El castillo de Riba de Santiuste

sábado, 14 noviembre 1970 0 Por Herrera Casado

Ya en el límite con Soria, la roja tierra violácea de Machado, aún muestra Guadalajara su resonante altivez guerrera en la Riba de Santiuste. Aliento, mano y lágrima, todo un largo instante de humanidad se cristaliza en el paisaje. Bronco sonar rítmico del aire; risas o cantares de las piedras; lento fluir de los hombres entre las orillas de colinas y parameras grises. De carne o sangre es la tierra. Y el tiempo aquí se olvida de relojes y es una escudilla vieja por el suelo o una silueta guerrera en lo alto del cerro. No hay tiempo, lector: sólo hay hombres que viven y mueren. Todo lo demás, permanece. La misma tierra, con su silencioso medir los siglos es un ser permanentemente vivo que cada año da un latido y cada año le brota, en maravilloso canto coral, su sangre dorada y prieta: chorro plano de trigo.

En Riba de Santiuste, castillo y pueblo, en perfecta simbiosis medieval, se miran mutuamente como dos enamorados. Desde la plaza, desde las calles, ‑anchas y nobles‑ del pueblo, el castillo hace guiños juguetones y brilla a ratos. Desde arriba, desde el aportillado muro de Poniente, veremos al pueblo enmarcado con piedras, dispuesto a dar la batalla a los siglos, última batalla, en la que no existe victoria para nadie. Y es esa mirada continua, eterna, entre pueblo y castillo, la que ha cuajado en la falda del monte en forma de piedras oblicuas y tajantes, a cuestas cada una con todos los colores posibles de la vida, y en zarzas desperdigadas: agrio sabor que pregona la pasión total de este contorno.

El origen del castillo de la Riba de Santiuste o San Justo, es remotísimo. Nada existe en concreto y sólo con suposiciones podemos situar su origen como tal castillo o fortaleza a la vez defensiva y atacante, en los tiempos de primitiva dominación árabe en el Península Ibérica. El lugar, fuerte cerro vigía, era idóneo; la región, de suma importancia para los reinos moros que más hacia el Sur se erigían en maestros del lujo y el saber mundial de aquellos siglos altomedievales.

Durante muchos años, la frontera entre castellanos y árabes fueron los altos montes que separan la meseta del Duero de Castilla la Nueva, y, por esta razón, los escasos pasos que en esta cordillera existen debían ser muy bien vigilados tanto por unos como por otros. Así surgieron, del lado de acá, en la provincia de Guadalajara, los castillos de Atienza, Riba de Santiuste y Galve de Sorbe, desde los cuales los moros tenían totalmente controlados los movimientos cristianos en esta zona.

Del castillo queda hoy muy poco. Claro que para aquél que gusta de recorrer los lugares por donde la Historia de España ha ido dejando escritas sus páginas de guerra, de arte o de trabajo, el castillo de Riba tiene todavía muchas cosas. La excursión hasta el alto, que no lleva más que algunos minutos, bien merece la pena de hacerse si uno se quiere ver transportado a un ambiente medieval, donde, entre ruinas y cascotes, aún se respira el olor del acero y la estameña de los sencillos hombres del Medievo. Huele a sangre coagulada y a vino de Cacabelos. Se oye, muy lejano, el pisar de los caballos y el batir de las espadas. Pero todo, a pesar de la claridad que el sol pone en cada piedra, es aquí sombra pura; errante sombra del pasado.

El castillo se extiende, estrecho y alargado de Nordeste a Suroeste. Tenía cuatro soberbias torres de las que hoy solo se conserva una, la más adelantada hacia Soria. De las otras tres quedan vestigios. Aún se adivina el lugar que ocupaba la puerta principal, en el lado Norte, al final de un camino que ascendía por la empinada cuesta. Luego, restos de murallas, algunas almenas, un aljibe con su correspondiente cañería, labrada en el seno de una piedra, y que da la sensación de que ayer todavía corría el agua por ella.

La historia del castillo de Riba de Santiuste, ha de escribirse, en su parte más antigua, a base de conjeturas. El estratégico lugar que ocupa era de suma importancia para unos y otros contendientes, y, aunque casi siempre en poder de los moros, quizás le poseyeran temporalmente los cristianos durante sus correrías hasta la provincia de Guadalajara. Pero el nombre de «Ripa Sancti Iusti» suena claramente en el reinado de Fernando I, en el siglo X, en que pasa a poder de los cristianos. Seguramente se perdió más tarde pues de nuevo la contó entre sus victorias Alfonso VI, hijo del rey anterior. Más tarde, en 1129, Alfonso VII, según un documento fechado en Burgos, donó al Obispo de Sigüenza, don Bernardo de Agen, el pueblo y el castillo de la Riba de Santiuste, en cuyo pacífico poder permaneció hasta el siglo XV, en que los interesantes hechos allí ocurridos bien merecen que esperemos a la próxima semana para recordarlos con mayor amplitud.