La iglesia de la Piedad en Guadalajara
Vamos a continuar hoy con nuestro repaso al arte de Renacimiento en Guadalajara, ocupándonos de uno de sus más insignes y hermosos testimonios: de la iglesia que para el convento de monjas franciscanas con el título de la Piedad fundó doña Brianda de Mendoza y Luna anejo al palacio que su tío, don Antonio de Mendoza, le dejó en herencia (1).
Es obra, según prueban los correspondientes documentos, de Alonso de Covarrubias, que tanto ha de sonar en esta revisión de nuestro arte plateresco (2), quien la contrató en 1526 y debió acabar unos cuatro años más tarde, concertando en 1534 con doña Brianda la talla de su enterramiento, que aún se conserva en el interior de la Iglesia.
No es necesario ahora hacer recuento historial de la persona y virtudes de doña Brianda. Sabido de todos es cómo en 1524 obtuvo Breve apostólico para dar marcha al beaterio, luego convento, de la Piedad. Muy pronto, en 1526, exactamente el 31 de octubre contrata con Alonso de Covarrubias la erección de la iglesia (3). En este documento especifica minuciosamente doña Brianda las condiciones técnicas, artísticas y económicas en que ha de hacerse el edificio. Del cual hoy no queda, de lo primitivo, más que la gran portada plateresca, que es, de todos modos, lo mejor de mismo. El resto sufrió en el siglo pasado grandes reformas que hicieron desaparecer su primitivo sabor. Sólo por la lectura de “contrato» podemos saber cómo era la iglesia de la Piedad: de una sola nave, muy alta y airosa, coronados sus tres tramos por complicadas bóvedas de crucería que recordaban el estilo gótico del que aún no se había desprendido por completo el gusto. Un crucero poco pronunciado se situaba delante del presbiterio, en el que iba, cerrado por una reja del mismo estilo, un gran altar plateresco, que, como tantas otras cosas, desapareció, en, la Desamortización de 1835. Poco después, en 1880, el Ayuntamiento de la ciudad mandó derribar toda la cabecera del templo, donde la perfección arquitectónica habría logrado sus más altas calidades, con objeto de abrir la calle que hoy lleva el nombre de Teniente Figueroa. Algo más tarde aún, y a manos del arquitecto señor Velázquez, se dividió el templo en dos pisos, quedando el inferior para raquítica capilla del Instituto, y el superior para frío salón de actos.
Tal cúmulo de atropellos al arte alcarreño se detuvieron siempre ante la portada del templo, que guarda incólume el buen hacer de Covarrubias, quien, tal como figura en, el «Contrato», no sólo trazó y dispuso, sino que con sus ‑propias manos talló esculturas, capiteles y relieves grutescos en jambas, frisos y columnas. Un gran arco semicircular, con su intradós casetonado en doble hilera por rosetones, y al exterior recorrido por múltiple cenefa vegetal, alberga en su hueco a toda la portada. Se remata aún ese arco en sencillo friso dentado al estilo greco y calada escocia de aire gótico. En las enlutas, sendos florones.
La puerta es alta, cobijada por arco también semicircular, que apoya en sendas jambas de cornisa moldurada, y todo ello recorrido por varias cenefas de pequeños óvalos. A sus lados, y apoyadas en sendos pilastrones de corte prismático, decorados con arneses guerreros en sus frentes, aparecen sendas columnas que son, junto con sus correspondientes capiteles, lo mejor de la pieza. Aquí es donde radica la fuerza, mucho más decorativa que estructural, del arte renacentista español de la primera mitad del siglo XVI: en esos balaustres, tan característicos, que hacían escribir a Camón Aznar que si este arte «plateresco» no tuviera ya tan adecuado nombre, él le impondría sin ningún género de dudas el de arte «balaustral». Recubriendo por completo toda la superficie de ambas columnas va una abundante muestra de grutescos, en los que la más disparada fantasía deja su huella mitológica y poderosamente pagana. También formas vegetales con profusión cubren huecos. Y aún en el estrechamiento central del balaustre surgen unas monstruosas cabezas de perfecta talla. Es aún más arriba, en los capiteles que coronan las columnas, donde la mano exquisitamente domeñada de Covarrubias, deja un soberbio par de ejemplos, esculpiendo unas cabezas de carnero de recia expresión humanoide, unidas entre sí por flecos y cadenetas florales. Aún en las enjutas del arco un par de florones se escoltan por aladas bichas.
Rematando la portada, sobre un sencillo friso dentado va una cornisa o arquitrabe concienzudamente decorado: en él aparece, junto a florones y repetidos motivos vegetales en suave relieve, un escudo central de la case Mendoza que ya ocupó, hace años, estas páginas. Al fin, coronando cada uno de los planos de, la portada, sendos candeleros renacientes aparecen.
Tal vez sea el mejor detalle el grupo escultórico que, escoltado por dos pequeñas jambas decoradas, apoyadas en sendos roleos, y bajo sencilla venera arquitrabada, representa la Piedad que da nombre al templo. Así lo estipula doña Brianda en su «Contrato»: «á de estar una ymagen de nuestra Señora de le Piedad con la Madalena a un, cabo y Sant Juan al otro, todo de muy buen tamaño y muy bien labrado de muy buena piedra», y fue hecho por Alonso de Covarrubias, que consigue un sencillo pero patético grupo, todo él tallado en piedra de Tamajón, con un aire todavía, en cierto modo, goticista, por el ritmo un tanto hierático de los personajes. Pero de una suavidad de líneas y contrastes que le ponen como cima de la escultura renaciente en la ciudad de Guadalajara.
A los lados del grupo, sendos escudos de doña Brianda, con las armas de Mendoza y Luna, recuerdan por siempre la magnanimidad y buen gusto que tuvo esta mujer al legarnos esta iniciativa que hoy, afortunadamente, aún se conserva sin defecto alguno.
Para completar esta visión de la iglesia de la ‑ Piedad, hagamos mención del sepulcro de la fundadora que aún hoy se conserva en el lado derecho de la nave de esta Iglesia. La traza de este enterramiento fue hecha por Alonso de Covarrubias, tal como doña Brianda hace constar en, su testamento de 1534, pero en dicha fecha aún no estaba labrado. En él aparecen los escudos repetidos de esta señora, incluidos en ruedas aveneradas y orladas de laurel, escoltadas por angelillos y triunfos vegetales, frisos dentados, jambas con mínimos grutescos, etc., todo muy en la línea del arte de Covarrubias. Merece la pena entrar en el templo y, con buena luz, contemplar esta pieza de nuestro Renacimiento alcarreño. No se llegó a hacer la estatua yacente de doña Brianda. En su lugar aparece hoy un moldurado bloque de mármol rojo sin interés alguno (4).
Esperamos que estas breves líneas hayan servido para acrecentar en muchos lectores y amantes de Guadalajara, el deseo de conocer y apreciar aún más este legado de nuestro pesado arriacense, cual es la iglesia de la Piedad, hoy en funciones de parroquia de Santiago.
NOTAS:
(1) Se trata del edificio que, hasta hace poco albergó el Instituto de Enseñanza Media, y hoy funciona como Escuela de E.G.B.
(2) No era alcarreño Covarrubias, o, al menos, aún no se ha demostrado fehacientemente que lo fuera. Doña Juana Quilez, nuestra Bibliotecaria Provincial, publicó en el número de diciembre de 1967, de la revista «Investigación» unos documentos en los que se demostraba cómo los padres de Covarrubias tenían la posesión de unas viñas en el término de Valbueno, hoy finca próxima a Cabanillas del Campo. La opinión más generalizada es que el artista nació en Torrijos (Toledo), en 1488.
(3) Lo halló don Francisco Layna en el Archivo Histórico Nacional, tras paciente rebusca, y lo publicó íntegro en las pp. 40‑48 del tomo XLIX, año 1941, del Boletín de la Sociedad Española de Excursiones.
(4) Cobró Alonso de Covarrubias 100.000 maravedises por esta obra, siendo de su mano el bloque de jaspe que lo cubre todavía. En 1538 ya estaba concluido.