Memorial a Quer sobre Páez de Castro

sábado, 13 marzo 1971 1 Por Herrera Casado

 

I

Yo no se si en Quer quedará mucha memoria de su paisano Páez de Castro. En su tiempo llenó el pueblo con su presencia y su fama. Después, cuatro siglos son catorce generaciones, una escalera muy alta para verse su final ni siquiera nebulosamente. Pero hoy salta Quer a estas páginas por gracia de que lo hace su inmortal hijo.

Donde la vega del Henares se estremece en sacudidas de vegetación y desasosiego, mitad huerta y mitad secano, Quer se alimenta de uno y otra sin alzar la voz y con un gesto humilde y franciscano. Un, pueblo más de nuestra provincia, que hoy regresa a la patria del silencio, sin poder abandonar su carga de historia en ninguna parte. Con ella avanza Quer y con su preclaro hijo al frente.

La verdad es que de Páez de Castro no queda en los libros de su pueblo ni la más mínima alusión. Ni se sabe cuando nació ni cuando murió. Fue, sin ninguna duda, en este monosilábico conjunto de intenciones. Pero el que no existan datos de ninguna clase, no quiere decir que su paso por el pueblo fuera efímero. En primer lugar, allí vivió su juventud, y, estando cerca de Alcalá, miembro como era de familia pudiente, se trasladó a la Universidad Complutense a cursar en ella sus estudios. No se dejó atraer en concreto por ninguna de las disciplinas, y, pues era el siglo XVI, ¡que buen momento para hacerse un auténtico sabio a la antigua! Estudió leyes, matemáticas, lenguas, historia, ciencias naturales… todo en fin, las enseñanzas que por aquel entonces se daban. De lenguas aprendió el griego y el latín; o el hebreo y el caldeo; más tarde el árabe. Cultivó la poesía, brevemente.

Pero no recae su atención sobre ninguna de estas materias en concreto. Las estudia y asimila, pero su gran pasión serán los libros. De ahí parte toda su peripecia humana; De ahí arranca toda su posterior fama. Páez de Castro y los libros forman un tono único e inseparable. Pero a Páez no se le puede tomar solo por este lado: es un triple espejo, cuyas otras dos caras son los amigos y las cartas. Libros, amigos y cartas hacen de él un pozo de sabiduría y humanidad que le elevan al rango de gran renacentista.

Su vida universitaria, su estancia en Trento y sus viajes por España y el extranjero, así como su nombramiento de cronista real, y el hecho de estar al servicio de hombres de tantas relaciones como el Cardenal de Burgos y el embajador don Diego Hurtado de Mendoza, marcan la vida de Páez de Castro con la exquisitez y la luz del Quinquecento, y su inmortalidad, con el sosiego de saber que no ha perdido el tiempo. Hombres como él elevaron de categoría a la raza humana y dieron la patada a la dilatada ignorancia y brutalidad de la Edad Media. Quiera Dios que definitivamente.

A Trento viajó en 1545. Pasó por Zaragoza y Barcelona, tardando más e un mes en atravesar Francia y los Alpes. Iba, por supuesto, al Concilio en que España brilló en hombres como en ideas. De los asuntos tratados en el Concilio, Páez de Castro se interesaba por la parte humana de la cuestión Teológica (la doctrina de la  predestinación, etc.). Acompañaba entonces al embajador de España, don Diego Hurtado de Mendoza y al obispo don Francisco de Mendoza, siendo todo su afán el rebuscar en librerías y bibliotecas: comprando libros, copiando parte de ellos… así pasaba su tiempo. Algunos cardenales estudiaron con él la posibilidad de que escribiera la Historia del Concilio, pero, aunque él mostró muy buena voluntad, no llegó a hacerse nada.

En octubre de 1547 llegó a Roma. Estrechó allí la mano de muchos amigos españoles, entre ellos nuestro paisano Luís de Lucena, el doctor Aguilera, etc. En aquellos, días recibió las Ordenes mayores, como había deseado desde hacía tiempo. Después, continuó viajando por toda Italia. No hace falta decir de nuevo lo que Italia significa en el siglo XVI, no solo para los españoles que hasta ella llegaban, sino para el mundo todo: el de entonces, el de después, el de antes incluso. La Italia renacentista es un terremoto de grado infinito, que ha transformado el mundo. Nosotros aún vivimos de sus ideas.

Sus deseos de conocer nuevas tierras, nuevas gentes… y nuevos libros, la llevaron a los Países Bajos, donde le vemos en 1554, en Bruselas. Al año siguiente, en Flandes, consigue recibir del rey de España una capellanía de honor y el cargo de cronista real. Pero su atención principal continuada polarizada hacia los libros, hacia los viejos papeles, hacia el estudio.

Por fin consigue su deseo de volver a la patria, y en Quer le vemos en 1560, sin querer ir, a pesar de los ruegos de sus amigos, a la Corte, que a partir de ese año, y definitivamente, se asentó en Madrid. En. Quer era feliz, con sus hermanos y sobrinos, cuidando de su casa y de su fantástica biblioteca, que casi le había llevado a la ruina. En su casa recibía a antiguos amigos, a ilustres sabios que desde Alcalá se acercaban a charlar con él, o que desviaban su ruta cuando, desde Madrid o Alcalá,  subían hacia Guadalajara.

Yo diría que la gran fama que Páez de Castro tuvo en su tiempo, y lo que le ha hecho pasar a la inmortalidad y a, la Historia, ha sido su biblioteca. Fray Jerónimo Román, en su «Segunda parte de las repúblicas del mundo» habla de ella como una de las más principales y curiosas. Toda la vida la pasó buscando libros antiguos: obras griegas y latinas, manuscritos medievales, libros árabes y orientales… todos los leía y clasificaba, y al fin, los colocaba en su magnífica biblioteca de su casa de Quer. Claro que no todos los libros raros que hallaba eran para él. Muchos los cedía al Cardenal de  Burgos y al embajador Hurtado de Mendoza, así como a la real biblioteca del Escorial. Otros amigos le pedían prestados algunos de los libros. Y aquí encontramos uno de los defectos de Páez: se hacía el remolón, prometía, daba largas… pero no prestaba. Las obras eran de gran valor, y tampoco se podía permitir el lujo de lamentarse después con ese refrán que habla de cómo los libros se pierden al mismo tiempo que los amigos a los que se han prestado.

Su muerte acaeció hacia el año 1570. Para los del pueblo de Quer, siempre fué un honor poder decir que el sabio era hijo del pueblo. En la «Relación Topográfica» que todos los pueblos de España debían mandar a Felipe II, enumerando las cosas curiosas o los hijos ilustres del pueblo, los de Quer, entre otras cosas, decían: «el doctor Juan Páez de Castro, cronista y capellán de S. M. Real Católica del Rey don Felipe nuestro señor, el cual dicho doctor fué natural desta nuestra dichosa aldea la que fué celebrada y su nombre sabido en nuestra España y ennoblescida a causa de nuestro bueno y famoso doctor; porque lo demás del tiempo que en España residió y virtuosamente vivió en nuestra aldea a donde fué visitado de grandes letrados y cronistas que le venían a visitar y a comunicar con negocios importantísimos según era fama, y pocos Señores de España dexaron de visitarle todo tan en ventura nuestra que muchas veces paresciamos una Cortecilla según la Ilustrísima gente que entre nosotros cada día a su casa andaba». Y añade la relación, que el doctor Páez de Castro «tenía una peregrina librería de libros tan exquisitos y tan notables que se tenía por llano de hombre no haberla mejor en España».

Pero a la muerte de Páez de Castro, muchas miradas cayeron sobre aquel tesoro que quedaba sin la tutela del fiel guardián que lo había creado. Todas esas miradas, :sin embargo, fueron anuladas por las del rey, Felipe II, que al saber que tan grande biblioteca quedaba en manos de unos herederos que tal vez no sabrían cuidarla como merecía, escribió al doctor Gasca, de su Consejo, diciéndole que al ir a Lupiana, donde debía asistir al Capítulo de la Orden de San Jerónimo, pasase por Quer, y en unión de Ambrosio de Morales, inventariase ante escribano la biblioteca de Páez de Castro, escogiendo lo mejor de ella para engrosar la del Escorial. Escogieron los del rey casi todos los libros griegos, latinos y árabes, que formaban lo más curioso y de valor de la librería. En total, 87 libros, que llegaron a Madrid 2 años después de la muerte de Páez, tasados en 4.950 reales. El pago a los herederos se hizo desear. Durante, varios años estuvo solicitándolo Juan de Celada, casado con una sobrina de Páez. Después de incendios y catástrofes, aún hoy quedan en la Biblioteca del Escorial algunos de estos libros que Páez de Castro con tanto amor por lo antiguo buscó y luego guardó en su casa de Quer.

A la semana que viene hablaré algo sobre las amistades de Páez, sin olvidar los libros que, aunque pocos para la gran capacidad de que estaba dotado, escribió y aún hoy se conservan. Todo ello son datos curiosos que, el que tenga la paciencia de leerme, verá aumentados sus conocimientos sobre este maravilloso mundo de arte, paisaje e historia que es la provincia de Guadalajara.

 II

 De la mano de Páez de Castro, de cuya vida y milagros hicimos memoria la semana pasada, llegamos hoy, una vez más, a ese luminoso y sencillo mundo del Renacimiento, en el que, a la par de todo el país y toda Europa, Guadalajara dio su estirón, se vistió el mejor traje y habló.

El saber de entonces no estaba hecho sólo de libros, fórmulas y experimentos como el de hoy. Nuestra especialización actual hace del hombre un autómata, que solo puede hablar con sus semejantes de cosas intrascendentes, pues si hablaran de lo que «saben» no se entenderían. Hoy en día, un médico especialista del riñón y un arqueólogo especializado en la civilización minoica, pueden ser, aisladamente considerados, dos grandes sabios. Pero entre eos sólo pueden hablar del tiempo, algo de política y muy poco de la ciencia del siglo XX. Son seres de distintos planetas, porque si hablan de lo que saben no se entienden. ¿Se puede, entonces, llamar verdaderos sabios a estos hombres? En el Renacimiento no ocurría esto. La sabiduría no se lograba solo en el estudio: también la procuraban los viajes, los amigos, las reuniones, las cartas… Tiempos perdidos; no digo que mejores, pero si distintos.

Páez de Castro, ya amigo nuestro, se supo rodear de la mejor intelectualidad española de la época. Uno de sus mejores amigos fue el comendador Hernán Pérez de Guzmán, en cuya obra de proverbios y refranes colaboró Páez aportando más de 30.000 refranes.

De la amistad con el Cardenal Mendoza, de Burgos, y el embajador Hurtado de Mendoza ya hemos hablado. Fidelísima fue la que guardó a Antonio de Morales, quien se encargó de recoger los principales libros y manuscritos que a la muerte de Páez quedaron en su casa de Quer.

Pero con quien mayor amistad le unía era con Jerónimo Zurita, ilustre historiador a quien España entera debe sus inolvidables «Anales de Aragón». Cierto es que no se vetan muy a menudo, pero su amistad crecía gracias a ese otro sistema de relaciones personales que durante los siglos XVI al XIX ha tenido tanto auge, del que tantas cosas buenas se han derivado y que hoy desaparece sin remedio: la carta. La epístola que ellos llamaban y que, sin llegar a ser una pieza literaria, anulaba las distancias en aquellos tiempos más largas que hoy.

En el siglo XVI, cuando dos personas mantenían una estrecha y continua relación amistosa por medio de cartas, se les daba un mitológico calificativo: Pílades y su constante Orestes, recordando la recia amistad que unió, aun en los momentos más difíciles, al fabuloso y mitológico Orestes con su primo Pílades. Esa mitológica relación podemos decir que unió a Páez con Zurita.

De las cartas de Páez de Castro a sus amigos, muchas de éstas impresas en el libro de Dormer, «Progresos de la Historia de Aragón». Otras muchas, inéditas, han quedado gracias al cuidado que Jerónimo Zurita puso de guardarlas. A este historiador aragonés escribía Páez constantemente: en cualquier parte que estuviera, al cabo de un largo y agotador viaje, después de haber asistido a un banquete o a una sesión M Concilio, cuando se hallaba algo indispuesto o cuando rebosaba salud y alegría por haber hallado algún libro interesante. Nada callaba a Zurita, y siempre le pedía noticias de la familia que quedaba en Quer, de la marcha de su hacienda y las novedades de la Corte, del estado del cobro y pagos de sus cuentas, etc.

Servían las cartas, además de como vínculos de estrecha amistad a través de las largas distancias, como gacetas de noticias: en enero de 1564 escribió don Juan de la Cerda, duque de Medinacelí, a Páez una carta, desde Mesina, en la que le enviaba la relación de la jornada de Barbería, dirigida por D. Alonso de Sande a Su Majestad en 1559 y 1560. Era, como hoy diríamos, un magnífico reportaje de guerra tomado en la misma línea de batalla e inédito en cualquier periódico o revista. Dice el duque que se la envía para que haga (Páez) con ella lo que quiera. La relación va aumentada con correcciones y notas al margen de mano del duque.

Nos queda, por último, para redondear esta visión del existir renacentista de Páez de Castro, su faceta como escritor. Aunque pueda aparecer como una errata, hay que señalar que lo escrito por Páez nos muestra lo más débil de su personalidad. Mejor dicho: lo no escrito por Páez. A un hombre que, como él, recorrió toda la Europa cristiana de su tiempo, con objeto de estudiar la historia, las costumbres y la cultura del Continente, para luego plasmarlo todo en una obra monumental, y que nada, o casi nada de ello, llega a realizar, es que le falla algo: a Páez de Castro le faltó constancia en el trabajo. Su sabiduría era ilimitada, pero, después de charlar, muy agradable y eruditamente, con sus amigos, se fue a la tumba con todo su saber sin haberse decidido a llenar con él unos cuantos libros que le sobrevivieran. Algo si que escribió Páez, pero, excesivamente poco para lo que él podía haber hecho. Esta fue su laguna, como todos tenemos la nuestra.

Páez, pues era cronista del Rey de España, debía haber escrito una historia completa del reinado de Carlos I y algo del de Felipe II, su hijo. De esta gran obra prevista, sólo quedan algunos manuscritos en la Biblioteca de El Escorial. Llevan por título «Anotaciones y Relaciones diversas de lo sucedido en Europa desde el año 1510 hasta 1599» y «Anotaciones curiosas y nombres de provincias y lugares con los sucesos de Europa desde el año 1517 hasta el 1556, que el doctor Juan Páez para componer su historia escribió de su propia mano». Estos manuscritos eran «material» a emplear en la obra que proyectaba. Apuntes, sin ninguna estructura literaria. Rimeros de nombres, fechas y sucesos capaces de aburrir a cualquiera. El dio algunas veces razón de su tardanza en escribir esta historia. Parece que necesitaba algunos papeles muy importantes y secretos que no se le facilitaban. En una carta de 1569 le decía a Zurita: «Yo supliqué a Su Majestad fuese servido que yo víeses lo que el Emperador escribió de las causas que tuvo para todas sus guerras, y principalmente para la del Alemania». El rey parecía dispuesto a dejarle ver estos papeles, pero sus secretarios anduvieron siempre dándole largas.

El «Memorial al rey sobre fundar una biblioteca, por el doctor Juan Páez de Castro» es algo así como una larga carta que nuestro personaje escribió al rey, Felipe II y cuyo original se conserva en la Biblioteca de El Escorial. En su ardiente deseo de que ningún libro, antiguo o moderno, valioso o no, se perdiera, Páez quiere elevar su voz hasta el mismo rey y proponerle la fundación de una gran biblioteca que, al mismo tiempo, fuera un museo. Para su emplazamiento, Páez hablaba de una ciudad grande e importante, resaltando la idoneidad de Valladolid. La idea agradó a Felipe II, aunque no en cuanto a lo del emplazamiento. La situó en El Escorial, su edificio mimado, el más maravilloso y ciclópeo lugar de Europa en su época, colmado de riquezas y de obras de arte. Poco se le daba al rey que estuviera perdido en medio de la sierra. Pero el hecho es que la idea de Páez cuajó y la gran biblioteca de El Escorial, con su complemento de retratos, aparatos de astronomía, instrumentos científicos, monedas antiguas, medallas y objetos de Historia Natural, tienen su origen en la mente de Páez de Castro, hijo ilustre de Quer.

Otra obra suya, el «Memorial de las cosas necesarias para escribir historia», es otra larga carta, dirigida esta vez a un amigo inconcreto en el tiempo y en el espacio. Traza el plan de la historia, de los materiales de que había de servirse y de la ordenación de tan gran fábrica, que compara a las de arte arquitectónico. Dice se debe escribir en castellano. Añade sus ideas sobre el estilo histórico, naturalidad del relato de los hechos, examen de las causas y resultado de los sucesos, justicia y rectitud del juzgar, origen de instituciones, etc., y, sobre todo, respeto a la verdad bien averiguada. Tratando de la investigación de los hechos, él propone recorrer toda España y aun los lugares del extranjero relacionados con los hechos históricos que se han de tratar, recogiendo datos directa grande y complicada, excesiva para un hombre solo. Ambrosio de Morales, su amigo y continuador en el puesto, lo supo entender mejor, sugiriendo a Felipe II el llevar a cabo las «Relaciones topográficas».

Y, así, ha pasado por nuestro Glosario otro muy ilustre hijo de la provincia, cuyo nombre, sepultado bajo esos cuatro siglos que ahora justamente se cumplen desde su, muerte, supo conquistar un alto puesto en la España renacentista y, con él, dar relieve a su pueblo, Quer, y a la provincia entera a la que éste pertenece.