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agosto, 1972:

Comerse el toro

 

Mañana domingo se va a celebrar en el cercano pueblo de Lupiana uno de los festejos más antiguos y a ‑la vez más entroncados con el primigenio latido de los humanos. La admiración del hombre primitivo por los animales, por la Naturaleza y todas las fuerzas brutales y magníficas que le rodeaban, se encarnó en rituales, en mitos y simbologías de las que aún no hemos salido. Ni saldremos nunca, si hemos de creer a Jung, el discípulo de Freud creador del concepto de «subconsciente colectivo», y que, aunque pueda parecer a primera vista una fantástica y rebuscada idea, es muchas veces la clave que explica algunas enfermedades y muchas situaciones sociales.

Este sonar bronco de la tierra cuajará en la «Fiesta de los huesos» de Lupiana. Son fiestas en honor de San Bartolomé. El día 23 se han cantado las «rondas» a las chicas del pueblo y a las forasteras que han venido a pasar estos días. El 24, día del Santo, se celebra la fiesta religiosa. El 25 se corren los toros por el pueblo, los mismos que se lidiarán al día siguiente y que después, el 27, harán fuertes y eternos a los que coman sus «huesos». En este festejo final participan todos los asistentes. Se «cuecen en caldereta» los restos de uno de los toros, y al estilo cuartel, al son de la música, y con pan y vino que regala el Ayuntamiento, se da buena cuenta de la carne del astado.

El culto al toro es tan antiguo como la humanidad. Se constituye en totem (ser del que desciende la tribu, y a la cual protege) en primitivas capas, del hombre prehistórico. Tal vez la pintura de Altamira sea la representación del Gran Padre, del ser que ha dado la vida a los hombres. Luego, se le asimila el culto lunar, por su cornamenta que recuerda a la luna en sus evoluciones celestes. El dios Sin, deidad lunar de los mesopotámicos, se representaba frecuentemente en forma de toro. También el toro Apis de los egipcios, animal sagrado, ha representado a veces a Osiris, que era el dios lunar. Pero el culto al Sol vence a la pálida diosa de la noche, y entonces el toro vuelve a encarnarse en diversas culturas como representación máxima del poder celeste: el Sürga de los vedas es un toro solar. Para los asirios, el toro es un hijo del Sol. Según Mircea Eliade, el auténtico origen del culto taurino proviene de su mugido, que como tormenta puebla los campos y atruena los caseríos: las desatadas fuerzas de la Naturaleza le reconocerán como su productor. El dios Hadad (Baal), representado en forma de toro, lleva el signo del rayo sobre su cuerpo. Min, un dios egipcio, calificado ­de «gran toro», sostiene como uno de sus atributos el rayo, y se le invoca cuando su fuerza poderosa rasga la nube de lluvia.

Pero estas asimilaciones del toro a las fuerzas naturales concretas  como son la luna, el sol, el rayo y las tormentas, quedan superadas finalmente por la deidad que, originada en los pueblos nómadas asiáticos, se fue extendiendo hasta llegar a conocidos tiempos históricos: es el papel de gran fecundador, el creador de la fuerza genésica y de la violencia, energías que aseguran la fertilidad biocósmica. La India, el Irán, la raza aria, son los mantenedores de esta creencia y sublimación de las fuerzas creadoras del Universo en la forma del toro. Ese culto nos llega a través de los celtas, de los cretenses y de los fenicios. Y aun lo mantenemos y paseamos por el mundo como una de nuestras características, hasta el punto de haber recibido el apelativo de «fiesta nacional».

Pero es ahora la de Lupiana, la «fiesta de los huesos>, la que nos polariza la atención. Porque hay en ella algo más que ese simple jugar con el toro, algo más que ese complicado matar el toro de las corridas. Está ese comerse el toro que se erige en protagonista de la algazara, en raíz, en cuajarón desangre y antiguo bramido negrón, por el que un pueblo de la Alcarria, en el último tercio del siglo XX, está manteniendo viva su fidelidad al limpio nombre de los hombres: a la rudeza simple y clarísima de sus humanos latidos. Es Salonion Reínach el que nos recuerda la  cos­tumbre de antiguos pueblos de reu­nirse en ágapes comunales para consumir la carne de su animal totem. Los semitas se congregaban a comer periódicamente, la carne de un camello sacrificado. En Creta, en Grecia y en el Próximo Oriente, después de la muerte del toro, todo el pueblo comía de él. En la obra de Eurípides «Los cretenses», el coro relata, dirigiéndose a Minos, que «su participación en los festines de carne cruda les hizo arribar a la tierra sagrada».

La muerte ritual del rey, del dios, del ser fuerte y dominador, se observa en muchas culturas primitivas ¿Por qué matar al toro, si es el que da vida al Universo, el que engendra todo lo creado? El toro, ha de morir para que el hombre viva. Esa es la última razón de muchas costumbres sumerias, egipcias, anatólicas y siríacas. Pero esa muerte del ser potente no sirve para casi nada, si no va seguida del festín de sus restos: la potencia viril del toro, su reinado celeste y terrestre, su gran calidad de fuerza genésica, son transferidas al hombre, a sus campos y a sus rebaños. Es, si, un ritual mágico. Perdió el sentido, se moja con vino y se entretiene con música. Se hace por llenar una tarde más de fiesta. Nadie sabe, en Lupiana, que están realizando un sacrificio, un festival pleno de fuerza mitológica y de valor humano. Que están protagonizando uno de los festejos profanos más paganos de nuestro país.

Ojalá sigan todavía muchos años las gentes de Lupiana comiéndose, en esa su “fiesta de los huesos” la gran raíz que les hará más fuertes, más sabios y más fructíferos.

San Pedro de Hontoba (II)

 

Y ahora vamos a describir lo que hay en Hontoba. La  vieja presencia arquitectónica de su iglesia, que durante ocho siglos ha permanecido callada, querida por los vecinos del pueblo, y desconocida para la inmensa mayoría de los mortales. No se puede comparar, todo hay que decirlo, a las grandes cumbres francesas del románico, ni siquiera a las españolas. Incluso en la provincia de Guadalajara hay bastantes piezas que la superan. Ella lo sabe y baja los ojos. Pero nosotros queremos levantarla de su humildad, darla a conocer, pasearla por las letras impresas de los periódicos. Airearla. Promocionarla. Redescubrirla.

El pueblecito de Hontoba, en plena Alcarria anclado desde el final de la reconquista, fue tal vez el resultado de la traslación de un puesto de vigilancia, exclusivamente guerrero, que tanto árabes como cristianos poseyeron en lo alto del cerro que domina el vallecillo, donde luego, al quedar despoblado, se pondría la fe en forma de ermita de Nuestra Señora de los Llanos. Decían los viejos papeles que Hontoba está en «un sitio en un hondo en una vega angosta, la entrada y salida hacia Oriente. El poniente es llano. Lo demás del término son cuestas ásperas y no montuosas, pero que no pueden labrar por ser la mayor parte de ellas blancares y peñascos de yeso; que es tierra fría, y algo templada en las enfermedades».

El valle del Hontoba fue defendido, en su cruce y unión con el del Tajuña, por un puesto que también hemos investigado, llamado «el Castillejo» por las gentes de los pueblos lindantes, y situado, en el término de Loranca. En este «Castillejo» del que hoy sólo quedan los restos de unas edificaciones muy deficientes, un dolmen muy curioso y bastantes restos de cerámica de varias civilizaciones, han tenido su asiento todos los habitantes de nuestra península: desde el hombre primitivo al castellano de la Reconquista, pasando por romanos, visigodos y árabes.

Al amparo de este «Castillejo» se creó Hontoba Cuando el mahometano corría la cuesta a bajo de su retirada, y los reyes castellanos pasaban su caballo y sus mantos sobre los campos y valles fundando pequeñas poblaciones que fueran el germen de una nación grande.

Así ocurrió con nuestro pueblo. Y desde entonces, en el siglo XI muy en sus finales, hombres y mujeres han ido pasando en el tejer y destejer de vidas y de historias. En medio del pueblo, completamente aislada del resto de sus edificaciones, y ante la ancha plaza en la que se alzó hasta hace 37 años el rollo o picota, está feliz la iglesia románica de San Pedro.

Esta iglesia demuestra estar construida por etapas. Los dineros andarían escasos para tan abultada obra, y la cosa anduvo despacio como se va a ver. De finales del siglo XII o principios del XIII data lo románico que queda. Ello es el presbiterio, el ábside y la espadaña. Formando un conjunto armónico y muy homogéneo, conservado con gran pulcritud y esmero.

La espadaña forma, por sí sola, una prueba irrefutable y un símbolo total de la baja Edad Media castellana. Se trata de una enorme espadaña, que abarca todo el ancho dé la nave mayor o presbiterio, y que está colocada, curiosamente, justo encima de dicho presbiterio, cosa no vista hasta ahora en ninguna iglesia románica de nuestra provincia en donde siempre aparece, situada la espadaña sobre el pie de la iglesia o nave principal. Sus dimensiones, por tanto, son bastante grandes, y, posee cuatro arcos para albergar campanas, de desigual tamaño entre sí, más amplios los dos derechos que los izquierdos. Sólo otra iglesia románica de Guadalajara, la parroquial de Pinilla de jadraque, tiene una espadaña con cuatro arcos. En el caso de Hontoba está hecha a base de sillares gris – ­rojizos, y culminada el triángulo superior por mampostería compacta de gruesas piedras más toscamente talladas. La corona una simple y antigua cruz de hierro.

El presbiterio, reducido y simplísimo como corresponde a una iglesia rural, está formado por los muros que marcan la separación entre nave mayor y ábside. En el lado de la nave mayor, hay adosadas una columna a cada lado, de grueso fuste y amplio capitel decorado sencillamente con elementos vegetales, en el sentido de mayor simplismo y primitivismo del arte románico castellano. De este capitel arranca el arco, posterior ya, que se une a los de la nave mayor. Todavía en el presbiterio, y ahora en la parte de muro que forma propiamente el presbiterio, se enfrentan, adosadas al mismo, otro par de columnas también de liso fuste, la izquierda coronada por otro capitel de formas vegetales, y que sirven de apoyo al arco triunfal, majestuoso en el caso de Hontoba, con cuatro dovelas de tallados sillares formando un arco ligeramente apuntado. Todo ello da una sensación de potencia y fuerza, necesaria, en todo caso, para sostener la enorme espadaña que está justamente encima. Entre una y otra columna, aparece la esquina del muro del presbiterio. En el lado derecho, una obra posterior se encargó de estropear el bello conjunto, al horadar el muro derecho del presbiterio, desmontar la mitad superior de la columna encargada de soportar él arco, así como su correspondiente capitel, y, colocar un púlpito mostrenco y antiestético.

Queda, por fin, el ábside, modelo de sencillez que pregonó el arte románico durante los, siglos de su existencia, al menos en nuestra península. De una perfecta semicircunferencia, tres ventanales se abren en él, ligeramente asimétricos, con una suave declinación y derrame hacia el interior, y que muestra el grosor del muro. Todo con el mismo material pétreo de sillería descubierta que le confiera un aire de pureza y solemnidad desusado en las iglesias rurales, Una cornisa recorre la semicircunferencia del ábside, sobre las ventanas, y éste se cubre con una bóveda semiesférica perfecta.

En el lado izquierdo, se, abre una pequeña puertecilla de donde arranca la escalera de caracol que sube hasta la espadaña. También esto se sale de lo normal, pues sólo la iglesia de San Bartolomé, en Atienza dispone de espadaña con escalera propia. Supone una vivencia inolvidable el subir por la escalera, perfectamente conservada, y cerrada por una pequeñísima cúpula reforzada por cuatro brazos en cruz.

En el lado derecho del presbiterio, ya en el muro del ábside, fue abierta una puerta para pasar a la sacristía, que es obra muy posterior, ya que ninguna iglesia románica se construía con esta dependencia.

Al exterior, el ábside no puede ser más sencillo, más elegante y más demostrativo de su categoría. Una cornisa vulgar sustenta el tejado. Todo su muro está dividido en cinco espacios iguales por cuatro haces de columnas adosadas, con tres columnas (una central gruesa y dos laterales delgadas) por haz. Las tres ventanas de que hablábamos en el interior se corresponden al exterior, estando situadas en el espacio central y extremos laterales, sin otra decoración que una cenefa sencilla, semicircular, ligeramente separada del vano de la ventana, que está formado exclusivamente por una abertura lineal, muy alargada, flanqueada por una dovela de arista viva, sin columnillas ni capiteles. Solamente en el haz más izquierdo de columnas que refuerzan el ábside al exterior hay capiteles, muy toscos y gastados, de decoración vegetal. En los otros han desaparecido, así como los sillares semicirculares correspondientes a la parte más inferior de estos haces de semicolumnas. Efecto de la erosión atmosférica y «vecinal».

Marcas de cantería se ven en las piedras de la espadaña: aspas, triángulos y una uve. En el muro norte se ve una cruz sobre basa triangular.

Así quedó la iglesia de San Pedro durante cierto tiempo: presbiterio, ábside y espadaña flamantemente construida, pero de momento, sin posible utilización. Andando el tiempo se continuó con la iglesia, ya en el siglo XIV y aun el XV, en que se terminó de construir el cuerpo propiamente dicho, con las tres naves y los pies del, templo. La nave central es más ancha y más alta que las dos laterales, simétricas. Seis columnas en total, tres a cada lado, contribuyen a su sostenimiento. De base y fuste octogon­ales, son macizas y sencillas. Los capiteles son muy simples, dejando lisos cuatro de los bordes del fuste, y ocupando los otros cuatro alternos unas esquemáticas molduras que, preludian ya el Renacimiento. De ellas arrancan los arcos semicirculares, que en número de otros tres a cada lado no rompen, a pesar de su notoria modernidad con respecto a la obra primitiva, el bello orden y emoción románica que nos causa de primera impresión este templo.

Las naves son más altas de lo que acostumbran en el románico, y la puerta, hoy tapiada, que clásicamente se ponía al Mediodía, nos dice de su indudable construcción en el siglo XV ya muy en sus finales, dándonos a entender que nunca hubo una típica portada románica. Incluso me inclino a pensar que tampoco ha tenido atrio esta iglesia de Hontoba, pues la capilla que se abre en la cabecera de la nave de la Epístola, y que hace resalte en el exterior­es de construcción más moderna, al igual que la sacristía, por lo que en el siglo XII‑XIII no pudo servir de arranque a un atrio que, si bien podría haber sido proyectado, nunca se llegó a levantar. En el muro de poniente, donde hoy se encuentra la entrada principal, resaltan dos gruesos estribos o contrafuertes, que, en caso de ser primitivos, confirmaría la inexistencia del atrio.  Pero tampoco lo son. Ya, digo que auténticamente románico, con una, antigüedad de ocho siglos, hay en Hontoba, solamente la cabecera de la iglesia: presbiterio, ábside o capilla mayor, espadaña y escalera que sube a ella. Poca pero tan elegante, tan autentico, tan fielmente conservado, que es una verdadera joya de la arquitectura medieval que merecería ser más ampliamente conocida.

Como último detalle a resaltar de la parroquial de Hontoba, citaremos el artesonado de oscura madera y restos de pintura, que cubre completamente las tres naves del templo, en muy buen estado de conservación, y que es obra indudable de artistas mudéjares, muy probablemente del siglo XVI. Un añadido al templo ya terminado que tuvo que costar también su buen puñado de dineros.

Y nada más; los comentarios huelgan. El hecho de redescubrir una valiosa obra del arte románico provincial nos parece ya suficiente motivo de gozo para todos, los buenos amantes del peregrinaje alcarreño.

San Pedro de Hontoba (I) (Historia de un redescubrimiento)

 

Vaya en primer lugar, delante de toda esta procesión (un tanto triste y aburrida para el no introducido, lo comprendo, pero sabrosa e interesante, espero yo, para los buenos catadores del arte antiguo) una explicación breve de lo que este «redescubrimiento» del subtítulo significa.

Recientemente ha aparecido, editada gracias al Patronato Provincial de Cultura, la segunda edición de una .de las mejores y más solicitadas obras del doctor Layna Serrano, «La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara», buscada por eruditos españoles y extranjeros, que se velan en la imposibilidad de poder consultarla o aún leerla por estar agotada desde casi su misma aparición en el año 1935. El buen proceder de la Sección de Publicaciones del Patronato Provincial de Cultura, como parte del homenaje que se pensaba tributar a nuestro gran Cronista Provincial, y que, como casi siempre pasa llegó tarde, decidió lanzar una nueva edición de la obra.

Todos los buenos aficionados a la historia y al arte de nuestra provincia, nos apresuramos a conseguir un ejemplar de este libro. Muchos conocíamos ya por completo la obra, por haberla leído en alguna biblioteca. Otros la han podido leer y saborear ahora por primera vez, y se habrán convertido en entusiastas admiradores del arte románico rural en Guadalajara.

Sin embargo, y aun con ser una obra de ingente dedicación, trabajo y amor desplegados, ciertas lagunas se hacían sentir en ella. Faltaba la descripción y aún la cita de bastantes edificios religiosos de este estilo que podríamos imputar al difícil acceso que, en los años de la República, tenían bastantes de nuestros pueblos. Cuando se anunció esta segunda edición, muchos pensamos que estas lagunas serían rellenadas por el doctor Layna, que en sus continuos peregrinajes por pueblos y archivos, habría dado con los monumentos que faltaban en su primera colección. Nuestra desilusión ‑ha sido grande. Como don Francisco dice en el prólogo a esta edición, el temor suyo a que esta obra quedara «casi desconocida, sin la naturalidad y frescura de la prosa original», lo ha inducido a no añadir las fotografías y largas notas histórico – descriptivas referentes a ocho o diez templos románicos más», con lo que nos ha dejado con un buen bocado delante de la boca, y una prosa antigua a la que no lo hubiera venido nada mal algún retoque de más o menos. Una reedición, a fin de cuentas, que ha dejado en «casi perfecta» una obra que hace poco más de treinta años era perfecta.

Una de esas lagunas de la obra del doctor Layna Serrano ha sido Hontoba: la iglesia románica de San Pedro en Hontoba. Hace tiempo que conocía su existencia, pero las diarias ocupaciones me habían impedido lle­gar hasta este escondido pueblo re­costado en un vallecillo afluente del Tajuña, hasta fecha reciente en que nuestro grupo de trabajo, que forma­mos José Ramón López de los Mozos, Emilio Herranz Cercenado y yo, nos acercamos a este lugar con objeto de mirar de arriba abajo todo lo que en él hubie­ra de interés, y dar así a la luz pú­blica, noticia cumplida de sus tesoros, pequeños o grandes, eso ya es según desde la altura que se mire, pero con la conciencia tranquila de estar cumpliendo con un deber hacia nuestra provincia y nuestros paisanos.

De una mañana de abril han bro­tado estos trabajos. El de presenta­ción del pueblo; el reportaje gráfico, magnetofónico y documental de la iglesia románica de San Pedro, de sus calles, plazas y casonas, de sus costumbres, sus tradiciones, sus cán­ticos y sus leyendas; y el regusto nos­tálgico de su medieval y cristalina presencia. Hontoba redescubierta, hoy para todos vosotros.

Redescubrimiento lo llamo, y ahora se verá por qué. En las horas en que nuestro reducido grupo estuvo en Hontoba, fuimos atendidos cordialísimamente, si bien con cierto recelo al principio (dimanado, supongo yo, de alguna que otra barba larga, rostros juveniles o exceso de aparatos, cables y luminarias) por los suegros del señor alcalde, algunas ancianitas surgidas de cualquier cuento invernal, y un grupo de viejos mozos entre los que destacó con su rotundo decir Eugenio Ambite y faltó, para pesar nuestro y de todos, el Rogelio, que no pudo venir.

El tiempo que estuvimos en la iglesia tomando datos, midiendo, fotografiando y husmeando todo, se dejó sentir la presencia de don Francisco Layna. Porque no tengo la menor duda de que estuvo allí, hace pocos años, haciendo lo mismo que nosotros. Pero las buenas mujeres no supieron decirnos el nombre de ese’, señor «delgadito él, con gafas redondas, ya mayor, desde luego, bastante mayor, con dificultad al hablar, que dijo que era el Presidente de los Monumentos, y que la iglesia era de mucho valor, que era románica, muy antigua, y que venía con otros dos señores que hicieron fotos también, y también tomaron medidas, como ustedes». Don Francisco estuvo en San Pedro de Hontoba, estudió la iglesia, se maravilló de ella, seguro. Pero se murió sin publicar absolutamente nada de esto. Por eso ahora nosotros, jóvenes sin experiencia, pero con el mismo encendido afán que él puso en estas cosas, queremos dar a conocer lo que no merece permanecer por más tiempo en el olvido. Y lo hacemos con un poco de miedo, pero con alegría.

El Doncel de nuevo

 

EL sábado pasado, 29 de julio, y como acto final de la II Se­mana de Estudios Medievales Seguntinos, tuvo lugar en el Salón de Actos del Seminario de la Ciu­dad Mitrada la conferencia del pro­fesor Azcárate Ristori sobre «El Doncel y la escultura toledana en el siglo XV», que había sido esperada con gran expectación. Re­bosando público el local del Seminario, gentes del mismo Sigüenza, de Guadalajara y Madrid princi­palmente, hizo la presentación del conferenciante el profesor Fernán­dez‑Galiano que, una vez más, se refirió a la necesidad y alta po­sibilidad de la creación en Si­güenza, tal vez para el próximo año, de la Universidad de Verano de la Complutense.

A continuación tomó la palabra el profesor Azcárate Ristori, vice­rrector de la Universidad de Ma­drid y catedrático de Historia del Arte (cátedra denominada ahora “Arte Medieval”); es también comisario del Patronato Artístico y fue galardonado en 1962 con el Premio Nacional de Literatura, por su trabajo «Ensayo sobre Berru­guete». El profesor Azcárate está considerado en la actualidad co­mo una de las máximas autorida­des en el arte gótico español.

El documento que aportó en esos momentos el profesor Azcárate pa­ra el mejor conocimiento del arte español, y en especial el de Si­güenza, creo que fue importante, y como tal debe llegar al conocimiento de muchos. A continua­ción resumo dicha conferencia, en la que el catedrático de Historia del Arte de Madrid traza una cla­ra línea de dirección que desde las características generales del arte castellano en el siglo XV se concentra en la estatua yacente del Doncel y luego se abre de nuevo en abanico para estudiar los di­versos escultores de la época y su posible paternidad de la mejor estatua seguntina.

Comenzó diciendo el profesor Azcárate, que los últimos años del siglo XV suponen para Castilla en momento crucial de evolución transformadora, en la que se pasa del gótico flamígero al Renacimiento artístico, abarcando el reinado de los Reyes Católicos. «Sigüen­za tiene una especial importancia en la evolución e historia del arte en Castilla». Su carácter de tierra de paso debe plasmarse en su arte, añadió luego el señor Azcá­rate, así como la intervención de sus obispos; en especial el gran Cardenal Mendoza, en la política castellana de la época.

De la catedral seguntina hizo detallada historia de su construcción. Pasó luego a ocuparse de la Capilla de S. Juan y Sta. Catalina, eje de su conferencia, al estar en ella enterrado el Doncel. En 1491, don Fernando de Arce compró esta capilla a los de la Cerda, a quienes: pertenecía anteriormente, con el objeto de convertirla en panteón familiar. Los de la Cerda la tenían abandonada, y así don Fernando de Arce solicitó de ellos el permiso para enterrar a su hijo D. Martín Vázquez de Arce, lo cual hizo en 1486. Añade luego el profesor Azcárate la evidencia de dos etapas en las obras de esta capilla: una 1ª, anterior a 1500, encargadas por don Fernando de Arce, padre del Doncel, y que comprende la estatua yacente de éste y la arquitectura general de la capilla. Una 2ª etapa, renacentista ya, a cargo de don Fernando, obispo de Canarias, hermano del Doncel. Comprende los enterramientos del los padres, de otros familiares y del propio obispo. También la portada, debida a Juan de Baeza, Sebastián y Juan de Talavera, lo que explica la conexión con talleres toledanos y con Juan Guas.

Pasa luego el profesor Azcárate a describir la estatua inmortal y bellísima del Doncel. Con el raro esfuerzo de prescindir de la des­cripción del propio joven, su ves­timenta y actitud, tan manoseadas ya, para fijar su atención en otras partes de la obra menos observa­das. Explica que el vano del enterramiento es muy amplio para ser gótico, pero en cambio está rodeado de una típica chambrana gótica con cuatro arcos inverti­dos. En el vano no hay escultu­ras, aunque bien pudieran haberse quitado. Estudia a continuación la interesante disposición y ador­no de las cinco fajas del sepulcro. Y señala por fin el carácter ca­balleresco y cortesano tan siglo XV, de la inscripción que corre bajo el cuerpo del joven, en que se hace resaltar su muerte contra los moros, enemigos de la religión católica, y su edad tan corta.

Acomete después el conferen­ciante un tema poco tratado y de un gran interés: el del simbolismo de algunos elementos que acompa­ñan al Doncel. Estudia así los laureles sobre los que se apoya indiferente el león y el pajecillo que tiene a los pies, así como el aire de melancolía de toda la estatua.

El laurel encierra una simbolo­gía caballeresca, de honor al hé­roe. Va razonando sus asertos con acertadas citas de poetas y escri­tores del siglo XV.

Luego nos explica que desde el siglo XIII se coloca un perro a los pies del muerto como símbolo de la fidelidad y de la confianza en Dios. En este caso, sin embargo, hay un león es el símbolo de la resurrección. Otro sentido es el de la vigilancia del cristiano contra las tentaciones. En esté caso concreto el león del Doncel representa su «estar despierto», su continua vigilancia, su «futura resurrección».

El pajecillo, por fin, da la nota humana. Es ésta una costumbre iniciada hacia 1460‑70 en el taller de Egas, y que aparece ya en las tallas de los Velasco, en Guadalupe; de D. Alfonso Téllez Girón, en Belmonte; en algunos sepulcros abulenses; en el de don Fernando Luján (1465) en la catedral de Sigüenza; en los de los condes de Tendilla de S. Ginés de Guadalajara, y en el de Rodrigo de Campuzano, en S. Nicolás, obra inmediatamente anterior al Doncel. En el contrato hecho por el, maestro Sebastián para el sepulcro de D. Álvaro de Luna y su esposa en la catedral de Toledo, se especifica concretamente respecto a la traza y colocación de dicho pajecillo. El expresa el sentimiento de la dulce y serena me­lancolía por la partida del ser querido.

Respecto a la tristeza serena del Doncel, es un elemento ya apare­cido en la escultura flamenca de la época. Es una transición del gótico hacia el Renacimiento. No hay dolor ni angustia ante la eternidad: sólo la esperanza del cris­tiano en su Cristo.

Brevemente traza luego el bos­quejo histórico de D. Martín Váz­quez de Arce, relatando la batalla granadina en que murió, se­gún Hernando del Pulgar, trans­crita por Sánchez‑Doncel en su «Guía de la Catedral de Sigüen­za». Habla luego de la no adecua­ción de su mote de Doncel, cuya aparición nos explicó recientemen­te el doctor Martínez Gómez‑Gor­do en su «Leyendas de tres per­sonajes históricos de Sigüenza».

Aborda finalmente el profesor Azcárate Ristori el espinoso asun­to de la búsqueda del autor de esta estatua. Se perdió la firma, se perdió el contrato, y quedó huér­fano de manos nuestro Doncel cantado. Repasa entonces el señor Az­cárate a los entalladores españo­les de fines del XV y sus obras. Consigue así hilvanar un sorpren­dente estudio de madurez intelectual que, le lleva a asignar una paternidad, para la estatua yacente de D. Martín.

La fecha de construcción es el 1491, quizás el año antes, pero nunca después de 1495. El Doncel fue enterrado en 1486, año de su muerte, pero su estatua no se labró hasta unos años después. Hacia 1440 se introducen en España las formas flamencas de la mano de Arlequín de Flandes. A Toledo llegan Juan Alemán y Rodrigo Alemán (éste último trabajando la madera). En la documentación seguntina se menciona a un Gil (por eso se pensó en Gil de Siloé como autor de la obra), pero luego parece tratarse de un francés (Gil de Ranque) que trabajaba en Toledo. Orueta supone la intervención de Andrea Sansovino, que trabajó en Toledo en la sepultura del Cardenal Mendoza, pero éste autor llegó a España hacia 1500. Tampoco es posible atribuírsela a Martín de Lande, autor del enterramiento de D. Bernardo de Agen.

A la estatua de D. Martín Vázquez de Arce se la ha relacionado con el sepulcro del Conde de Tendilla y con ciertas esculturas de San Juan de los Reyes de Toledo que son obras de Egas. ¿Es el gran Egas del Doncel? Empezó a trabajar Egas en Guadalupe en 1458, luego en Calatrava con la estatua de D. Pedro Girón y en Belmonte con la de sus padres. Autor también de la figura de D. Pedro de Valderrábano en Ávila. Pero cuando se esculpe el Doncel, Egas es ya viejo, y puede descartarse su intervención directa. Pero surge entonces su discípulo: el maestro Sebastián, de origen probablemente belga, y que se formó en los talleres de escultura de S. Juan de los Reyes. El  profesor Azcárate rastrea su obra a las órdenes de Egas. Interviene luego con Juan Guas en Segovia y en el Monasterio del Parral En 1500 trabaja en el altar mayor de Toledo. En 1508 está documentado en Sigüenza y en Se villa. Su última cita es de 1527.

En 7 de enero de 1489 se concertó, por la duquesa del Infantado, y con Sebastián de Toledo, a quien llama «entallador de imaginería», la construcción de los sepulcros del Condestable don Álvaro de Luna y su esposa, por valor de 90.000 maravedises. En dicho documento se especifica que dichas estatuas «se debían labrar en el taller que el maestro Sebastián tiene en Guadalajara». Aquí trabajaba, por lo tanto, este artista, y sólo a él es atribuible el Rodrigo de Campuzano de San Nicolás, como obra, si se quiere, de juventud. Es entonces cuando el profesor Azcárate, a tenor de las evidentes líneas paralelas trazadas entre esta estatua de Rodrigo de Campuzano, obra de Sebastián de Toledo, y la del Doncel, atribuye a ésta la paternidad de aquél.

¿Es el, mismo, sin embargo, el Sebastián de Almonacid de unos documentos y el Sebastián de Toledo de otros? ¿O son dos artistas diferentes? ¿Cuál de ellos, en ese caso, el autor del Doncel? El profesor Azcárate cerró su valiosísima disertación con estos interrogantes, que han de llenarse con la cuidadosa investigación de los archivos seguntinos.

Unas palabras finales del ilustrísimo señor obispo, don Laureano Castán Lacoma, y otra intervención del señor Poyo del Pino, alcalde de Sigüenza, cerraron de manera brillante esta conferencia y esta Semana de Estudios Medie vales Seguntinos, que ha sido, dijeron, como el prólogo a lo que el año próximo puedan ser cursos normales de la Universidad de Verano de Sigüenza.