El Cristo de los Cuatro Clavos

sábado, 21 marzo 1970 0 Por Herrera Casado

 

En Atienza. En la iglesia de la Santísima Trinidad. Justamente enfrente de la entrada al templo. En la capilla llamada de las Santas Espinas. En el lugar de honor de su altar: ahí está el objeto de nuestra visita. El Cristo de los Cuatro Clavos. Triste, sangrante, muerto.

La escultura tiene, para los que gustan del arte, una atracción especial. No creo que haya en ninguna iglesia de toda la provincia, una sola talla de semejantes características. Su origen, remoto, se puede fijar en el siglo XIII, postrimerías del románico, albores del gótico. En los pueblos de Castilla todo esto de los estilos artísticos iba con un siglo de retraso respecto a lo que ocurría en las poblaciones de Europa.

Bien tallado, bien pintado. Brillante.

El colgado es Jesús. El Cristo, el Hijo de Dios, que vive y muere en la tierra. Mejor dicho: que nace, que da vida, y que es muerto. Los hombres del siglo XIII, los atencinos de aquellos días, piensan en Él como, a lo largo de veinte siglos, sin interrupción, se ha pensado. Con dolor por su muerte. Con alegría por su doctrina. Deciden tener una imagen suya. Para que su vista les señales siempre el camino. Para que le siempre el camino. Para que permanezcan siempre presentes en su espíritu. Y en el de sus hijos. Y en el de los hijos de sus hijos.

Lo consiguieron. Todavía está ahí, colgado, clavado, muerto, recordándonoslas. El Cristo que quieren tener los atencinos del siglo XIII ha de sentir clavados cuatro clavos. Porque el inmenso dolor del Hijo de Dios, clavado en la Cruz, no se simboliza bien con solo tres dardos de hierro. Ha de tener cuatro, que son los máximo que admite la lógica. Aunque de buena gana hubieran puesto miles de ellos; millares de clavos que recordarán siempre el sufrimiento del Cristo; que despertarán el noble de quitárselos y cargar uno mismo con unos pocos.

El Cristo de los Cuatro Clavos. El Cristo de los cuatro mil clavos. El Cristo de los cuatro infinitos dolores. Ese es el que en Atienza veneran desde el siglo XIII.

Pero él colgado, él afrentado, es Dios al mismo tiempo. Es el Soberano del mundo. El que manda en los hombres y en las cosas. Manda porque El los ha construido, y porque El es quien más los ama. Por eso es el Rey del Universo. Porque su mano derecha, segura, mantiene el equilibrio de los días y las noches. El respeto mutuo de los astros y los soles. La distancia necesaria entre los hombres y las fieras. Necesita una corona.

Los hombres buenos que quieren un Cristo para su iglesia ‑ ¿para su «Caballada»?‑, deciden ponerlo una corona como la que su rey ‑Fernando, Alfonso, Sancho‑ lleva en las solemnes ceremonias de la Corte. Una hermosa corona refulgente, rica, definitoria. Para que todos sepan que, aunque casi desnudo, pobre, vejado y muerto, el que está colgado es Rey. Es Dios. Para que no haya equívocos. Aunque ellos bien saben que, a pesar de todo, esa corona lleva por dentro otra de espinas, que le da a su Cristo el definitivo trazo de su Majestad Redentora.

El Cristo de los largos cabellos sudorosos, de la sangre coagulada sobre el rostro, de la dulce mirada paternal y comprensiva, está en su capilla.

Siglos más tarde se colocan en medio de una exposición de doradas maderas y exquisitas filigranas barrocas. Equivocadamente. Dios no necesita de eso. Los hombres tampoco para saber que es Rey. Porque los buenos hombres de Atienza, que en el siglo XIII edificaron, sobre la madera, pobre de un árbol, que es como decir sobre Dios mismo, la imagen de su Cristo Dios, del Cristo Dios de sus hijos y de los hijos de sus hijos, ya lo planearon todo de forma que, colgado de un techo desnudo, plantado en el centro de la solitaria sierra, o envuelto solo con la tiniebla de la más oscura noche, quien lo viera supiera que estaba ante la imagen de Dios, de Cristo, con su corona y sus clavos.

Es lástima que hoy no se pueda contemplar en su totalidad la imagen, pues todo el maderamen del altar que le precede, en condiciones no demasiado buenas, oculta la mitad inferior de la escultura.

Pero este detalle, que de seguro se remediará algún día, no es en ningún modo obstáculo para admirar esta joya del arte medieval que Atienza guarda con veneración desde que sus abuelos, en el siglo XIII, arrancaron a un árbol la imagen que guardaba de Dios.