Una figura alcarreña en el mundo: Luís de Lucena
El siglo XVI, el siglo más grandioso de la Humanidad, en el que el hombre tomó conciencia de su propio significado y dejó atrás, al parecer definitivamente, las oscuridades mentales del Medievo, fue el siglo en que habitaron el mundo las grandes figuras del arte, la inteligencia y la erudición. Hoy llega hasta nuestro Glosario un personaje alcarreño netamente renacentista: el doctor Luís de Lucena.
La mayor parte de sus datos personales son conocidos gracias al testamento que redactó poco antes de su muerte. Fue poco explícito a la hora de darnos detalles de su existencia que, si bien poco importantes para la construcción de su figura histórica, le restan algo de calor humano a su aventura intelectual.
Nació, según él mismo nos dice, en Guadalajara. La fecha fue seguramente el año de 1491, por lo que coincide su nacimiento prácticamente con el de la Edad Moderna. Nada sabemos de su padre, cuyo nombre ignora o calla. Su apellido lo toma de la madre, Guiomar de Lucena. Las dos hermanas que tuvo, Beatriz y Guiomar, murieron de niñas, aunque dejaron en el corazón de Luís una estela da tierno recuerdo que siempre le acompañó. Tampoco se conoce con exactitud dónde cursó sus estudios. Probablemente fue en Alcalá. El caso es que llegó a clérigo y a doctor en Medicina. Su primer destino, como religioso, fue Torrejón. Pero el destino de Luís de Lucena no estaba en una iglesia de Castilla, sino algo más arriba. Y a su llamada acudió, trasladándose, todavía joven, a Italia.
Italia era, a comienzos del siglo XVI, un oasis en el desierto de la cultura que acababa de dejar atrás la Edad Media. La cuna del Renacimiento, repartida casi a medias entre el Papa y el emperador Carlos de España. Aunque de vez en cuando azotada por guerras en donde lo único que se ventilaba eran las ambiciones personales de ciertos soberanos europeos, Italia entera era una Academia donde el latín, el italiano y el castellano servían para plantearse dudas y problemas. Los auténticos hombres del Renacimiento sabían que sólo en la duda está la verdadera sabiduría.
Después de una época en Italia, el doctor Lucena viaja a Francia y se instala, ahora como médico, en Toulouse. Otro detalle más para conocer mejor a este paisano nuestro, oscilante entre su obligación sacerdotal, su vocación de investigador de la antigüedad y erudito, y su ocupación, con toda seguridad la que le daba de comer, de médico. Estando en esta ciudad del sur de Francia, escribió Lucena una obra muy breve, dividida en dos partes, sobre Medicina: en ella trataba sobre Higiene y Medicina Preventiva en la primera parte, y, en la segunda, hablaba algo sobre la sintomatología y terapéutica (¡en el siglo XVI!) de la peste.
Pero éste de Toulouse no era su ambiente. Después de un rápido viaje a España, a su ciudad natal, donde dejó comenzadas las obras de su capilla, volvió a Italia para no salir nunca más de allí. Este postrero viaje lo realizó en 1540, y, a poco de llegar a Roma, se vio agradablemente sorprendido con el nombramiento de médico del Papa. Es cierto que no fue el primer español que ocupaba este puesto. Por ejemplo, años antes, el sevillano Gaspar del Río había cuidado de la salud de León X.
Definitivamente instalado en Roma, Luís de Lucena se pone en contacto con toda la intelectualidad de la época. Lo que fue el París de principios de este siglo para el arte, fue Roma en el XVI para la sabiduría en general, también para el Arte. Aunque Lucena conocía a las más ilustres figuras romanas de la época, y era admirado y querido por todos, donde más a gusto se encontraba era en la que entonces llamaban Academia, y hoy llamaríamos más modestamente tertulia, del arzobispo Coloma. Grandes figuras acudían a ella, algunas de las cuales llegaron a ocupar la silla de San Pedro. En ella participaban figuras como Claudio Toloméi (magistrado y erudito obispo), Guillermo Philandrier (arquitecto), e Ignacio Danti, polifacético dominico que llegó a obispo de Alatri. También con muchos españoles que habitaban en Roma tenía amistad el doctor Lucena. Páez de Castro, Juan Ginés de Sepúlveda, Antonio Agustín, que nos dice cómo en cierta ocasión le curó el dolor de muelas. Todos ellos, en sus escritos, hablan de Lucena muy elogiosamente, alabando sus «profundos y vastos» conocimientos. Una de sus especialidades era la Arqueología, sobre todo su rama de la Epigrafía, gracias a sus perfectos conocimientos del latín, griego y otras lenguas antiguas. A este respecto, hay que citar un manuscrito de 17 hojas, debido a su pluma, que se conserva en la Biblioteca Vaticana bajo el título de «Inscriptiones aliquot collectac ex ipsis Saxis a Ludovico Lucena Hispano Medico, MDXLVI», y en el que incluye una larga relación de inscripciones romanas encontradas y estudiadas por él mismo en muy variados lugares de la geografía española.
En el ámbito de las Ciencias aplicadas, además de médico eminente, fue muy versado en Matemáticas y Arquitectura. Todo su interés lo puso en adquirir nuevos conocimientos sobre cualesquiera de las ramas de ese árbol de la Ciencia que tan frondoso se encontraba plantado en la Roma del siglo XVI. Lástima que no nos dejara escrito, aun parcialmente, algo sobre sus grandes conocimientos. Su figura, repito, es completamente representativa del Renacimiento, y todo se le va en andar buscando antiguos vestigios de la Roma Imperial y cambiando conocimientos con sus ilustrados amigos.
Pero Luís de Lucena no podía olvidar, en medio del boato y la magnificencia de su vivir romano, ese pequeño pedazo de mundo donde nació. Las horas mágicas de la infancia, en las que todo es fabulosamente grande y brillante, más transparente y menos trágica la vida, los días más claros y luminosos, fueron para el intelectual y universal Lucena las horas de Guadalajara. Aunque ya no quedara en esta tierra nadie de su familia, una parte de su vida pertenecía irrenunciablemente a la ciudad del Henares. Y quiso dejar constancia de ello. En su testamento se vuelca entero hacia su patria chica.
Lo hizo pocos días antes de morir, en agosto de 1552, en su casa de Roma, que estaba en la zona del Campo Marcio. En presencia del Dr. Juan de Valverde, Ginés de Reina Lugo, Francisco de Juan Pérez, Diego Ruiz Rubiano, su criado Luca de Lieja, Eloy Federico de Cresa y Juan Bautista Olomel. Lo más importante de este documento es lo relativo a la fundación da la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, aneja a la iglesia de San Miguel del Monte, en Guadalajara; y la Biblioteca Pública situada junto a dicha capilla, dando para su construcción y orden unas indicaciones muy interesantes, que bien merecen un capítulo aparte.
Todo esto no basta, sin embargo, para conocer de un modo total la figura de este paisano ilustre. El Dr. Luís de Lucena, que aunque dedicado a acumular conocimientos y a discutir con grandes intelectos las verdades de la vida y la muerte, seguramente no descuidó los honores que Italia hacia a los estómagos de los que en ella vivían, a la hora de su muerte se olvidó de todo su renacentismo y su colorista italianismo, viniendo a ser un sobrio castellano y disponiendo su entierro a su modo: se hace sin ninguna pompa, con sólo nueve cirios y una antorcha que diez pobres llevan delante, acompañando a la Cruz que precede a su cadáver. ¿Es que un muerto necesita algo más?