Recuerdos de una excursión

sábado, 27 enero 1973 0 Por Herrera Casado

 

El viajero que esto suscribe tiene la vulgar costumbre de ver pueblos y mirar cosas diversas los domingos. De esos viajes festivos e informalísimos van saliendo apuntes, descripciones, recuerdos las más veces que luego elabora tranquilamente en casa y publica en las benévolas páginas de NUEVA ALCARRIA para que sus lectores descubran nuevas posibilidades en el inabable conocimiento de nuestra provincia, o recuerden lo que, antes que él, ya vieron.. Hoy, sin embargo, no hay recopilación ni extracto; no se hablará aquí de un atrio románico, una costumbre popular o un hito histórico provincial. Pondré algo de lo que en la mente queda de uno de esos viajes domingueros, tenaces e incorregibles, donde la improvisación se erige, como, ahora se podrá ver, en directora.

No hace apenas dos, semanas que esto ocurría. A galope los recuerdos, las bruscas impresiones se suceden. Las primeras luces del día se derraman sobre Guadalajara desde los páramos de la primera Alcarria, El viajero ha ido a buscar a sus amigos, José Ramón López de los Mozos y José Luís Marina, y camino de Torrelaguna, por Torrejón del Rey y el Casar de Talamanca, se han ido parloteando alegres. El humor como una palanca de blanco acero moviendo al día. Han subido luego a Lozoyuela y por la general de Irún llegan a Buitrago, donde el sol rompe la niebla unos instantes. Desde el primer feudo de don Iñigo López de Mendoza, la carretera se adentra en los perímetros serranos y fríos de Sonsaz y Somosierra. Se pasan los madrileños enclaves de Gandullas, Prádena y Montejo. Los charcos de la carretera están helados, y la sábana pálida de la nieve cubre los altos más cercanos.

Aparece, por fin, el primero (o último, según se mire) de los pueblos serranos de Guadalajara: el Cardoso de la Sierra en el que los emigrantes que vienen de Madrid a pasar el día con los abuelos, ponen una falsa nota de animación. Los viajeros buscan la iglesia de la villa (van siempre con la callada esperanza de encontrar una inédita producción románica) y ven en su lugar las cuatro altas paredes de enyesada pizarra que en tiempos pretéritos abrigaron piedades y fervientes súplicas. Fue antiguo el edificio, sin duda: hoy sólo los muros callados, el ábside redondo y la alzada espadaña triangular manifiestan lo que en ningún anal, en ningún libro o documento dejó constancia de su equilibrada existencia. Si El Cardoso, aún grande y habitado, no da para más digresiones, por lo que uno de los viajeros aprovecha para horadar su estómago con una copa de ginebra.

Adelante el camino se hace irregular, pedregoso, muy curvado y artístico. También con mucho hielo en los puentes y zonas umbrías, especialmente en la hoz del arroyo Berbellido, que baja trotando como un alegre leñador de las montañas. Se llega, ya muy metida la mañana, a Colmenar de la Sierra, el otro pueblo de Guadalajara hasta donde aún se puede arrastrar sobre sus ruedas el vehículo. Casas hundidas, escombros a la orilla de la calle principal, dan un melancólico y sombrío barniz al pueblo, ya oscuro de por sí y por la pizarra con que todas sus edificaciones fueron levantadas. A Colmenar no sabemos quién le ha hundido, si el ventarrón sureño que por lo visto ha soplado durante toda la noche, si los gatos tristes que perdieron el amor en septiembre, si la vejez y el arrugado caminar de unas abadesa eternizables. Entre las quebradas callejas, cubiertas de cascotes y exuberante hierba, aparecen dos hombres, tocados de boina, más bien autóctonos, y detrás otros dos con gabardinas y sombreritos americanos. Se quedan mirando, entre recelosos y asombrados, para los viajeros que se bajan del coche y cargan sus hombros con macutos y cámaras fotográficas. Uno de los dos aldeanos, al parecer últimos supervivientes de tan hondo cataclismo social, se llama Eufrasio, y hasta trata de orientar a los viajeros en su pretendida excursión Montaraz hacia La Vihuela, el último reducto de la soledad y el olvido. Tal vez lo hubiera conseguido de no mediar el otro aborigen y los dos madrileños acompañantes: entre los cuatro armaron un lío tal a estos viajeros, que al fin se decidieron a emprender el caminó con la sola ayuda de un mapa y seis botas convenientemente colocadas:

Hasta hace solamente dos meses hubo gente viviendo en la Vihuela. Se dedicaban exclusivamente al pastoreo y cuidado de los pinares abundantes que van surgiendo en la comarca. Desde Colmenar había una hora de camino andando, salvando el Jarama por un puente de madera que, a través de reformas, sobrevivía desde la Edad Media en que se pobló el lugar. La tarea civilizadora del ser humano, su mano firme y domeñadora del Universo había llegado a este rincón planetario, poniendo límites a la Naturaleza, pegando en sus lomos el sello colorado de su altísima tarea. Ocho siglos después (sociólogos, majetes, venir aquí y explicárnoslo) las risas de los niños han desaparecido; las chimeneas han perdido su pálido penacho azul, el puente de madera, una y otra vez amorosamente restaurado, ha caído al agua sin levantarse… las casas, las veredas, los oscuros portalones, los verdegrises pinares, las familiares montañas, los ríos y arroyos ferozmente espumosos, todo ha pasado a las manos del Banco Coca, que lúcida y matemáticamente los tiene registrados, entre acciones de Ensidesa e intereses de préstamos, en la anginosa lista de sus riquezas.

Estos tres viajeros salen a buscar La Vihuela. Atraviesan primero una llana paramera, luego un riachuelo minúsculo y helado, allá en el fondo de un barranco en el que, cierto viajero, por efectos de una caída, creyó que se le rompía hasta el apellido, pasan luego el Jarama sobre «puente del molino», y se lanzan camino arriba, a ver qué pasa. Sobre la cota de los 1.300 metros (el mapa todavía funciona) aparece el hielo y la nieve de otros días. A un lado del camino, surge el jabalí oscuro y medieval, que resopla iracundo e impotente y al fin se aleja, más temeroso aún que los viajeros. Sigue la subida, aumenta el viento y la niebla empieza a borrar todos los límites del día. Al fin, el mapa se estropea, la brújula se vuelve loca y comienza el más largo y agotador peregrinaje que estos tres viajeros han tenido en su vida: durante cinco horas anduvieron, hasta el límite del agotamiento, perdidos por la montaña, nevada, y cubierta de una extraor­dinariamente tupida vegetación. Cuando ya de noche, a varios grados bajo cero, con la ventisca de nieve estallando sobre sus capuchones y boinas, después de haber cruzado el último arroyuelo, con el agua hasta la rodilla, llegaron a Colmenar, vieron como aun, en contra de todos los vaticinios, tras los cristales de dos o tres casas brillaban las llamas de un hogar inapagable. Un viejo cruzó la oscuridad con unas ramas secas en las manos. Con su antiguo corazón de hombre serrano, sintió pena de los tres pobres viajeros que, a pesar de su entusiasmo y sanas intenciones, habían sido vencidos por la montaña. Porque la verdad es que nunca pudieron llegar a la Vihuela. Se conformarán con sobrevivir, con hacer una foto de brillantes horizontes neblinosamente luminosos, con poder contar a sus amigos la peripecia inolvidable de un domingo fatigoso sobre las últimas estribaciones serranas de la provincia de Guadalajara.