Antiguas torerías
Quisiera en primer lugar pedir disculpas a mi amigo y compañero Cardero Prieto por lo que, a primera vista, fuera, meterme en su terreno. Para hablar de toros, de corridas, de hazañosas faenas, ya está él aquí en estos días con su agudo sentido de la crítica taurina, presto para reflejar en estas páginas todo lo señalado y señalable de cuanto ocurra en nuestra Feria.
Yo sólo quisiera, aprovechando esta festiva coyuntura en qué estamos inmersos, decir desde este particular «sol y sombra» en que me encuentro, cuatro palabras sobre lo que la fiesta taurina ha sido, a lo largo de los siglos, en nuestra ciudad. Espero, amigo Cardero, que no me pille el toro.
La afición taurina en Guadalajara ha sido de siempre proverbial y nutrida. Se sabe con certeza que ya en 1446, a mediados del siglo XV, se lidiaban toros en la plaza de Santa María, tradicional lugar de estos festejos. Y es particularmente durante el siglo XVI que se generaliza e instituye como obligado espectáculo de todo festejo ciudadano.
Los lugares clásicos, donde se daban las corridas eran, como ya he dicho, la plaza de Santa María, que no se correspondía con la actual, sino que estaba formada entre el templo del mismo nombre y el Palacio del Cardenal Mendoza, hoy, Colegio de Enseñanza Básica. El Concejo hacía a su costa un gran tablado para los regidores e invitados de calidad, adornándolo e incluso reservando una cantidad para refrescos y golosinas con que los ediles endulzaban sus emociones. Destinado al pueblo, se construía otro tablado, mucho más grande, en lo que hoy, es cuesta de San Miguel, abarrotándose siempre de gentío. En otras ocasiones, se celebraron los festejos taurinos en el corral Santo Domingo el Viejo, en, la Plaza del Concejo o del Ayuntamiento, entonces pequeña que la actual, y en la llamada Plaza de Palacio, delante justamente del Infantado.
El hecho de no contar, como todavía ocurre en los pueblos, con una plaza fija para estos menesteres, llevó consigo en muchas ocasiones que se produjeran bastantes sustos, e incluso desgracias de consideración. Aparte de las cogidas y revolcones, tan anejos al oficio, en varias ocasiones se escaparon los toros por la ciudad. El 4 de mayo de 1516, un gran morlaco rompió la barrera, se metió en el palacio del Cardenal Mendoza, en la Plaza, de Santa María, donde vivía su sobrino el arcediano don Bernardino, al que corneó y mató.
Dos maneras tenían los alcarreños de celebrar su fiesta taurina. La primera y más elegante, con “caballeros en plaza”, se hacía en ocasiones señaladas de visita regia, celebración de sucesos venturosos o cualquier otra efemérides política, nacional o local. Corrían los caballeros sobre hermosos corceles, burlando al toro continuamente y clavando en su morrillo “sucesivos rejones adornados con cintas de colores y otros perifollos hasta darle muerte”. Si esto no ocurría así, el caballero desmontaba y a pie mataba el toro con la espada, con la correspondiente ayuda de una cuadrilla en toda regla.
La otra forma de celebrar los alcarreños esta nacionalísima fiesta era la de la “capea”, donde cualquiera era bueno para burlar al toro y hacer ante él mil filigranas. La osadía del pueblo llegaba a clavarle arponcillos y darle muerte a cuchilladas. Desde el seguro de la barrera, los espectadores molestaban y herían al animal con palos provistos de algún clavo en la punta. Otras veces llegaban a herirle con puñales, espadas y garrocha. Estas bárbaras costumbres llegaron a prohibirse más tarde en el siglo XVII.
Tampoco fue ajeno el pueblo alcarreño a correr por las calles lo que llamaban “las vaquillas”, que no era otra cosa que la típica sanferminada, donde las carreras angustiosas y los sustos eran lo habitual y deseado. También durante muchos años se soltaron en las noches señaladas los “toros encohetados” de rancia tradición y perdurabilidad en ese “toro de fuego” de hoy en día.
Siglo tras siglo, Guadalajara ha ido enriqueciendo con su múltiple color la letanía de la tauromaquia española. Fiestas como aquellas de mayo de 1547, en las que para conmemorar la victoria de Mülhberg, el Concejo decidió soltar “algún novillo o vaca braba disfraçada con luminarias hechas y otras luzes para que se mueva en regocijo el pueblo”. En honor a San Agustín, el 4 de agosto de 1586 se corrieron cuatro toros, haciendo juegos de cañas con seis cuadrillas. Muchos otros festejos extraordinarios fueron jalonando el cotidiano discurrir del viejo Guadalajara. Al ceder la peste del verano de 1599, con ocasión del traslado de San Roque y San Sebastián a sus ermitas respectivas, se hizo también una corrida de toros. De beneficencia también se hicieron muchos: 1751, para la ermita de la Soledad, y en 1768 para el Hospital de la Misericordia son nada más que dos ejemplos.
Nada más que para que se vea el largo clamor de públicos y ovaciones que sobre los tejados de Guadalajara han ido derramando toros y toreros a lo largo del lento devenir de los días y los años. Para que quede constancia, en estos días de alegre vocerío y fiesta grande, de las antiguas torerías de nuestro pueblo