Algunos monjes ilustres de Lupiana

sábado, 27 octubre 1973 0 Por Herrera Casado

 

Siguiendo con nuestro cielo recordatorio del sexto centenario de la fundación de la orden jerónima en tierras de Guadalajara, van a desfilar hoy por estas páginas algunos afamados hombres, que vestidos con la lana blanquinegra del hábito jeronimiano, dieron renombre al monasterio de San Bartolomé y aportaron con su saber, su santidad o dotes artísticas, su valioso grano de arena al inmenso playal de la historia hispana.

No aparecen aquí los Pedro Fernández Pecha, Fernando Yáñez de Figueroa, Pedro Román, Lope de Olmedo y otros grandes nombres de los primeros tiempos de la Orden. Fue en el siglo XVII fundamentalmente, en el que la vida conventual y monástica alcanza en España su más alta cota de influjo social, cuando aparecieron las figuras de que hoy tratamos. Uno de los más grandes del siglo XVI fue fr. Juan de Alzolaras, natural de Cestona, y que alcanzó en Lupiana el cargo de General de la Orden. La segregación racial que entre los jerónimos tomó carta de naturaleza a partir de los comienzos de esa centuria, quedo instituida por este hombre, que «conociendo los muchos daños que se introducían en las religiones por recibir personas de malas y infectas razas, hizo estatuto… en que prohibió que en el Orden de San Jerónimo no se admitiese en religioso a ninguno que fuese de raíz infecta… y recogió algunos que había». Su celo purista le valió el arzobispado de Canarias (1).

Otra gran figura del siglo XVI jerónimo fue fr. Juan de Yuste, quien profesó en Lupiana en 1534 y allí vivió durante 64 años más con el hábito puesto, siendo por dos veces General de la Orden. «El último parecía de todos, y era el 1º en todos los trabajos» (2).

El rey Felipe II, con quien tuvo mucho trato, le llamaba «fr. Juan el Justo». Fue un gran administrador de los bienes de su Orden en Lupiana construyó un gran salón (el «Quarto nuevo» que llamaban) para las reuniones trienales del Capítulo General, y levantó, en el valle del río Ungría, la, casa y granja de Pinilla, aún subsistente en viejos paredones. Allí iban los monjes de Lupiana a pasar dos veces al año, algunos días de recreo que la regla les permitía: «hízoles en esta granja dos estanques con alguna pesca para ese fin, donde con la caña o con las redes pudiesen tener algunos ratos de decente entretenimiento». Su retrato figuraba en el Claustro monacal, junto a otros muchos ilustres varones de la Orden.

Fr. Francisco de Mesina, siciliano como indica su apellido, profesó en Lupiana, de manos de fr­. Juan de Yuste, y aquí en la Alcarria fue maestro de novicios. Desfiló con altos cargos por otros monasterios de la orden, y al fin, regresé a Lupiana, donde murió el 10 de mayo de 1600. Hombre doctísimo en teología y patrística, dejó escritos varios libros: uno de ellos titulado «Difficilia Hieronymi», y otro tratado sobre el alma.

De fr. Pedro de Santa Maria, natural de Galicia, no queda otro recuerdo que el de vida santa y ejemplar, vida llena de renunciaciones y penitencias (3). Al morir, en 1600, hallaron en su celda «las prevenciones que usaba para la penitencia: disciplinas, cilicios, cadenas, cintos ásperos de cerdas y otras alhajas semejantes». Pero el más terrorífico recuerdo de actividades penitenciales, rayanas ya con el masoquismo, nos lo dejó fr. Gaspar de Madrid, de noble familia cortesana, que tomó el hábito en Lupiana en 1603 (4). Era hombre sapientisimo, pues poco después de estudiar Artes y Teología en el Colegio de San Antonio de Portaceli, de Sigüenza, regentó él mismo ambas cátedras, alcanzando los cargos de Vicario y Prior del Colegio, Patrón de la Universidad seguntina y Examinador General del Obispado. Estudiaba la Teología de rodillas, «juntando lo Eclesiástico con lo Místico». Comía muy poco y solo bebía vino «a instancias de achaques». Su penitencia preferida era atarse fuertemente a una silla, desnudarse de cintura para arriba, y pedirle a su Camarero le estuviera dando azotes media hora, mientras él rezaba el Miserere. Hoy asusta tamaña dureza penitencial, atentatoria a la integridad física del individuo, y que psiquiátricamente se podría justificar con un contundente calificativo nosológico. En su testamento, fr. Gaspar dejó 15 casullas de lana blanca para la sacristía del monasterio alcarreño, y a su costa se pintó y doró «con mucho primor la Capilla Mayor de la Iglesia. Murió en 1638.

Muchas otras grandes figuras cabría reseñar aquí, con amplitud incluso, pero no hay lugar para ello. Solo mencionaremos a fr. Juan de Santa Ana, que vivió monje en Lupiana durante 70 años, dejando escritos algunos libros de devoción, quedando su recuerdo «de buen cantor y Organista». Fr. Alonso de Brea, de quien dicen que era «de una simplicidad como de Paloma» (también habla oligofrénicos en las órdenes monásticas, dóciles como animalillos para cualquier tarea ingrata). Fr. Francisco de la Trinidad, natural de Brihuega, que vivió entre los siglos XVI y XVII, fue durante muchos años secretario de los Generales de la orden, eficientísimo colaborador de los grandes, y muchas veces «cerebro gris» de la Orden.

Es de destacar la larga vida que todos estos hombres disfrutaban, pues casi todos rebasaban los 70 años de edad, y aún eran muchos los que alcanzaban los 90. Tal vez ayudara a ello la frugalidad de sus comidas: un ejemplo de ello lo tenemos en fr. Lorenzo de Balconete, quien durante 14 años fue Procurador del Monasterio de Lupiana, y «salía a hacer las compras de lo que era menester al Mercado de Pastrana, cinco leguas del Monasterio, todos los miércoles». Este fraile se tomaba unas sopas de vino por la mañana y con ellas pasaba todo el día.

La fama que siempre gozó el Monasterio de San Bartolomé de ser el gran centro musical de España, lugar de entrada de toda la música sinfónica y religiosa que se producía en Europa, se fraguó gracias a muchos de sus monjes que destacaron notablemente en esta faceta del arte. Todos los novicios aprendían solfeo y técnica de algún instrumento durante 7 años, pasando después a integrarse en la orquesta o Coro monasterial. Así, de fr. Antonio de Santa María, natural de los Santos de la Humosa, se decía que «era muy diestro en la Música, de muy buena voz». Pero sin duda ninguna la más célebre figura musical del siglo XVII jerónimo fue fr. Francisco de Santa María del Pilar (Francisco Hurtado en la vida civil), que ya desde muy joven, gracias a su maravillosa voz de tenor, cobré fama en toda Europa. El rey Felipe III le mandó acudir en Madrid a su capilla Real «en la qual fue la admiración y aplauso de toda la Corte», ofreciéndole muchas riquezas si en ella se quedaba. Hurtado decidió hacerse monje jerónimo, y tomó el hábito en Lupiana en 1616. Todo el tiempo se le iba en cantar y orar. Estando allí le oyó Felipe IV, quien revolvió Roma con Santiago para llevárselo a su Real Capilla, lo mismo que poco después intentaba el Camarero Mayor del Papa Gregorio XV, quien con otros caballeros romanos intentó llevarle a la Capilla del Pontífice. Fr. Francisco se resistió siempre, continuó su sencilla vida en el llano alcarreño, y al fin de sus días perdió la voz por tantas penitencias como hizo. De él nos dice el padre Santos (5) que dejó escrito “un librito para ejercitar la voz y la garganta, que ha sido también de mucho provecho para otros”

Finalmente unas breves palabras para recordar al gran predicador fr. Juan de Avellaneda, que profesó en Lupiana, estudió en Sigüenza y en su Universidad regentó alguna cátedra. De ciudad en ciudad se recorrió toda Castilla predicando: «Las Madrugadas a tomar lugar en los templos para oírle, los concursos, los aprietos, jamás se han visto,». Vez hubo que tuvo que llegar al púlpito caminando sobre hombros y cabezas de la multitud que esperaba, desde varias horas antes, para oírle. Felipe IV le nombró «Predicador Real». Ya viejo, fuése a vivir de nuevo a Lupiana, donde dejó escritos varios libros de Sermones muchas poesías. Murió una noche intoxicado por las emanaciones de monóxido de carbono del brasero mal apagado.

 Cuando en estos días de efemérides centenaria, recorras los pasillos y el claustro del monasterio de San Bartolomé en Lupiana, o simplemente veas asomar su torre almenada y gris sobre la abundante vegetación que le rodea, vendrán a su memoria estas figuras de fuertes y variopintos varones que, paso a paso de sus largas vidas, fueron logrando la imperecedera memoria de este enclave de la Alcarria.

Notas

(1) fr. Gaspar de Gamarra, «Historia de Aránzazu», 1648, manuscrito conservado en el Archivo conventual de los PP. franci8canos de Aránzazu (Guipúzcoa).

(2) fr. Francisco de los Santos «Quarta parte de la historia de la Orden de San Jerónimo», Madrid 1680, Libro 3.Q, cap. 1.Q, pág. 270, en el que trata «de los varones insiynes y santos que han florecido en el Real Monasterio de San Bartolomé».

(3) fr. Diego de la Cruz, «Vidas de los Religiosos varones del Monasterio de San Bartolomé, en Lupiana».

(4) fr. Francisco de los Santos, op. cit. Libro 3º, cap. 3º, pp. 283‑288.

(5) fr. Francisco de los Santos, op. cit., Libro 3º, cap. 4º, p. 288 y 88.