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noviembre, 1970:

López de Madrid en el castillo de Riba de Santiuste

 

«¿Qué se fizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón ¿qué se fizieron? ¿Qué fué de tanto galán, qué de tanta invención como trujeron?»

Con estas lastimosas frases incluyó Jorge Manrique al rey don Juan II de Castilla y a sus primos los infantes de Aragón en la procesión de grandes cosas, de hermosos y atronadores fuegos de artificio que al fin van a dar «a la mar, que es el morir». Nada ha quedado de ellos sino el recuerdo; pero… ¡qué recuerdo! Jamás ha atravesado España una época como los tres primeros cuartos del siglo XV, tan llena de envidias, de disputas y de traiciones fraternales.

Juan II de Castilla, monarca sin voluntad propia, tuvo la mala fortuna de contar con cinco primos carnales que no le dejaron disfrutar ni un solo momento de tranquilidad en su vida: Alfonso, rey de Aragón; Juan, rey de Navarra, y Enrique, los más pendencieros y alborotadores; Pedro y María, esta última esposa del castellano, pero conspiradora en favor de sus hermanos aragoneses y en contra de su marido. Las continuas disputas, guerras incluso, que movieron durante los años de su existencia, no dejaron escapar algunos lugares de Guadalajara, incluida Riba de Santiuste. La semana pasada dejábamos el alto castillo de Riba en la pacifica propiedad del Obispado de Sigüenza, que lo poseyó durante varios siglos.

Atienza pertenecía a Juan de Navarra y la mantuvo suya a pesar del mandato y aún del ataque de Juan de Castilla, quien junto con el Condestable don Álvaro de Luna solo pudo conquistar la ciudad, pero nunca el castillo, en el quedaron muchos años los navarros, sembrando el pánico por todos los contornos. En esta situación, al castillo de Riba de Santiuste todavía en poder del Obispo seguntino, de poco le sirvió el refuerzo de sus defensas ante el belicoso comportamiento de los navarros que por fin se apoderaron de él en 1451. Desde allí, los hombres de Juan de Navarra continuaban hostigando a la indefensa población de los pueblos vecinos, e incluso, en un arranque de osadía, llegaron en actitud guerrera a las mismas puertas de Sigüenza. La situación se hizo insostenible, y en 1452, el Obispo Luján, animado por el rey de Castilla, decidió acabar de una vez, utilizando el mismo lenguaje de los navarros, con aquel estado de cosas.

Hoy en día nos extraña mucho, y casi hasta nos escandaliza, el saber con qué decisión y coraje tomaban las armas los hombres consagrados al servicio de Dios, tanto contra los infieles, como contra otros cristianos enemigos. Para aquellos hombres era otra manera de servir a Dios el cambiar los largos hábitos eclesiásticos por los pesados arneses de guerra, dejando a un lado breviarios y rosarios para empuñar lanzas o espadas. El Obispo Luján era ya viejo, y lo único que hizo fue acompañar a sus hombres hasta dar vista al castillo de Riba. Una vez allí declinó su mando en el deán del Cabildo de la Catedral seguntina, el enérgico y pendenciero López de. Madrid, quien, una vez tomado el gusto a las armas, ya no se volvió a acordar de sus deberes de pastor religioso.

En el mes de abril tomó López de Madrid y sus hombres el pueblo de la Riba, pero no sería hasta agosto que recuperan totalmente el castillo. En estos meses de asedio, los navarros que guardaban el castillo dieron buen ejemplo de lealtad a su rey, pues, sin esperanza de recibir refuerzos ni ayudas, resistieron todo un largo varano el hambre y la sed que estos asedios suponían, y aún tuvieron fuerzas para, en el curso de algunas escaramuzas en las faldas del monte, hacer algunas bajas a los hombres del, Obispado. Al fin, las armas de López de Madrid, que no el desaliento, acabaron con estos obstinados defensores.

Cuando López de Madrid regresó, victorioso, a Sigüenza, las puertas de la ciudad se le abrieron alegres, y la población le proporcionó el recibimiento que a los héroes se debe. Crecido con esta popularidad, cuando al poco tiempo murió el ya anciano Obispo Luján, López de Madrid obligó al Cabildo a que le eligiera Obispo de Sigüenza. Pero el Sumo Pontífice tenía ya reservada la Mitra seguntina para don Pedro González de Mendoza, quien, como buen político que era, consideró prudente limitarse a esperar a que aquél «soberbioso hombre» cayera por su propio peso. López de Madrid desoyó al Papa, no se asustó de la Excomunión dictada contra él, y durante cuatro años se mantuvo como dueño absoluto de la ciudad y obispado de Sigüenza, hasta que una noche, en un ataque por sorpresa, los hombres de Pedro de Almazán, a las órdenes de los alcalde de Atienza y Sigüenza, secretamente aliados, acabaron con la rebeldía del testarudo guerrero, y llevado en prisión al castillo de Atienza, allí debió fallecer poco después, en el más oscuro de los olvidos.

Es una historia, ésta de López de Madrid, que casi se puede decir con moraleja. Que cada uno le ponga las palabras que guste.

El castillo de Riba de Santiuste

Ya en el límite con Soria, la roja tierra violácea de Machado, aún muestra Guadalajara su resonante altivez guerrera en la Riba de Santiuste. Aliento, mano y lágrima, todo un largo instante de humanidad se cristaliza en el paisaje. Bronco sonar rítmico del aire; risas o cantares de las piedras; lento fluir de los hombres entre las orillas de colinas y parameras grises. De carne o sangre es la tierra. Y el tiempo aquí se olvida de relojes y es una escudilla vieja por el suelo o una silueta guerrera en lo alto del cerro. No hay tiempo, lector: sólo hay hombres que viven y mueren. Todo lo demás, permanece. La misma tierra, con su silencioso medir los siglos es un ser permanentemente vivo que cada año da un latido y cada año le brota, en maravilloso canto coral, su sangre dorada y prieta: chorro plano de trigo.

En Riba de Santiuste, castillo y pueblo, en perfecta simbiosis medieval, se miran mutuamente como dos enamorados. Desde la plaza, desde las calles, ‑anchas y nobles‑ del pueblo, el castillo hace guiños juguetones y brilla a ratos. Desde arriba, desde el aportillado muro de Poniente, veremos al pueblo enmarcado con piedras, dispuesto a dar la batalla a los siglos, última batalla, en la que no existe victoria para nadie. Y es esa mirada continua, eterna, entre pueblo y castillo, la que ha cuajado en la falda del monte en forma de piedras oblicuas y tajantes, a cuestas cada una con todos los colores posibles de la vida, y en zarzas desperdigadas: agrio sabor que pregona la pasión total de este contorno.

El origen del castillo de la Riba de Santiuste o San Justo, es remotísimo. Nada existe en concreto y sólo con suposiciones podemos situar su origen como tal castillo o fortaleza a la vez defensiva y atacante, en los tiempos de primitiva dominación árabe en el Península Ibérica. El lugar, fuerte cerro vigía, era idóneo; la región, de suma importancia para los reinos moros que más hacia el Sur se erigían en maestros del lujo y el saber mundial de aquellos siglos altomedievales.

Durante muchos años, la frontera entre castellanos y árabes fueron los altos montes que separan la meseta del Duero de Castilla la Nueva, y, por esta razón, los escasos pasos que en esta cordillera existen debían ser muy bien vigilados tanto por unos como por otros. Así surgieron, del lado de acá, en la provincia de Guadalajara, los castillos de Atienza, Riba de Santiuste y Galve de Sorbe, desde los cuales los moros tenían totalmente controlados los movimientos cristianos en esta zona.

Del castillo queda hoy muy poco. Claro que para aquél que gusta de recorrer los lugares por donde la Historia de España ha ido dejando escritas sus páginas de guerra, de arte o de trabajo, el castillo de Riba tiene todavía muchas cosas. La excursión hasta el alto, que no lleva más que algunos minutos, bien merece la pena de hacerse si uno se quiere ver transportado a un ambiente medieval, donde, entre ruinas y cascotes, aún se respira el olor del acero y la estameña de los sencillos hombres del Medievo. Huele a sangre coagulada y a vino de Cacabelos. Se oye, muy lejano, el pisar de los caballos y el batir de las espadas. Pero todo, a pesar de la claridad que el sol pone en cada piedra, es aquí sombra pura; errante sombra del pasado.

El castillo se extiende, estrecho y alargado de Nordeste a Suroeste. Tenía cuatro soberbias torres de las que hoy solo se conserva una, la más adelantada hacia Soria. De las otras tres quedan vestigios. Aún se adivina el lugar que ocupaba la puerta principal, en el lado Norte, al final de un camino que ascendía por la empinada cuesta. Luego, restos de murallas, algunas almenas, un aljibe con su correspondiente cañería, labrada en el seno de una piedra, y que da la sensación de que ayer todavía corría el agua por ella.

La historia del castillo de Riba de Santiuste, ha de escribirse, en su parte más antigua, a base de conjeturas. El estratégico lugar que ocupa era de suma importancia para unos y otros contendientes, y, aunque casi siempre en poder de los moros, quizás le poseyeran temporalmente los cristianos durante sus correrías hasta la provincia de Guadalajara. Pero el nombre de «Ripa Sancti Iusti» suena claramente en el reinado de Fernando I, en el siglo X, en que pasa a poder de los cristianos. Seguramente se perdió más tarde pues de nuevo la contó entre sus victorias Alfonso VI, hijo del rey anterior. Más tarde, en 1129, Alfonso VII, según un documento fechado en Burgos, donó al Obispo de Sigüenza, don Bernardo de Agen, el pueblo y el castillo de la Riba de Santiuste, en cuyo pacífico poder permaneció hasta el siglo XV, en que los interesantes hechos allí ocurridos bien merecen que esperemos a la próxima semana para recordarlos con mayor amplitud.