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abril, 1974:

La caza del jabalí

 

En el repaso general de las artes en la provincia de Guadalajara, es el estilo románico el que con más fuerza y amplitud cubre nuestra rural geografía, depositando ejemplares, en general sencillos y de humilde traza, por los cuatro costados de nuestras comarcas, en un plazo de tiempo que media entre la mitad del siglo XII y el promedio de la siguiente centuria. Sobre este modo de hacer arquitectónico, tan característico de la época medieval y de tan universal aceptación como prueba de una no perdida cultura, escribió el doctor Layna Serrano, cronista provincial de Guadalajara, un libro que trata de las manifestaciones del arte románico en nuestra tierra, y que es justamente estimado por cuantos se han dedicado al estudio de este estilo artístico.

Una de las iglesias descritas en dicho libro, y que figura justamente entre sus páginas como uno de los más acabados ejemplos de arquitectura medieval, es la de Campisábalos, pueblecito situado al Norte de nuestra provincia, en las estribaciones meridionales de la llamada Sierra de Pela, que nos separa de la vecina Soria, y para cuyo entorno hemos reivindicado una concepción conjunta de su arquitectura románica.

Aquí, en Campisábalos, en el muro sur de la capilla de San Galindo, aparece tallado en la piedra un completo y sencillísimo mensario, con la representación de los meses del año por medio de diversas faenas agrícolas y ganaderas. Muy desgastados ya por el transcurso de los siglos; lluvias y rigores de pedradas chiquilleriles, amén de la poca pericia que como tallista dejó evidenciada el autor de la obra escultórica, hacen difícil su exacta interpretación. A la derecha de los doce meses, aparecen dos escenas que se salen de la ronda anual, y vienen a ser exponente de dos características actividades medievales. Una de ellas es una pareja de caballeros justando en un torneo. La obra, que reproducimos junto a estas líneas, interpretó el Dr. Layna Serrano como escena doméstica típica: un aldeano conduce a una gruesa hembra de cerdo, a la que acompañan dos lechoncillos, uno de los cuales parece estar encima de ella, dado el ingenuo modo de representar la escena por el artista, que lo habría hecho de una manera vertical.

Tras haber visto aquello por primera vez, creímos que la interpretación del Dr. Layna no estaba en lo cierto, inclinándonos enseguida por juzgar aquello como una escena de caza del jabalí, deporte tan popular en nuestro bajo Medievo, y tan fácil de practicar en aquélla zona por la abundancia de dichos animales. Nuestra teoría, que sólo se basaba en la sospecha, ha quedado recientemente demostrada tras visitar detenidamente la ermita de Tiermes, unos kilómetros al norte, aunque ya en la provincia de Soria, y comprobar que una escena idéntica se halla representada, con mucha mayor nitidez y pericia, en uno de los capiteles de la galería porticada.

Dicho templo, el más importante arquitectónica e iconográficamente de la sierra de Pela, fue construido en 1182, y sus tallas realizadas por un tal «Martín», heredero directo del arte ornamental románico del monasterio de Silos. De sus muchos temas tallados en capiteles, tres fueron copiados bastante fielmente por el autor de la iglesia de Campisábalos: el sagitario cazando trasgos, la lucha de dos caballeros medievales, y esta escena de la caza del jabalí, que en Tiermes adquiere un realismo y una veracidad extraordinarias: sobre el gran animal salvaje, caracterizado por su masa cárnica, su cabezota feroz y su crin sobre el espinazo, cae un perro mordiendo su cuello, y otro atacando sus patas traseras, mientras un aldeano clava su lanza, por delante, al animal, y otro personaje, al final del grupo, hace sonar una trompa de caza. La escena es reproducida, con idéntica distribución, en el friso de Campisábalos, sin que pueda caber ya ninguna duda acerca de su identificación.

Charlando en aquel lugar, -Tiermes, junto a las ruinas arévacas de Termancia -, con el guarda de las ruinas y un sobrio pastor soriano, pudimos comprobar cómo hoy todavía se utiliza la misma técnica, sencillísima y efectiva, para cazar estos grandes animales que, en verdaderas manadas, pueblan actualmente aquellos solitarios territorios: con un par de bravos perros, una lanza y una buena dosis de sangre fría y amor a la aventura, se puede repetir una y otra vez la misma escena que en el capitel de la ermita, tallado hace ahora 800 años, se re­presenta.                1

Breve nota ha sido ésta, que esperamos haya contribuido a completar, un poco más, el interesantísimo y rico conjunto que el arte románico conforma en la provincia de Guadalajara. En este caso concreto, sobre el territorio de la sierra de Pela, de características interprovinciales muy peculiares.

El castillo de Beleña

 

El lugar de Beleña del Sorbe, más conocido por la interesante portada románica de su parroquia, posee en lo más alto de su entorno un ruinoso resto de lo que fué magnífico castillo, hoy ya dedo en alimento a la implacable máquina del tiempo. Tan sólo unos inestables paredones aspillerados, y algún que otro resto del recinto amurallado es cuanto queda de aquella fortaleza que, asomada al pintoresco río Sorbe, vio desfilar por el lugar dos civilizaciones; nacer y morir Estados; pasar, en definitiva, la variada feria de los días.

A esas piedras, pegada ha quedado un retazo de la historia de Guadalajara. Una sucesión de peleas, de matrimonios, de herencias y traiciones que han venido a forjar su legendaria palabra ahora velada en su aislamiento. Las historias, siempre atrayentes y cuajadas de hechos guerreros, de nuestros castillos alcarreños, son poco conocidas, aunque muy bien estudiadas por el Dr. Layna Serrano. El devenir de este derrumbado castillo de, Beleña es, si cabe, menos conocido todavía. Y de sus comienzos en la historia ha existido hasta ahora un vacío casi total, que le. hacía nacer de entre unas nubes de conjeturas (1). Hemos encontrado, sin embargo, unos .documentos de gran interés que permiten dar fechas y nombres para sus comienzos y primeros pasos en la historia.

El castillo fue levantado, sin duda alguna, por los árabes, du­rante los 350 años aproximadamente que poseyeron la zona. El documento aportado más adelante así lo da a entender. Fue Fernando I de León quien seguramente alcanzó el primero este enclave, hacia el año 1059 (2), y posteriormente su sucesor Alfonso VI la tomó para la corona castellana, de una manera definitiva, cuando en 1085 reconquistó los importantes enclaves de Toledo y Guadalajara. Como todo lo conquistado a la morisma, pasé el término de Beleña al poder directo del rey, quien luego decidía entregar a sus vasallos, fieles y colaboradores, estos terrenos para su repoblación y defensa. Durante casi un centenar de años permaneció Beleña y su castillo en poder de los monarcas castellanos, y es en 1170 cuando se inicia su andadura particular.

Fue el 5 de enero de este año, estando en Almazán, cuando el rey Alfonso VIII hizo carta de donación de la «villa llamada Beleña, con su castillo», a su dilecto vasallo y militar Martín González, que le había servido en múltiples ocasiones, y había demostrado su devoción y fidelidad (3). Además de la villa, y el castillo, el rey dona a don Martín las, aldeíllas dependientes de Beleña, que no se nombran en el documento, además de tierras, viñas, molinos, huertos, defensas, pesca, montes, fuentes, etcétera, para que la posea perpetuamente y lo dé en herencia a sus sucesores. Entre los numerosos nobles y prelados que confirman la donación, aparece don Joscelmo, obispo de Sigüenza a la sazón.

Existe aún otro documento de gran interés para la primitiva historia de Beleña. Prácticamente desconocido (4). Se trata de la confirmación del anterior, dado por Alfonso VIII en Toledo, a 12 de mayo de 1182, en el que el rey concede «cartam donationis, concesionis et stabilitatis» a Martín González, a su esposa doña María, y a sus hijos e hijas, de las villas de Beleña y Montarrón, y de la villa nueva (de repoblación) llamada de Minaya. Junto a la renovación de sus derechos sobre ellas, se añade la donación de diversas heredades en Sepúlveda y Peñafiel. Como obispo de Sigüenza aparece don Arderico.

Parece ser que Ruy Martínez era hijo, de estos primeros señores de Beleña, y de su matrimonio con doña Urraca nació doña Sandra Ruiz, tercera señora de Beleña, que casó con Pedro Meléndez Valdés, naciendo de este matrimonio don Melén Pérez Valdés, considerado por el Dr. Layna y D. Juan Catalina, García como segundo señor de la villa y castillo, siendo en realidad el cuarto personaje que gozó de tal título. En esta familia continuó Beleña hasta el siglo XV, en que pasé a los Mendoza de una manera un tanto irregular, surgiendo en el siglo XVII un ruidoso y casi interminable «pleito, de Beleña», del que todos los archivos están pletóricos de aburrida y monótona documentación, suscitado por un descendiente de la familia Meléndez Valdés.

Han querido ser estas líneas sencillo engarce para dar a conocer estos dos documentos, que vienen a aclarar el comienzo del dominio cristiano y feudal, del histórico castillo de Beleña, hoy en un lastimoso estado de ruina y abandono, que muestra lo insensibles que fueron nuestros antepasados a la hora de valorar y amar como se merecen los restos y documentos vivos de su historia. Cuando las tornas y los conceptos han cambiado, el reloj de los cuidados hacia nuestro pasado histórico‑artistico hacía mucho que había dado las campanadas de media noche.

(1) F. Layna Serrano, Castillos de Guadalajara, 3ª, edición. Madrid 1962, pág. 126. Dice que

“asegurada la conquista de la re­gión luego de la toma de Toledo, la oscuridad más completa reina sobre la historia del castillo de Beleña, cuyo primer señor parece ser un Martín Fernández…”  Ahora veremos que esto no es cierto.

(2) En esa fecha llegó hasta los lugares de Riba de Santiuste, Santamera y Huérmeces, según se desprende de la «Historia de España», del arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada.

(3) Se conserva copia de este documento en el nº 8 de la Colección Velázquez, de la Real Academia de la Historia, tomado del folio 64 del libro‑becerro del monasterio de Arlanza. La cita el padre Luciano Serrano, en nota de pág. 229 de su «Cartulario de Arlanza», y copia íntegramente Julio González en “El Reino de Castina en la época de Alfonso VIII”, Madrid 190, tomo II, páginas 222-224.

(4) Se conserva una copia de la misma época en el Monasterio de las Huelgas, en Burgos, legajo 5, nº 147. Lo publica Julio González, op. cit., tomo páginas 674‑676.

Un capitel silense en Campisábalos

 

Dentro del muy visitado y estudiado grupo de iglesias románicas que formen las de Villacadima, Albendiego y Campisábalos, queda aún, en esta última, un detalle que merece paremos nuestra atención en él, por lo que de, explicativo de un modo de hacer medieval tiene. La Iglesia de Campisábalos, con su atrio porticado, su gran puerta similar a la de Villacadima, y su ábside semicircular, es una pequeña  joya del arte románico en el área de la sierra de Pela, que puede añadir todavía el valor de la capilla del caballero San Galindo, anexa al templo, en su costado meridional, en los mismos días de la construcción primitiva, Esta capilla, que posee una puerta exterior similar a la de la iglesia, un friso esculpido con las labores agrícolas y ganaderas de cada mes del año, un par de ventanas amudejaradas y un interior de sencillísima estructura románica, ostenta en el lado izquierdo de su arco mayor, de entrada el presbiterio, un capital bastante bien conservado sobre el que no se ha, parado hasta ahora la necesaria atención. A él vamos.

Adosado a dicho muro, coronando doble columna rechoncha, y rematándose en movida imposta que en este caso hace las veces de ábaco del capitel, aparecen tras caras de fina escultura, donde la fábula orientalizante dimanada de Silos se hace piedra blanca y poética incertidumbre. Mientras en las caras laterales aparecen jóvenes sagitarios disparando sus arcos, en la central se presentan, dándose mutuamente la espalda. dos trasgos sobre los que montan encapuchadas avecillas.

La influencia de la galería del claustro de Silos es Innegable. De ese gran monasterio benedictino irradió durante muchos años, a toda Castilla, el modo de testimoniar un cristianismo por medio de imágenes y símbolos nunca vistos hasta entonces. El claustro silense se construyó, bajo el mandato del abad Martín, entro 1130 y 1150. En seguida se extiende este tipo de iconografía orientalizante por la región burgalesa (Rebolledo de la Torre, Jaramillo de la Fuente, Soto de Bureba (1175), Moradillo de Sedano (1188), etc.), así como pesa a tierras de Soria (S. Pedro, en la capital; Osma, en la sala capitular de su catedral, y ermita de Tiermes, en la Sierra de Pela, construida en 1182) y de Guadalajara, donde cristaliza en este magnífico ejemplo de Campisábalos, que nos sirve para fechar la construcción de so templo parroquial en los último! quince años del siglo XIII.

Dice el padre Pérez de Urbel que “Entre todos los edificios románicos españoles, no hay ninguno tan oriental como el claustro de Silos”. Según Dieulafoy, “la cuna del resurgimiento artístico de la Edad Media hay que buscarla en el imperio de los sasánidas” y añade Strigowsky que «son los grandes centros helenísticos del Oriente los que han preparado el nacimiento del arte mundial. Para corroborar el gran contenido orientalizante de la escultura románica española hay que irse a Silos y ver en sus capitales mezcladas las escenas del Antiguo y Nuevo Testamento con las más variadas fábulas y tradiciones asirías y caldeas. Concluye el insigne abad benedictino, Dom fray Justo Pérez de Urbel, que “el rasgo más saliente del arte español del siglo X es el orientalismo».

Sin lugar para extendemos más en estos interesantes problemas, nos detendremos un momento acerca de los autores de estas obras. ¿Son árabes? En Silos consta que en el siglo XII había esclavos moros, pero los artistas que realizan estos capiteles (los del claustro de Santo Domingo y todos los de ámbito silense, como este de Campisábalos), que conocen las tradiciones iconográficas bizantinas y orientales, que han visto los tejidos sasánidas y los marfiles árabes, poseen un conocimiento profundo y exhaustivo de la Sagrada Escritura. Son cristianos, pues. Son mozárabes.

Y cabe aún otro problema que aquí sólo podemos esbozar, pues aún existen contrapuestas teorías sobre él elaboradas: frente a los que opinan que toda esta colección de iconografía oriental en los capitales románicos españoles obedece tan sólo a un afán meramente ornamentalista, surge la opinión apasionada de Fr. Ramiro de Pinedo, para quien cada postura, cada gesto, cada vegetal, por nimio que sea, tiene su explicación. En una postura intermedia se halla Pérez de Urbel, que nos dice que «negar rotundamente el simbolismo artístico de la Edad Media es ir contra la evidencia». Nosotros estamos plenamente de acuerdo.

Por eso creemos que el capitel de Campisábalos, durante siglos escondido y oscuro en la capilla del caballero San Galindo, tiene algo importante, o, por lo menos, curioso, que decirnos. Y así vienen a nuestro encuentro los dos centauros armados con sus arcos y flechas, representando al “cazador terrible, al demonio en persona, que con sus insidias, como si fuesen flechas envenenadas, atraviesa el alma inocente o poco precavida». Esto es lo que nos dicen los simbolistas. Y aún podríamos añadir lo que el español Teodulfo de Orleans, al glosar la clave de Melitón en el siglo IX, nos dice sobre la flecha que el centauro dispara: «Son las insidias del enemigo, las Inspiraciones del diablo”. Y aún podemos recordar a Jeremías, cuando escribe respecto al Malo: «Tendió su arco y me puso como blanco para sus flechas». Los sagitarios de Campisábalos son, pues, dos representaciones diabólicas. Pero ejecutadas con una dulzura, con una suavidad de formas y escorzos, que en ningún momento lo aparentan. Han perdido su fuerza mitológica directa y han pasado a ser simbólicos por herencia tal vez ignorada. ¿Son los centauros del Olimpo griego, o los que salieron de las leyendas asiáticas de Gilgamés y Dulcarnain? Son los mismos, no cabe duda, que en tres capiteles del claustro de Silos proclaman su belleza simbólica y artística. Los que en otros lugares, como Santillana del Mar, las iglesias sorianas de Caracena y Termancia, la de Santa María de la Peña en Brihuega, por citar las que en este momento nos vienen a la memoria, ejecutan la misma pose de atrevimiento formal, al ser introducidos en los ámbitos religiosos cristianos del Medievo.

Los otros seres que completan el capitel de Campisábalos han de ser, forzosamente, de benigno significado. La dualidad impregnante de la civilización sumaria, arrastra hasta nosotros también su radical visión del mundo: el Bien y el Mal en continua y tenaz oposición. Ese es el motor del universo; el discurrir obligado de las acciones y la historia. Frente al Mal aparece el Bien. Ante el centauro maligno surge el benigno trasgo, que viene a representar el alma humana, expuesta a las inclemencias de las fuerzas oscuras. Opuestos entre sí los trasgos del capitel de Campisábalos, cada uno está en función del correspondiente sagitario que a él se enfrenta. El avecilla que cada uno porta en su lomo, sin el sentido de lucha que en otros lugares románicos, sobre todo en Silos y en las miniaturas del emillanense Magio, aparenta, viene aquí a dar una visión nueva de la «asociación» de poderes benéficos, añadiéndose ese capirote de los pájaros como un elemento monacal, también silense, que ayuda y conforta al trasgo en su representación humana.

Como puede verse, tras esta síntesis apresurada del significado y estilo de un capitel de nuestro románico provincial, un mundo distinto, sugerente y curiosísimo está latiendo en cada piedra tallada del arte del Medievo. Un mundo exótico, de anchas e insospechadas alianzas con lo clásico griego y lo cristiano occidental, que nos viene directamente del Asia, no sólo a través de la ocupación musulmana de nuestra Península, siete veces centenaria, sino por la estancia previa de los bizantinos durante los siglos VI y VII en el ángulo suroriental de España, desde donde penetró en nuestro suelo una, corriente artística y literaria hasta hace poco ignorada, pero de Indudable fuerza en la conformación de nuestras autóctonas características culturales.

Un buen paseo por la historia éste que hemos dado, sin tener que movernos de una escueta y humilde piedra tallada en nuestra Guadalajara: el capitel silense de Campisábalos.

Riosalido: una sueño en piedra

 

A muy pocos kilómetros de la ciudad de Sigüenza, por el camino que hasta Atienza nos conduce, llegamos al pequeño lugar de Riosalido, en el que los siglos pasados nos han dejado interesantes huellas de arte y personajes. Dentro de su iglesia parroquial, oscura y silenciosamente, duermen en piedra el sueño de los siglos don Pedro de Gálvez y su esposa doña Ana Velázquez de Ledesma. Dediquemos hoy unos minutos al recuerdo de su paso por el mundo.

Vivieron estos personajes en la segunda mitad del siglo XVI, en esos momentos en que España se ha declarado a sí misma como la más poderosa e inabarcable de las potencias mundiales. Carlos V, y luego su hijo Felipe II, lanzan sus tercios, sus naves y sus teólogos hacia el dominio indiscutible de la tierra. Dentro de ese universo, con olor a manzana catedralicia y a baldosín escurialense, surge la figura de este hombre que aquí, en Riosalido, está ya en piedra blanca eternizado. De la vida de este caballero conocemos algunos datos por la lápida que en su capilla de la parroquia de Riosalido colocó en su memoria (1), y por algunos datos que fray Toribio Minguella aporta (2). Nació don Pedro Gálvez en la ciudad de Sigüenza, y en ella, en su Universidad, se licenció en Medicina, llegando pronto a ocupar el puesto, muy codiciado por entonces, pues era fuente de buenos ingresos económicos y alta posición social, de médico del Cabildo de la catedral de. Sigüenza. En 1556, ya actuaba en este puesto sanitario, junto con el Dr. D. Juan .Gutiérrez. Una idea de la importancia del puesto, nos la da el hecho de que ambos galenos arribaron a muy elevados cargos médicos en la corte filipina: concretamente en esa fecha, el 3 de agosto de 1556, el Cabildo seguntino dio permiso al Dr. Gutiérrez para llegarse a Madrid, donde Felipe II le reclamaba a su servicio. En él quedó definitivamente. Años más tarde, el licenciado don Pedro Gálvez también sería llamado, quedando encargado del cuidado de la salud de la reina, del príncipe heredero y demás infantes, y siendo nombrado además del Consejo médico de la «Santa y General Inquisición», cargo para el que se necesitaba una indudable pericia política.

La fecha de su muerte nos es desconocida, pero tuvo lugar seguramente en la última década del siglo XVI. Aunque nacido en Sigüenza y afincado muchos años en la Corte (Madrid y El Escorial), su morada definitiva pasó a ser el suelo de Riosalido, por haber recibido aquel lugar en señorío. Es allí donde se centra todo el recuerdo y la obligada evocación.

El matrimonio Gálvez‑Velázquez fundó en la parroquia del pueblo del que fueron primeros señores, una capilla bajo la advocación de la «Gloriosísima Asunción de Nuestra Señora». Y en ella instituyeron una serie de mandas piadosas con el objeto, tan propio de la época en que se desenvuelven, de ganarse el cielo a base de emplear sus caudales en misas, memorias, altares y demás obras pías. De la lápida que todavía se conserva en la iglesia de Riosalido sacamos estos datos: dotaron en su capilla dos capellanías y ciertos aniversarios; dejaron dote suficiente para casar dos doncellas cada año, ayudar a un estudiante a seguir su carrera (nos imaginamos que médica o eclesiástica), y redimir un cautivo de sus villas que en África estuviera bajo el poder del Islam. En la villa de Palazuelos, la bien murada, dejaron también «cierta ayuda para el pecho de doze pobres con un aniversario que en cada un año se les ha de dezir allí». Como se ve, la intencionalidad de don Pedro Gálvez y su mujer sobrepasaba lo meramente religioso, para llegar a diversos aspectos sociales de gran interés. Incluso en Sigüenza nos consta que dejó también la cantidad de 50 reales anuales para ayudar a soltar algún preso de la cárcel cada Pascua de Navidad. Es una lástima que nada haya quedado de su testamento, que debía ser muy ilustrativo acerca del modo de distribuir sus riquezas un matrimonio noble del siglo XVI español (3).

Además de estos mandamientos socio-­religiosos, levantaron una capilla en la que aún quedan importantes huellas del arte renacentista. Para presidir dicho lugar, encargaron un altar dedicado a la Asunción de María, que hoy se conserva íntegro en la nave principal de la parroquia de Riosalido. Una talla muy aceptable de la Virgen lo preside. A sus lados hay cuatro tablas de santos y santas; rematándolo, un relieve de la Santísima Trinidad y dos medallones. En la predela está lo mejor; centrándola, aparece en bajorrelieve el grupo de los doce apóstoles, con su policromía original intacta. A sus lados, las imágenes orantes de don Pedro Gálvez y doña Ana Velázquez, también en medio relieve y policromada. La primera de ellas la vemos en la adjunta fotografía. Es obra muy aceptable de fines del siglo XVI, ya en pleno clasicismo herreriano, que debemos conservar con verdadero cariño.

En la capilla propiamente dicha quedan, por una parte, la gran reja que la da acceso de la que ya me ocupé en trabajo anterior (4), y el enterramiento de los fundadores, del que también acompañó una fotografía (5). Se trata de una obra bastante mediocre en cuanto a la técnica con que está realizada, pero interesante en alto grado por las escasas muestras que de este arte funerario quedan en nuestra provincia. Aparecen las figuras de don Pedro Gálvez y doña Ana Velázquez esculpidas en bajo relieve, con la cabeza prácticamente exenta, sobre las losas sepulcrales. Visten a la usanza de fin del siglo XVI, ella con vestido liso, cenefa plateresca en el centro, y manto curiosamente anudado a los pies, tocándose la cabeza con un caperuzón ajustado. El viste también sencillamente, y se  cubre con capa lisa, calzando botas altas. Doña Ana sujeta un libro entre las manos, y don Pedro un rosario. Las cabezas apoyadas en sencillísimas almohadas, y recorriendo el borde del sepulcro, que se apoya directamente en el suelo, una leyenda latina destrozada en parte.

Este es el recuerdo, somero pe­ro cordial, que cabe hacer de este hombre que alcanzó dentro de su profesión, la de médico, un elevado puesto en la España de Felipe II. De su vida, y de su fiel permanencia en el blanco mármol de Riosalido, han querido ser estas líneas digna recordanza.

Notas:

(1) Se conserva actualmente adosada a la pared de la capilla de la Asunción, al lado del Evangelio, en el presbiterio del templo, donde están las estatuas yacentes de los fundadores.

(2) Fr. Toribio Minguella, “Historia de la Diócesis de Sigüenza y de sus obispos”, Madrid 1913, tomo III, pp. 567‑68, tomados de las Actas Capitulares del Archivo de la S.I.C. de Sigüenza.

(3) Lo he buscado infructuosamente en el Archivo Histórico Nacional, en los papeles procedentes del convento franciscano de San Antonio, en Sigüenza, donde se conservaba. Durante la guerra de la Independencia fué todo su archivo destrozado. En los papeles referentes al monasterio de Santa Ursula, de Sigüenza, A.H.N., sección Clero, legajo 2203, se dice a propósito del convento franciscano: «cuando las tropas del excelentísimo Sr. Conde de Luchana fueron alojadas en este edificio, fué casi todo el archivo destrozado»… «el convento ha sido asaltado repetidas veces por las ventanas, después de arrancadas sus rejas».

(4) Véase «Hierro de Sigüenza: Una reja inédita», publicado en NUEVA ALCARRIA de 2‑3‑74.

(5) De él se ocupó, describiéndole someramente, don Ricardo Orueta en su obra «La escultura funeraria en Castilla la Nueva».