con la falda abierta en pico. Así se representa en un capitel de la iglesia de San Pedro de la Nave, en Zamora. Vemos en él que otra característica acusada del traje visigodo español es la gran cantidad de pliegues, seguramente provocados, que tenían estas vestimentas. Por todos estos antecedentes es por lo que podemos clasificar dentro de la más genuina indumentaria visigoda ese par de figuras sacerdotales que se representan en un capitel de la iglesia parroquial de Saúca, y que, aun siendo obra del siglo XII, en plena época románica, acusan ese visigotismo que aún no ha desaparecido del todo en nuestro país por esos años.

Pues así como la indumentaria visigoda es herencia clara de la propia del Imperio romano, mantenida viva gracias al contacto continuo con Bizancio, así la época románica conserva caracteres de una u otra época, dada la lentitud con que avanzan las modas e innovaciones en los siglos medievales.

Así podemos llegar, con variantes escasas y gran parecido, a la época del pleno románico, del siglo XIII en nuestra provincia, en la que son prendas distintas con características ornamentales muy similares. Tenemos, así, por un lado, el conocido «brial», o túnica talar con mangas estrechas, patrimonio de la gente adinerada de Castilla, con la variante del «brial hendido» para cabalgar, tal como vemos en ese caballero cazador que, representando al mes de mayo, forma parte del mensario de la puerta románica de Beleña de Sorbe, y que reproducimos junto a estas líneas.

Sobre el brial románico se solía usar el pellizón, algo más corto, de mangas más anchas y de buen abrigo. La variante de brial que, sin embargo, conserva más pura la herencia romana y visigoda, es el manto o «palium», generalmente muy largo y cubierto de pliegues que se introducía por la cabeza y se «embrazaba» para caminar con mayor soltura. De esta vestimenta, reservada a las personas de elevada posición social, tenemos aún ejemplo en un capitel del atrio románico de la parroquia de Pinilla de Jadraque, concretamente en la escena de la Adoración de los tres Reyes Magos, a los que el artista viste lo más ampulosamente que sabe. Su imagen aparece también junto a estas líneas.

Son estos tres ejemplos, tomados al azar entre otros muchos existentes, de lo que era el vestir en Guadalajara durante los remotos siglos del Medievo. Sin unas acusadas características regionales, repito, pero con el valor que todo lo hecho por hijos de esta tierra representa para nosotros. Y, sobre todo, con el dato curioso que pueden suponer estos antecedentes a la hora de archivar y recoger la indumentaria regional alcarreña en estos momentos de salvar lo poco que nos va quedando.

(1) «Compendio de indumentaria española», de África León y Natividad de Diego. Madrid, 1915; pp. 53 y ss. «Indumentaria medieval española», de Carmen Bernis Madrazo. Madrid, 1955; pp. 9‑11 y lámina 1.

El traje popular alcarreño

 

Por nuestro buen amigo, el estudioso J. R. López de los Mozos, se exponía no hace mucho en el diario «Pueblo ‑ Guadalajara», la idea de crear un grupo de trabajo que fuera recogiendo, en este momento crucial que atravesamos, todos aquellos datos que del peculiar modo de ser de nuestros pueblos aún nos, queda. Esto es, recopilar y archivar, por medio de fotografías, películas, grabaciones, fichas, etc., nuestro folklore provincial. Al mismo tiempo, don Antonio Aragonés Subero, autor de un par de libros sobre estos temas del costumbrismo, alcarreño, exponía unas conclusiones parecidas, en las que su ponencia sobre «El costumbrismo en la comarca», contemplaba la semana pasada el Consejo Económico Social Sindical de la Alcarria. Antes que ellos, ya en el año 1951, el primer gran estudioso de nuestro folklore, don Sinforiano García Sanz, publicaba en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares un: trabajo titulado «Notas sobre el traje popular en la, provincia de Guadalajara», hoy rarísimo de encontrar, y que es de uno más de las muchas cosas recopiladas y publicadas por este nuestro paisano. La idea, pues, es magnífica y perentoria en su realización. Todo lo que signifique catalogación, recopilación y archivo frente a los siglos futuros, será hoy casi más fructífero e importante que la auténtica investigación, que, no obstante, a lo anterior va aparejada.

El trabajo del señor García Sanz que hoy vamos a comentar, se acompañaba de un mapa, dos grabados y ocho fotografías. En este sentido es en el que hoy debe hacerse hincapié, coleccionando todo cuanto de interés queda aún vivo y en utilización, tanto en fotografías, como en la realidad más viva, en forma de Museo del Costumbrismo.

Pero el mérito auténtico de este trabajo está en la clasificación de la provincia de Guadalajara en cuatro zonas diferentes, dentro de las que se estudian sus peculiares maneras de vestir, tanto del hombre, como de la mujer, en sus días de fiesta o sus faenas de trabajo.

Una primera zona comprende la Campiña y Alcarria baja. Una segunda, la Alcarria media y alta, en un cuadrado formado por Torija, Jadraque, Armallones y Alcocer. En tercer lugar se colocan los partidos de Sigüenza, Molina y norte de Cifuentes. Y la cuarta zona queda conformada por las serranías de Tamajón y Atienza.

En las dos primeras, más meridionales, la influencia del traje manchego es muy notoria, al igual que ocurre en las dos del norte, en las que es el estilo aragonés de vestimenta el que predomina.

Y, aunque es en la primera zona, de la Campiña y Alcarria baja, donde más se ha dañado el popularismo del traje, por influencias de la megalópolis madrileña, es ése, sin embargo, el que se ha adoptado como traje oficial de la región alcarreña, y que, de una manera somera, aquí describo: la mujer lleva una amplia falda, en la que se representan trazos o rayas diversos, siempre en tonos claros. Debajo aparece una saya de colores vivos. Y encima un delantal de seda, con fondo oscuro.

Al talle se anuda un pañuelo, pequeño y de colores vivos, de lanilla fina. En algunos casos, este pañuelo se sustituye por un mantoncillo anudado al pecho y que carga sobre los hombros. Lleva media blanca y zapato negro. El hombre viste de paño negro o pardo, a base de calzón, chaleco y chaqueta corta. El chaleco es de colores vivos, rameado o con pintas. Una faja se coloca a la cintura y encima de ella un cinturón con hebilla de chapa. El calzón se sujeta al calcetín, mediante cintas. De calzado trae una alpargata abierta. Lleva además el aldeano de esta zona, una manta de lana en sobrios colores, generalmente rayada. Como añadidos peculiares de algunos lugares o tipos, aún quedan vivas la blusa larga de satén negro, típica de los pellejeros de Mondéjar, y la blusa corta de los vendedores de miel de la Alcarria.

Muy típico de esta zona es el lujoso y atractivo peinado que usa la mujer, y que en el pueblo de Mondéjar tuvo su centro más afamado, pues nos recuerda la copla: «Al estilo de Mondéjar/ vengo peinada. / Me ha peinado mi tía / la mondejana». Va una raya en medió hasta el centro de la cabeza, y allí una transversal divide el pelo en tres partes. A los lados quedan dos rodetes, y atrás un moño. El hombre llevaba a la cabeza un pañuelo de seda, anudado atrás, en forma de gorro. Pero el auténtico gorro alcarreño es el sombrero de ala ancha, redoblada en el borde, con borlas en lo alto de la copa, hecho en fieltro negro.

Nos hemos extendido más en la descripción del traje popular en esta primera zona por ser la más representativa y peculiar. Dentro de la Alcarria media, incluida en una segunda división, se consideran como más típicos los trajes de Yélamos, todos ellos realizados en fuertes paños. La mujer no gasta suntuosos peinados y lleva, entonces, pañuelo a la cabeza. En cuanto a los hombres, se ven tocados alguna vez con la montera típica de zonas más altas, y en algunos lugares, como en La Puerta, acostumbran a llevar varios pares de medias, siendo ésta la causa de que los llamen «pantorrilludos».

En Sigüenza y Molina se acusa totalmente la influencia aragonesa. El traje masculino suele ser completamente negro, a base de calzón, chaleco, faja y sombrero, con pañuelo de vivos colores a la cabeza. Muy particulares la vestimenta de los tratantes de ganado de Maranchón, quienes sobre el traje normal se ponen una blusa negra, muy amplia. Se extendió su uso a los tratantes de otros pueblos, incluso fuera de nuestras fronteras provinciales.

La zona pastoril de Tamajón y Atienza, contempla unos modos de vestir acordes con el clima duro que reina en ella. Los hombres llevan calzón de cuero y zamarra de pellejo, fuertes medias de lana y abarcas o peales de calzado. En la cabeza, la montera de piel, «racial y antigua», como la califica acertadamente García Sanz. Las mujeres de esta zona se cubren con vestidos de vivos colores y tienen la costumbre, en invierno, de poner la falda, larguísima, sobre la cabeza, para cubrírsela. Como adorno utilizan collares de cuentas de cristal o porcelana, algunas veces de aljófar.

Podría partirse de este magnífico, aunque resumido estudio de don S. García Sanz, para elaborar una catalogación exhaustiva y total de los trajes más peculiares que se utilizaron, o, en algunos casos, aún se utilizan, en los pueblos de nuestra provincia. Será una manera más de trabajar por ella, de demostrar que de Verdad importa lo que de antiguo nos viene como un raigón de ancestralismo y savia genuina. Si la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», a la que se ha brindado la idea de crear una subsección de Costumbrismo acepta esta misión, los hombres que antes he citado y otros muchos, estarán dispuestos a salvar lo que aún permanece anclado, y en abundancia, entre el cotidiano vivir de nuestras gentes.

Ochaíta, en orden

 

Ahora que ha pasado un año de su muerte, que todavía sigue pare­ciendo tan difícil que el silencio de José Antonio Ochaíta sea eter­no, nos atrevemos a poner unas le­tras en su recuerdo. Nos expone­mos a jugar una mala pasada a nuestras sensibilidades, demasiado apegadas a lo terreno, por intentar madurar para el futuro la imagen que Ochaíta fue labrándose a si mismo, que es la más auténtica y duradera de todas.

Es difícil, repito, para quienes nos vimos honrados con su entrañable amistad, con sus conversaciones fáciles, cargadas de erudi­ción y poesía, con su amable son­risa en los labios siempre, colocarle en una de éstas, que son poco menos que vitrinas de museo, pá­ginas del «Glosario Alcarreño». Pe­ro José Antonio Ochaíta era Alca­rria pura, y su palabra no tenía otro fruto que los tomillares, los altivos castillos, las hidalgas pre­sencias de los hombres que hicie­ron nuestra historia. Por eso debe quedar nuestro amigo, el hombre íntimo que fue para todos nosotros, en la honorable lista de las cosas grandes, de los hechos im­portantes que dan a nuestra tierra su verdadero carácter. Porque Jo­sé Antonio no recibió la savia al­carreña: dio de su armonía y de su fuerza a los paisajes, a los vi­llajos, a las gentes todas que a veces se cruzaban con él sin reconocer en su brevísima anatomía un enviado celeste, una escueta, pero honda, presencia de sublimidades terrenas.

Sería fácil, y doloroso también, recordar ahora la biografía de Ochaíta; decir de su nacimiento en Jadraque, de sus estudios madri­leños de Filosofía y Letras, de su dedicación a la poesía, al teatro y al arte con toda la intensidad de quien es más llama que cuerpo hu­mano. Sería necesario, quizás, re­cordar su pertenencia a la Acade­mia Sevillana de Buenas Letras, su inclusión en todas las antolo­gías poéticas, por exigentes que fueran, y su título de Cronista ofi­cial de la ciudad de Guadalajara. Sería, en fin, obligado contar al­guna anécdota, ese preparar un largo poema para alguna velada literaria, mientras los carpinteros y decoradores colocaban el escena­rio; esa pasión sutil y enfebrecida a un tiempo que él ponía en sus actuaciones; esa última, hermosa y escalofriante aventura de Pastrana, de aquella noche inacabable del 17 de julio de 1973, en que se nos muriera inesperadamente.

En realidad, nada de ello es ne­cesario. Todo, además, resultaría falso y vacío. Porque José Antonio Ochaíta guardaba dentro de sí una verdad que difería bastante de lo que muchos, incluso grandes ami­gos suyos, creían tener como úni­ca. El polifacetismo de José Anto­nio, que a muchos asombra al co­nocerlo en su total dimensión, era más aparente que real. Recuerdo ahora uno de sus libros de poemas, que él tituló «Desorden», y que, publicado hacia el año 1934, es hoy una rareza bibliográfica. En el tí­tulo aflora, todavía, la imagen que de Ochaíta forjaron los demás, los que le admiraban. Parece como si, en ese momento, hubiera sucumbi­do ante el peligro del autodesco­nocimiento. Porque de eso, de des­ordenado, de hermosa polvareda en la tarde, de excesivamente vario­pinto en su quehacer humano, le habían etiquetado a nuestro amigo.

Y era todo lo contrario. José Antonio Ochaíta estaba, estuvo siempre, en un admirable ordenamiento anímico. Regido por una sola idea; gobernado por un solo ideal; programada toda su activi­dad hacia una única meta: la de la belleza a cualquier precio. Y en esa búsqueda se afanó siempre, se descoyuntó en mil colores, en in­finitas apariencias… Ochaíta mira­ba la Alcarria, y buscaba la belleza del momento, del paisaje, de los recuerdos históricos o humanos. Ochaíta hablaba con un amigo, y le llevaba siempre al mismo terre­no, al suyo, al único en que mere­cía gastar la vida: a la búsqueda de lo sustancial, de lo inmutable, de lo hermoso, en suma.

Ochaíta fue el poeta total. El hombre que comprendió el verda­dero papel que su raza, su espe­cie, su entorno socio‑histórico debía jugar frente al Cosmos. Estuvo siempre en orden. En un orden perfecto. Hasta en el mismo momento en que se nos fue, y que antes hemos reconocido inesperado, nuestro amigo se debatía entre el orden de un poema apasionadamente expuesto y el otro orden, aún más alto, de la muerte fría. Como un escalofrío, aquella noche nos asaltó la idea. Y todavía hoy, un año después, pugna por ser admitida: ¿escogió José Antonio Ochaíta el momento de su muerte?

Ahora, en la galería de los alcarreños ilustres, de los hombres que mágicamente perdurables atesora nuestra tierra, sonríe y nos alienta para que no decaiga su empeño, su alta llama de amor hacia lo bello.

Notas del arte renacenstista alcarreño

 

Uno de los más insignes monumentos qué se conservan en la ciudad de Guadalajara es el palacio de don Antonio de Mendoza, convertido por su sobrina, doña Brianda, en convento franciscano de la Piedad, y sede del Instituto de Enseñanza Medía, durante el último siglo. Construido en los primeros años de la decimosexta centuria, hoy sólo nos queda de él la portada, algo modificada por sucesivas reformas y el gran patio central, del que hoy nos ocuparnos.

Era don Antonio de Mendoza hijo de don Diego Hurtado, primer duque del Infantado y segundo marqués de Santillana. Uno más de los muchos hijos de este duque, destacó en la guerra y se dedicó, ya en su edad adulta, a la sosegada vida cortesana arriacense, a la que obsequió con la construcción de esta su casa, una de las mejores que en la hora del Renacimiento puso Guadalajara en la órbita española.

Aunque las fechas de construcción del palacio de don Antonio de Mendoza oscilan entre 1500 y 1505, parece ser que este patio es algo posterior, fechable, de todos modos, antes de 1515 (1). Su autor, casi con toda seguridad, fue el arquitecto Lorenzo Vázquez, hombre que se formó en la escuela de Juan Guas, cuando éste construía el palacio del Infantado, de nuestra ciudad, a fines del siglo XV, y que podemos considerar como el introductor del estilo renacentista en España. Frente a la evolución que Guas aporta dentro del secular evolucionismo gótico, dando la medida exacta de lo isabelino‑español, con su mezcla de mudéjar y flamígero en la portada del palacio del Infantado, surge la revolución artística de Lorenzo Vázquez, apoyada en todo momento, con admiración y aliento constante, por el Cardenal Mendoza, verdadera cabeza decisoria de esta gran familia, durante el paso del siglo XV al XVI (2). Vázquez revoluciona «a lo romano», trae de Italia el nuevo estilo que ya hace casi 75 años se ha implantado en la vecina península, y da las pautas para el resurgir de uno de los más característicos estilos hispanos: el plateresco.

Aquí, en Guadalajara, se construye el palacio de los duques de Medinaceli, en Cogolludo, a finales del siglo XV, el monasterio franciscano de Mondéjar, en la primera decena del XVI, este palacio arriacense en esa misma época, y alguna otra cosa que luego mencionaremos. Es Lorenzo Vázquez, quien construye todo ello, así como, de parte del Cardenal Mendoza, a cuyo servicio se reconoce, levanta también el colegio de la Santa Cruz, en Valladolid (3).

Con estas bases podemos asegurar la importancia capital que tienen los monumentos renacentistas alcarreños, dentro del conjunto de estas obras en España. Por su sentido pionero y, también, por ciertas características propias, diferenciales. Pues si el arte del Renacimiento en España reconoce dos tendencias muy definidas: el plateresco y el clasicismo (4), los primeros monumentos en Guadalajara no tienen nada de ellos: son puramente italianos, directamente heredados del modo de hacer toscano.

Se forma el patio del palacio de don Antonio de Mendoza con dos órdenes de galerías, superpuestas verticalmente, totalmente arquitrabadas. Pies sencillos y columnas cilíndricas de piedra, se rematan en interesantes capiteles. Coronándolo, zapatas, arquitrabe y cornisas talladas en madera, que dan al conjunto una vistosidad especial. En cada lado del patio hay cuatro columnas, y otras cuatro, una en cada esquina. Abriendo el acceso al piso superior, por medio de escalera del mismo estilo, tres columnas con capiteles de idénticas características.

Encontramos fundamentalmente dos tipos de capiteles diferentes, sobre los que gravita todo el gracejo ornamental, plenamente clasicista, de este patio. Uno de ellos es muy parecido al que abunda en el palacio de los duques de Medinaceli, en Cogolludo, obra directa de Lorenzo Vázquez: sobre un anillo simple, se alza un collarín de hojas de acanto, casi exentas, de las que surge un estriado vertical (en Cogolludo, este estriado es salomónico, inclinado, lo mismo que ocurre en los capiteles de la plaza mayor de Guadalajara y en algunos del patio de la casa Dávalos, también en nuestra ciudad), que se remata por moldura de ovas y dardos, coronándose con ábaco corintio, de escotaduras sencillas. Este primer tipo de capitel (figura 1) es el propiamente alcarreño, de gran severidad y elegancia, y que no aparece en monumentos posteriores a 1520. En la galería alta del patio de la casa Dávalos, en Guadalajara, aparece un capitel similar a éste, pero con el estriado inclinado y rematándose con moldura laureada, lo que le confiere un cierto aire goticista, igual que ocurre en otro capitel de las ruinas del convento franciscano de Mondéjar. En cierto cuadro atribuido a Juan de Pereda, existente en el museo del Prado, se ven capiteles idénticos a éstos (5).

El segundo tipo de capitel del patio del antiguo Instituto de Guadalajara es más complicado, pero también muy característico de los monumentos alcarreños de esta época. Se trata (figura 2) de un par de hojas de acanto, muy exuberantes, acompañando un jarrón central, del que surge una flor que viene a centrar la escotadura del ábaco. Enfrentados sobre el jarrón, con las bocas abiertas y las colas enrolladas, dos delfines se enfrentan. Este motivo animal aparece, también, en otros capiteles de la galería alta de este patio arriacense; los vemos además en un friso de la portada del monasterio franciscano de Mondéjar, y lucen en el pomo de la espada (6) que el Papa Inocencio VIII regaló al segundo conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, quien tanto protegió también la entrada del estilo renacentista en esta tierra.

Hay aún en el patio del palacio de don Antonio de Mendoza, en su galería alta, otro tipo de capitel que raya en lo compuesto del arte griego, con fuste repleto de grandes hojas y en el centro un motivo ornamental muy cercano ya al grutesco que utilizará el plateresco posterior. El ábaco se centra con un lirio, y voluminosas volutas remarcan las esquinas del toro capitelino.

Acerca de otros capiteles alcarreños aparecerá en fecha próxima un nuevo artículo. Sirvan hoy estos ejemplos para dejar bien patente el aire particular y el nombre propio que el Renacimiento alcarreño puede ostentar en el ámbito del arte español. Gracias, sobre todo, a uno de sus artistas más destacados y «revolucionarios», como lo fue Lorenzo Vázquez, hombre de confianza del Cardenal Mendoza.

(1) Layna Serrano, «Los conventos antiguos de Guadalajara», Madrid 1943, pág.‑165.

(2) Elías Tormo, «El brote del Renacimiento en los Monumentos españoles», Boletín de la Soc. Esp. de Exc., (1918), XXVI, pág. 118.

(3) Gómez‑Moreno, Manuel, «Sobre el Renacimiento en Castilla; hacia Lorenzo Vázquez», en Arch. Español de Arte y Arqueología (1925), 1. También San Román y Fernández, Francisco, «Las obras y los arquitectos del Cardenal Mendoza», en Arch. Esp. de Arte y Arqueología (1931), VII, pp. 153‑162.

(4) Valeriano Bozal, «Historia del Arte en España», pp. 116 y ss.

(5) Juan de Pereda, ya estudiado en anterior «Glosario», trabajó activamente en la región de Guadalajara y Soria, como pintor de influencia rafaelesca, en los primeros treinta años del siglo XVI. Es más que probable la amistad que le uniría con Lorenzo Vázquez y Cristóbal de Adonza, otro arquitecto renacentista que trabajó en Mondéjar.

(6) Se conserva esta espada en el Museo madrileño de la fundaci6n Lázaro Galdeano. Decía de ella don Elías Tormo, que era el estoque con el que se abrió paso en España el arte italiano del Renacimiento.