Guadalajara en fiestas

sábado, 16 septiembre 1972 0 Por Herrera Casado

 

Patrimonio del hombre es la risa y el llanto; manifestación especial de la que carece cualquier otra especie animal. Su ala suprema bate el viento de la historia con el despliegue de esa doble, facultad, dimensionando su escueta huella, su corto paso en la arena.

Y de la alegría, surge el festejo, la algarabía rota donde se prenden particulares risas: en el vasto campo del folklore cabe, como en cualquier otro de la ciencia humana, la pacienzuda recogida de datos y el equilibrado matizar de teorías. Nosotros hemos sentido un particular apego por esta manifestación, de la cultura. Porque es en el folklore, ese que va más allá de los cantos y las danzas, ese que pasa a desmenuzar cada palabra, cada gesto Y Postura del ser humano, donde se encuentra un camino, otro más, para llegar a lo inalcanzablemente deseado el auténtico conocimiento de sí mismo.

Folklore nuestro, folklore pasado, éste que repasamos hoy tan brevemente: las antiguas fiestas de Guadalajara. Aporta una serie de interesantes datos al respecto don Miguel Mayoral, en el discurso que leyó el 17 de octubre de 1888 en el «Ateneo Caracense». Don Francisco Layna Serrano nos relata más por lo menudo en su «Historia de Guadalajara» otros festejos locales, y finalmente completa la relación de curiosos datos para esta antología el que fue en el siglo pasado cronista provincial y gran erudito de nuestra historia, don Juan Catalina García. De ellos tres me valgo; de sus escritos, desconocidos, por la mayoría de vosotros, acopio este panorama de antiguo bullicio y lozanía.

Ya en 1394, las Ordenanzas municipales determinaban que la víspera de San Miguel, a fines de septiembre, se pregonase por toda la ciudad el “llamamiento para Alarde”. Al día siguiente, y en la explanada del arrabal de Santa Catalina que ocupaba la margen izquierda de la actual calle del Amparo, se reunía una animada compaña de colores y vocerío: los caballeros e hidalgos de Guadalajara, poseedores de armas y caballo de guerra, con el doble objeto de ser censados para eximirles de tributo, y mostrarse al pueblo en toda su grandeza y esplendores hacían el Alarde e incluso algunos simulacros militares, con que el pueblo se divertía, Y al mismo tiempo quedaba mantenida esa línea sutil de las clases sociales. Durante dos siglos fue éste uno de los entretenimientos preferidos del pueblo arriacense.

Menos populares, pero muy vistosas y aplaudidas por todos, eran las demostraciones caballerescas. En 1419. Don Iñigo López de Mendoza, fué a la Corte con 20 caballeros de Guadalajara, a las justas reales. Un caballero alcarreño, don Diego Guzmán, venció limpiamente a un extranjero. Muy celebrado también fue el romántico hecho de la «guarda del paso del valle de Torija», llevado a cabo en 1545 entre los hermanos D. Alfonso y D. Juan de Mendoza, y Don Francisco Beltrán de la Peña. En punto a cortesanías, se llevan la palma las jornadas en que pasó por aquí el más grande preso de la historia, Francisco I de Francia, y la no menos sonada de las bodas de Felipe II con Isabel de Valois, en la que, entre otras cosas, y como colofón a unos juegos de cañas celebrados en la Plaza del Ayuntamiento, “entró el corregidor en la plaza, a pie y descubierto, acompañado de 18 regidores con toallas al hombro, cada uno con una bandeja de dulces y acompañado cada cual de 12 soldados con un plato. Esta comitiva de 200 personas, precedida de clarines y chirimías, sorprendió agradablemente a los reyes, que se asomaron al balcón del Ayuntamiento”. Creo que la brillantez del momento se comenta por si sola.

Si venía algún personaje famoso a la ciudad, era obligación ineludible del vecindario el colocar faroles y luminarias en ventanas y balcones, encendiéndose hogueras en las plazas públicas. El Ayuntamiento, por su parte, organizaba desfiles de músicos y de alquilados ministriles.

Aunque existían fiestas fijas de cumplida celebración, sobre todo religiosas, el Concejo era muy dado a declarar varios días o semanas de festejos extra con motivo de cualquier hecho venturoso para la nación o la real familia. De las primeras fiestas, la del Corpus se llevaba la palma. Limpieza a fondo de la ciudad, procesión solemnísima, corridas de toros, teatro y bailes, eran los platos fuertes de esas jornadas. Para Santa Mónica había costumbre de hacer también procesión, misas y abstinencia de carne el lunes anterior a la fiesta de la Ascensión. Se conmemoraba con ello el cese de una plaga de langosta que asoló la ciudad. Y muchas otras devociones tuvieron su rito y protocolo entre los antiguos arriacenses. San Sebastián San Roque, San Antonio…

Pero eran esas espontáneas y más profanas fiestas las que hoy, nos dan la clave del auténtico sentir y vivir de nuestros antepasados, Una de ellas eran las «mascaradas», en las que cuadrillas de personas, generalmente         formadas con los gremios de artesanos, y aún grupos aislados de amigos, se disfrazaban y enmascaraban el rostro para bajo el anonimato hacer las mayores fantasmadas y alborotar lo suyo. En 1578, D. Bernardino de Zúñiga y otros caballeros organizaron una mascarada por su cuenta, a la que se unió todo el pueblo, para celebrar el nacimiento del que llegaría a ser Felipe III. Y en 1675, la hicieron también todos los caballeros de Guadalajara, con el Duque del Infantado al frente, para celebrar el natalicio de la infanta doña María Antonia. En tales ocasiones, el Ayuntamiento colaboraba poniendo en los más céntricos lugares “fuentes de vino”.

De las carreras de antorchas no podíamos dejar de hablar aquí, pues fueron eminentemente populares en los pasados siglos. Hombres a pie «del estado llano» de la ciudad, corrían a toda velocidad por las calles para que el viento avivase la llama de la antorcha, que ardía inacabable en una estopa embreada. Para las noches de San Juan, cuando el furor mitológico y ancestral del hombre llega a su culminación, una gran plaza servía de núcleo donde encender la inmensa hoguera y pasar la noche en danza perpetua, combinándose hombres y mujeres en pequeños grupos bailantes y cambiantes. Sin embargo, la carrera de antorchas tenía otra faceta, más llamativa si cabe, cuando eran hidalgos de a caballo los que con ellas pintaban de luz la noche de Guadalajara.

Del desfile de la “encamisada” quedan pocas noticias, pero las suficientes para saber que se hacia en recuerdo de la conquista de la ciudad a los moros. Era por la noche; los guerreros, vestidos con sus holgadas vestiduras blancas de dormir puestas encima de la armadura, asaltan las murallas. Luego se recordaría el hecho desfilando los miembros de una cofradía con sábanas blancas y una gran capucha, al ruidillo amigo de la música de tamboril y flauta.

¡Cuántas otras cosas hicieron nuestros predecesores! Con toda seguridad, mucho más animados y bullangueros que nosotros. Entroncando con nuestros días, y como vestigios de sus haceres, aún nos quedan los “cohetes, las ruedas, los castilletes y otras raras inversiones” de que tanto gustaban; ¿y qué decir de esos «gigantes y cabezudos» que de siempre figuraron en procesiones religiosas y en les solemnes pregones? Con su hierática firmeza los unos y su espantable vejiga los otros, aún continúan sembrando el pánico y el regocijo por nuestras calles. Desapareció la «tarasca» y los «diablos», sus más profanos ascendientes, pero nos quedó el color y el popularismo de los primeros.

Así han pasado, en breve amalgama de evocaciones, trucos y sistemas que el alcarreño antiguo utilizó para llenar los días de pereza y enmarcar con música y  colores sus horas de bien ganado regocijo.