Biografía de Antonio Buero Vallejo

sábado, 29 julio 1972 0 Por Herrera Casado

Antonio Buero Vallejo, un autorretrato

Antonio Buero Vallejo nació en Guadalajara. Cuando fue mayor de edad, escribió obras literarias con destino a ser representadas en los teatros. Poco más de esto hizo Antonio Buero Vallejo en toda su vida. Sin embargo, su biografía es inmensa y se reparte por igual entre las obras escritas y las entrevistas concedidas. Su vida fueran sus ideas.

Buero nació para pensar. Le hicieron muchas fotografías, y salió en todas ellas muy poco favorecido, con pose de angustiado. Sobre, él ha existido una idea equivocada, nacida de sus apariencias. Se habla de él como dramaturgo. Y fue eso. Buero fue un pensador, exclusivamente. Un ensayista en imágenes. Y un luchador también. Pero un luchador frustrado. Que se quedó en unas agresiones mentales con poca repercusión y algunas más orales que le fueron prontamente perdonadas.

De este mosaico anímico podemos sacar un ligero esbozo de la biografía de Antonio Buero Vallejo. El dijo que, después de vivir cierto tiempo en su ciudad natal y hacer algu­nos dibujillos (entra ellos, quizá el mejor, un severísimo retrato al óleo de su madre), pasó cierto tiempo en la cárcel junto a Miguel Hernández. Luego, cuando ya llevaba bastantes cosas pensadas, empezó a escribir. El dijo que nunca le dio por los versos, pero es casi seguro que los escribiera. Le dio por pensar en la muerte: en la del cuerpo primero, y luego en las otras En la muerte de las ilusiones, en la muerte de las esperanzas, en la muerte de eso que los hambres llamamos sociedad. Se puso triste. Y dijo esperar. Y. pensó tristemente «en las más graves pero esperanzadas interrogaciones» Además de eso fumó sus dos paquetes de  cigarrillos cada día, se, vistió unas veces con bigote, otras con perilla y casi siempre sin corbata y con ceño. Datos todos ellos muy singularizantes de una enmascarada neurosis.

Antonio Buero Vallejo ocupó un sillón de la Academia de la Lengua, y lo hizo porque los otros académicos pensaron en él como escritor y literato. No lo fue: más bien, un ideólogo, un elucubrador, un teorizante. Seguro estoy qué sus ratos de plenitud mental los pasaba entre diez y once de la mañana, después de despertar y antes de levantarse, en la cama. Allí estaba su obra. Buero se expresó en teatro porque es un medio efectivo de llegar al público. Pero a él, seguro estoy, le hubiera gustado muchísimo hablar por televisión, escribir en la tercera página de algún diario. Despacharse a gusto, como hizo casi siempre en las entrevistas. Sus obras de teatro fueron, para entendernos, los resúmenes de sus declaraciones a los periodistas.

Buero dramaturgo apuntó novedades y  audacias de técnica, más bien como medio de presentar “a la moderna» sus ideas, que como fin expresivo de su teatro. Utilizó los tres escenarios intermitentes, el sistema del apagón total, la agridulce magia de la diapositiva y el cine incrustados en el teatro y alguna que otra cosilla que no pasaron de ser balbuceos técnico-europeos. Para hacer la biografía, la historia, el peregrinaje vital de Antonio Buero Vallejo, es imprescindible ir al tema de sus obras. Porque ahí está en toda su grandeza de hombre, de pensador, de inmortal figura.

En “Historia de una escalera” su primer estreno, en 1949, presenta Buero la epopeya de nuestra sociedad. El enclaustramiento a prisión de las clases sociales. El parque zoológico que formamos. Y sale a relucir el fatalismo y la libertad, como dos caballeros justadores. «Hoy es fatal que los hijos paguen las culpas de los padres; es fatal que la violación del orden moral acarree dolor». Buero se pliega ante la realidad. Y en ese torneo dramático el caballero libertad acaba por los suelos, mientras en la punta de la lanza del fatalismo brilla, roja y sonriente, la sangre.

«En la ardiente oscuridad» continúa su interrogación de posturas sociales. Aparece el tema preferido de Buero: la ceguera. Pero la que no necesita de bastones, esa que abunda tanto y preocupa tan poco. La ceguera moral, masificada, feliz. La resignada por desconocida. Y surge, cómo no, él hombre que, aun siendo ciego, quiere elevar de condición a sus compañeros. Pero eso es inadmisible. Es muy cómodo ser ciego. Y el inconformista, el reformador, el profeta, es asesinado. ¿Escribió aquí Antonio Buero su autobiografía?

Exalta luego la fe en «La señal que se espera». No se resigna a que Ilusiones y esperanzas caigan por los suelos: tienen que ser faro y guía de los hombres. «El último y mayor efecto moral de la tragedia es un acto de fe». Sigue ese tema en «La tejedora de sueños» y en «Casi un cuento de hadas donde el amor se convierte en protagonista de resurgires y despertares. Pero es en “Irene o el tesoro» donde Buero se columpia, con una sonrisa neurótica innegable, en el coloreado mundo de lo ideal, de lo onírico, de lo maravilloso. Son sus duendes que se han desmandado, y han salido a escena. Creyó por un momento que aquello era la realidad, pero su caída va a ser dolorosa. Escribe luego «Madrugada», donde reordena el códice de la purificación moral, y «Las cartas boca abajo» para seguir investigando, ahora con más amargura, sobre la verdad y levantando la losa de las apariencias.

En “Hoy es fiesta» repite Buero su ritual de la esperanza. Sus personajes dejan la escalera y suben a la terraza. Y allí empiezan otra vez a luchar el fatalismo y la libertad. A Buero le gusta ese espectáculo, y él  mismo se lo paga. Acaba, lógicamente, manchado de sangre. Extrañado, más que triste. Casi escéptico.

Luego nos deja Buero su ciclo histórico. «Un soñador para un pueblo», «Las Meninas», «El Concierto de San Ovidio» y «El sueño de la razón». Con, una gran carga de moralización socializante, apoyado en hechos sucedidos del pasado, se entretiene en el viejo juego de enfrentar a buenos y malos. ¿Es que todavía existen buenos y malos? ¿Es que lo cree así Buero?

Tuerce luego su trayectoria y escribe “El Tragaluz», donde elucubra sobre la lucha por la vida sobre los limpios y los sucios de corazón, sobre los hombres de jersey y de chaqueta, sobre los que suben al tren y los que quedan atrás, en el andén.

Y Buero sigue escribiendo. Entre otros muchachos y señores que también se titulaban dramaturgos. Entre Sastre, el guerrillero, el siempre descalabrado y ensangrentado, que siempre le ganó en garra y coraje, y Casona, dulcemente tibio y a veces desconsolado, Entre Max Aub esquizoide, tartamudo y con su metralleta cargada bajo el brazo; y el liberal de don José María Pemán, pintor de santos, de saraos y de atletas. Entre, el chistoso de Jardiel Poncela y el negramente humorístico de Milhura. Entre el victorioso emigrado Arrabal, rey de los absurdos y las agresiones, y el gordezuelo y taquillero Paso, campeón de todas las estupideces. Entre Luca de Tena, Calvo Sotelo, López Rubio, Salom, Armiñán, Ruiz Iriarte, Alonso Millán… duramente caviloso entre todos. «No me gusta dar soluciones». ¿Pero, señor Buero, acaso las tuvo usted?

No hizo otra cosa que pensar, preguntar, exponer dudas, sufrir, fumar, estremecerse, soñar…

Antonio Buero Vallejo murió en Madrid dentro de unos años.