Zorita perdida

sábado, 25 abril 1970 0 Por Herrera Casado

 

I

Cerca de donde el Tajo se hace madrileño, entre suaves meandros de juncosas orillas y pardas tierras melancólicas, se encuentra a Zorita de los Canes, al amparo de la homogénea roca oscura de su castillo, que, según frase del doctor Layna, «a pesar de su ruina actual, es uno de los más notables de España, y sin disputa el más importante de la provincia de Guadalajara».

Como una brusca mirada sorprendida está el castillo. Del ondear de sus banderas y el sonar de sus aceros ¿qué ha sido? ¿Qué de los caballeros que lo mantenían? ¿Qué de sus torres altivas y sus desafiantes frases? El cercenar de los siglos, el girar del planeta y el mucho e insistente mirar de las estrellas le han perdido. Allá, a la orilla del verde Tajo, quedan sus ruinas ostentosas. Zorita, su castillo, se ha perdido. Vayamos en su busca.

En su construcción participaron hombres de un lado y otro del Mediterráneo. El moreno sarraceno y el pálido castellano. En aquellos siglos en que el alma blanca, la personal espada, o la arrojadiza saeta, eran los elementos ofensivos más temibles, amén de las piedras como último recurso, el refugio en una peña inaccesible como la de Zorita daban una seguridad defensiva total a sus poseedores. Desde los siglos remotos de su construcción por los árabes hasta la época del imperio de los Austrias, todas épocas han visto la construcción o arreglo de alguna parte del castillo.

La forma de la roca que sustenta el tiempo ido es alargada de Norte a Sur. El tercio Norte está separado del resto por un profundo foso excavado en la piedra: y no fué castillo propiamente dicho, aunque esa zona estaba también defendida. La auténtica fortaleza la constituían los dos tercios del sur, totalmente cercados por fortísimos muros y torres en gran número. En su mayor parte, el castillo tenía una segunda muralla protectora, y entre ambas murallas quedaban los paseos de ronda que daban acceso a las dos puertas del castillo.

Por la parte del Bodujo, pequeño arroyo que discurre entre huertecillas al este de la roca, la entrada se hacía por medio de la gran torre albarrana, majestuosa y altiva, que aparece en la fotografía. Dos grandes arcos que todavía se conservan hoy libres de la voracidad del tiempo rencoroso y castilcida, ornaban la entrada de este costado, imponiendo espanto al que por allí se decidía a entrar.

El acceso por la parte del pueblo se hacía a través de la ronda del oeste, que, torciendo brusca y decidida, se elevaba en forma de rampa obstaculizada por rocas desprendidas hasta la puerta principal del castillo, ya sobre la plana elevación pétrea. Llama la atención poderosamente esta puerta por el gran significado que encierra.

Bajo la gran torre de armas, de la que el tiempo ha olvidado destrozar, inexplicablemente, un airoso arco que ya no puede tardar mucho en caer, tal es el equilibrio que se ve forzado a hacer, está la puerta que llaman «del hierro» y que viene a ser como el palpable testimonio de tanta cantidad .de literatura como se ha derrochado en hablar de las mutuas influencias que las civilizaciones árabe y cristiana han dado y recibido en su ocho veces secular contacto. Porque se ve claramente el arco en forma de herradura, de paternidad árabe, detrás del apuntado arco ojival que pregona a las claras su construcción por los cristianos. Esta Última parte ojival son, en realidad, dos arcos que dejan entre ambos un hueco por donde descendería el rastrillo desde el adarve, y de este hecho tomó la puerta su férreo nombre.

Es en estos pequeños detalles, que nos sorprenden de improviso, como nos vamos dando cuenta, sin necesidad de leer discursos excesivos, de la estrecha relación de las dos culturas peninsulares. Basta contemplar los restos de la pasada España, para saber cual ha sido su historia. Sin necesidad de abrumadoras cifras, nombres y datos enojosos, cualquiera de nosotros puede leer en estas ruinas toda la poesía de las edades muertas. Con solo nuestra vida y nuestra imaginación, amor por la Patria hecha y deshecha, podemos recobrar lo perdido. Hacer presente, en un instante, de inspiración gratuita, las largas caminatas que nuestros ante pasados se han dado, a pie o a caballo, sobre estas tierras.

En la breve meseta reina la desolación y el abandono. Han huido los muros, las ventanas, las habitaciones, las cocinas y las caballerizas. Piedras sobre piedras. Hierba sobre hierba. Sol y lluvia. Y viento. Eso es lo que queda. Y la certeza de lo perdido.

De todos modos, aún encierra su peligro el despreocupado caminar entre estas ruinas. Surgen de improviso, como trampas tendidas por los irritados espíritus de antiguos caballeros moradores, los agujeros que revelan el intrincado sistema de galerías y pasadizos subterráneos que cruzan en todas direcciones el subsuelo de la roca. Allí, abajo había un pozo que era manantial, de setenta estados de profundidad, todo tallado en la piedra. ¿Se habrá ido por ese agujero negro y de fija mirada todo el castillo de Zorita? ¿Habrá que empezar a buscar por ahí?

Con decir que el castillo tenía una iglesia (no capilla, sino iglesia) en lo alto, ya está definida de una vez toda su grandeza. Por lo que todavía hoy queda, en una situación que no permite asegurar que mañana mismo no se venga abajo definitivamente, se puede aún constatar su buena traza. Quedan capiteles en los muros, sencillísimos y de claro gusto bizantino. La nave de la iglesia termina en una torre cilíndrica de un grosor extraordinario. A la derecha de donde estaría el altar, una escalera de caracol sube hasta la torre absidial. Bajo el ábside se abre una cripta que dedicaban al culto de Nuestra Señora de la Soterraña. El que lo vea, comprenderá que el gusto por lo exótico y retorcido no es patrimonio exclusivo de nuestra época. ¿A qué hacer debajo de la iglesia otra pequeña capilla? ¿Es que no tenía suficiente con la iglesia normal para meterse en problemas y hacerle otro agujero a la roca y allí meter otra imagen? También la contestación se ha perdido. Como el hilo de todas las historias viejas, como la gallardía de todas las torres y almenas, como el brillo de todos los colores y el sonar de todas las palabras. Perdido todo ¿Irremediablemente?

Todavía más al sur queda, ligeramente excavada en el suelo, la que llaman en el pueblo «sala del moro» dedicada quizás a prisión, y que en el centro de su estupenda bóveda semicircular permite que un viejo rostro de piedra sonría al visitante. No hay que olvidar esa sonrisa.

A la derecha de esta sala discurre un pasadizo que nos lleva otra vez a la claridad, a una especie de terraza tibiamente orientada al sur, de más moderna construcción, pero que también es atraída al suelo con un encanto tan irresistible que uno piensa si no va a dar también con sus huesos de un momento a otro en el más profundo de los abismos. Ya llegará el día, no cabe duda. Pero por el momento, salimos corriendo de allí, persiguiendo o perseguidos, cualquiera sabe.

II

Sigue quieto el recuerdo como una humareda en mañana de otoño. Pasa el río silencioso. Las nubes, en silencio, lentas, blanquísimas, pasan. Todo hacia el mar. Hacia el océano que a cada instante escribe y borra el nombre de los muertos Hacia la soledad azul en donde se mece el tiempo qué sé ha ido, indeciso de volver, huraño.

Pasa el viajero que llega por primera vez a Zorita de los Canes, sólo existen las ruinas del castillo sobre la oscura roca dormida. Silencio y ruinas. Zorita perdida. De primeras no se puede ver otra cosa. Recobrar lo perdido es cosa de tiempo y voluntad. No todo el que espera, consigue. Sino el que espera y desea.

Pero mientras llega o no llega la fugitiva presa recobrada, seguimos pisando ruinas. Las mismas que a lo largo de los siglos han visto sucederse las luchas y las rebeliones; las airadas palabras y los gestos altaneros. Más de mil años han pasado desde que Omar Ben, Hafs y su hijo Calib Ben Hafsum anduvieron por estas tierras alborotando lo suyo y dando quehacer a los califas de Córdoba, que ya no sabían que medidas tomar contra los rebeldes. En la ya entonces construida fortaleza de Zorita se refugiaban los alborotadores después de sus correrías por las orillas del Tajo, hasta que Abderramán III, el colosal califa cordobés, acabó con la no concedida independencia de sus rebeldes súbditos, conquistando para el poder central musulmán el castillo altanero y, por entonces, muy reducido todavía de tamaño.

El tiempo, al igual que si de un ser vivo se tratara, le fue alimentando de primaveras y le hizo crecer y vigorizarse. Cuando los cristianos, bajando progresivamente desde los verdes y abruptos valles de Covadonga, fueron apoderándose de las mesetas centrales, fijaron su atención en aquel magnífico lugar, enriscado y, poderoso, que dominaba un puente sobre el Tajo y la entrada a los valles de este río y del Guadiela.

Alfonso, VI, el monarca para quien la presencia en su reino del Cid Campeador era demasiada presencia, llegó victorioso hasta Toledo, quedando dueño y señor de todas las fortalezas que al norte de dicho enclave quedaban. Del cuidado de la de Zorita quedó encargado Alvar Fáñez, otro bravo ejemplo de la raza castellana, que tanto, habló de leyenda cobró por estas tierras de la Alcarria. Su duro mirar, su hablar recio, el ruido de aceros y estameñas que al andar producía, eran casi míticas garantías de que las peñas de Zorita siempre serían patrimonio de su raza. Pero el bravo Alvar Fáñez no calculó bien lo que se le venía encima: nada menos que Yusuf Ben Textifin, al mando de su innumerable hueste de almorávides, formando la más terrible invasión que jamás haya sufrido España. El tenebroso y austero Yusuf, rodeado en las batallas por los 4.000 hombres que formaban su guardia negra, armados con delgadas espadas de las Indias y escudos de piel de hipopótamo, atacando en compactas masas oscuras bajo el redoble de los tambores almorávides, que atronando el aire y conmoviendo las montañas creaban una terrible confusión entre sus adversarios. Ese Yusuf, el viejo asceta y caudillo, el hombre nacido en las profundidades arenosas del Sahara, tétricamente vestido de la­na negra, sólo alimentado con pan de cebada y leche y carne de camello, pasó como una horrible exhalación sobre la península ibérica, y, a punto estuvo de acabar de una vez por todas con la reconquista cristiana. Alfonso VI se retiró como pudo hacia León, y Alvar Fáñez, que vio cómo los almorávides cantaban a Alá subidos sobré enormes torres formadas con las cabezas que habían cortado a, los cristianos, abandonó Zorita sin, pensarlo dos veces. ¡Aquello era el mismo infierno, que se venía enci­ma!

Y también Yusuf, el hombre puro, el terrible guerrero, ha pasado. Y sus almorávides, vociferantes y tenebrosos, fanáticos y asesinos, han pasado también.

Zorita ha vuelto a caer, ya definitivamente en manos de los cristianos. Sus muros oyen como se aleja el cadencioso hablar del árabe, el diario llamar del almuédano a la conservación con Alá

Alfonso, VII, se pasea por, sus, reconquistados reinos, ahora devastados y solitarios tras el durísimo pisar del almorávide. Zorita, es un yermo y en lo alto de roca apenas quedan unos muros caídos y algunas torres. Ordena su reconstrucción y guardia; hace una llamada a los mozárabes aragoneses para que, vengan a esta ribera del Tajo  y hagan surgir en ella el verde de las huertas y las risas de los niños y las mujeres. El corazón, de España no se para, nunca. Su saltarina vocación  le lleva a alimentar vida por todas partes.

Pero Alfonso VII quiere premiar servicios y concede la naciente fortaleza a don Gutierre Fernández de Castro, quien su muerte la deja a, su hijo Fernando. Lastimosa edad en que los apellidos comenzaron a ser banderas con las que encabezan ejércitos a cual más pequeño y ruin, y al hacerse la guerra, por cuestión del más bajo odio y la más infantil envidia. Los Castro, y los Lara son las dos, fuerzas que en está época tienen a su cargo sembrar la discordia interna en Castilla. Quedan los Laras al cuidado del aún niño Alfonso VIII, más prisionero, que tutelado. Quieren, los Castro cumplir esa «función paternal» para con el futuro rey, y, surgen aquí y allá los choques entre apellidos. Al fin, es nombrado            rey Alfonso VIII, y por instigación de los Laras, insta l los castros a que abandonen el castillo de Zorita, que les concedió su abuelo, el séptimo, Alfonso. Unos resisten; otros porfían. Y por trivialidades de esta categoría, los árabes prosiguen, siglo tras siglo, cómodamente asentados en las hermosas tierras andaluzas.

Cae al fin Zorita en el poder real. La escena de la toma del castillo parece que aún se esconde tras las esquinas de las torres, como si no quisiera marcharse de aquel lugar. Por allí merodean sus protagonistas, lo sé, pero no logro verlos nítidamente. Yo me conformo a que se haya perdido esa escena. ¿Estará dentro del pozo? ¿En la sala del moro? ¿Entre las almenas que aún resisten, prendida contra el viento?

Hay que buscar, lector; hay que seguir buscando.

III

«Por todo esto, yo, Alfonso (VIII), rey español, junto con mi mujer Leonor, reina, deseando ayudar y enriquecer a estos varones, por las almas de mi abuelo y mi padre, junto con las de mis antepasados y por la salvación de mi alma, doy y concedo de buen grado a Dios, y a vos D. Martín Pérez de Siones, maestre de Calatrava, así como a todos sus hermanos presentes y futuros, el castillo llamado de Zorita, situado sobre la ribera del Tajo.»

Con estas palabras selló Alfonso VIII, el 25 de febrero de 1174, el glorioso futuro que le aguardaba al castillo de Zorita, al ser donado a la orden de Calatrava.

Era ésta una de las más famosas órdenes de Caballería de la España Medieval: las de Santiago y Alcántara eran también muy importantes, como antes lo había sido la de los Templarios. Eran estas órdenes caballerescas algo así como un club que daba derecho a pelear en cualquier guerra o batalla. Luego tenían ciertas reglas de «cortesía» para con sus hermanos de orden y el resto de los mortales y que, como excesivas veces se vio, no se cumplían demasiado al pie de la letra. Pero hay que reconocer que la labor desplegada por estas órdenes caballerescas en la Reconquista española fue, en ciertas ocasiones, decisiva, y siempre muy importante. Alfonso VIII concedió Zorita a los calatravos, además de por el afecto que les tenía, con objeto también de que, al tener ellos intereses en esa zona, la defendieran bien contra los moros que todavía permanecían en Cuenca.

Después de la batalla de Alarcos, en que Alfonso VIII sufre una derrota notable ante los almohades, la orden de Calatrava ha de trasladar su capital al castillo de Zorita, pues el que antes tenía esa misión ha sido ocupado por los moros. Sube la fiebre de revancha entre las filas cristianas, y todo el reino de Castilla, apoyado por otros países de Europa, emprende los preparativos de una colosal campaña con que destrozar definitivamente al enemigo. Son unos años de hermosa pasión liberadora, vistos desde Europa como una auténtica Cruzada antimahometana.

También los caballeros de Calatrava se aprestan a la lucha. Numerosos caballeros se enrolan en las filas de la orden, que recibe ayuda económica y moral de todas partes. El castillo de Zorita es, en esos primeros años del siglo XIII, un bullicioso fuerte militar que se prepara para la lucha.

Parece aún oírse el murmullo de tanta actividad. Los ecos perduran todavía entre los derrumbados muros. ¿Se habrá perdido aquél momento en que Ruy Díaz, presa del vértigo que el momento le infunde, ordena que se haga de Zorita uno de los mejores castillos castellanos? Fue él quien ordenó levantar la magnífica torre albarrana que da al valle de Bodujo, según consta en una inscripción hecha en sus piedras. El reforzó la puerta principal que da al pueblo, anteponiendo el arco ojivo al árabe de herradura. Y él, finalmente, quien comenzó la edificación de la iglesia románica.

Ya ves, Ruy Díaz, cómo aún, después de tantos siglos, queda en pie lo que hiciste. De Zorita queda ya muy poco, pero aquellos hermosos momentos de exaltado movimiento preparativo, en que convertiste a la fortaleza alcarreña en puerta por donde salir disparada el ansia de Cruzada, no se pueden perder en el vacío. Y aún resuenan.

Y llega por fin el gran día, el 16 de julio de 1212. En la batalla de las Navas de Tolosa, el poderoso brazo de Alfonso VIII y su ejército innumerable, destroza y derrumba al enemigo árabe. Los caballeros de Zorita, con Ruy Díaz al frente, arrebatan a los moros la fortaleza de Calatrava, sede primitiva de su orden, y así es como termina la gloriosa capitalidad de Zorita, que en adelante queda hecha Encomienda mayor; esto es, cabeza de una extensa comarca.

La villa, protegida por el castillo, vio en esos años crecer sin tasa su población y su movimiento, teniendo incluso sus barrios judío y morisco. Fernando III el Santo, consciente de la importancia que iba adquiriendo la villa y de los numerosos servicios prestados por sus vecinos a la Corona, les concedió un Fuero propio. Una de las ventajas era que todos los ganados y mercancías sólo pudieran cruzar el Tajo por los puentes de Toledo, Alharilla y Zorita, pagando en ellos los correspondientes tributos, con lo que el pueblo, y la orden de Calatrava que le poseía, veían así aumentar sus caudales.

Va pasando el tiempo y comienza lo que había de ser el principio de la decadencia del castillo y de la orden que lo poseía. Algunos caballeros se autonombran Comendadores de Zorita, y surgen peleas intestinas que van mermando poco a poco la buena fama del castillo. No merece la pena citar nombres. De ninguno se podría hablar bien. Alfonso XI, el monarca entonces reinante, se las ve y se las desea para poner allí un poco de orden, paradójicamente, en la de Calatrava.

En la batalla de Aljubarrota, ya en el siglo XIV, pierde Zorita varios centenares de sus hombres. Ese es el momento que marca su decadencia. A partir de ahí, todo es hundimiento y olvido. Todo pasar las horas lentamente, sin una voz más alta que otra, sin un destello de renacida gloria. El pueblo queda reducidísimo, el Comendador abandona su sede, trasladándola a Almonacid, y los cuervos se van posando cada vez más sobre las almenas de aquella fortaleza, que fuera en otros tiempos espanto.

Según hace en el resto de España, Felipe II despoja a la orden calatraveña de su castillo, por otra parte ya deshabitado, y se lo vende a los duques de Pastrana, por entonces Ruy Gómez de Silva y su esposa, la princesa de Éboli. Estos no se preocuparon apenas de su nueva posesión y mucho menos de sus descendientes, de modo y manera que ya en el siglo XVIII tenía las mismas lamentables trazas que ahora tiene.

Zorita perdida. Herida. Volada. Sombra de sí misma. ¿La vamos a dejar ahí, sola abandonada? ¿Vamos a permitir que cada día caiga una piedra de sus muros o se pierda una sola letra de su historia? No podemos hacerlo. No podemos mirar tranquilamente cómo huye tanta grandeza, cómo se volatiliza tanta olorosa sangre de nuestros antepasados, que no porque los años hayan pasado sobre ellos ha de dejar su tarea de ser inmensamente grande.

Las piedras hundidas. El tiempo ido. La sangre de los que allí vivieron sólo para salvar a España de una invasión intolerable, y dar al país su unidad definitiva… están gritando justicia; están llamando nuestras miradas. Están pidiendo nuestra ayuda. Porque no quieren perderse en la oscura noche del olvido. Quieren volver. Volver: ser recobrados.