Objetivo, Inesque

Objetivo, Inesque

sábado, 19 diciembre 2020 1 Por Herrera Casado

En el mismo viaje que me abrió caminos en las dos semanas anteriores, concluyo periplo en el valle del arroyo de Angón, visitando un castillo andalusí que no sirvió para batallas, pero sí como atalaya y referencia de poder. El castillo de Inesque es otro de esos viejos, troceados y agónicos castillos que merecen una lectura.

Aunque de este castillo tuve ya ocasión de ocuparme en “El castillo de Inesque” (ver “Nueva Alcarria”, 17 mayo 1985), ahora la mañana soleada de otoño invitaba a pasear por el camino que baja, cómodo y riente, desde Angón a Pálmaces de Jadraque, entre arboledas medio desnudas y el sonar de las grullas en los altos. A medio de camino de ambos pueblos, a la derecha según se baja, inconfundible aparece el ruinoso testigo de un tiempo lejano, el Castillo de Inesque.

Es un territorio ameno en el que se encuentra: hay rebollares y quejigares esquilmados, algunas carrascas y arroyejos por todas partes. Bloques densos de álamos y las praderas verdes, con la cara limpia. El aire, inconfundible, limpio y sano.

Quien primero habló de este castillo fue el investigador y arqueólogo Basilio Pavón Maldonado en su “Guadalajara Medieval”, un libro mítico y hoy difícil de encontrar. De él pongo junto a estas líneas el dibujo en relieve que hizo del castillo (tal como lo suponía originariamente) y su ámbito paisajístico. El castillo tiene un sentido vigilante, puesto en una loma empinada a la derecha del arroyo. Lo construyeron los árabes del califato cordobés, para vigilar un camino que por entonces era frecuentado, pues subía desde el Henares a Atienza. No formaba parte de ninguna línea ni estructura militar preestablecida, sino que cumplía una misión de jornada, un mirador y lugar para pernoctar los viajeros, o avituallarse. Porque si el río Henares fue “la frontera” durante tres siglos, en su costado andalusí se levantaron fuertes defensas castilleras en Alcalá, Guadalajara (Madinat al-Faray), Hita, Jadraque, Sigüenza… reforzadas con torres y atalayas en puntos de paso hacia el interior del territorio. Una de esas torres (ampliada a castillo de doble muralla) fue la de Inesque.

Pavón dice que uno de los paramentos, de tosquísimo sillar, en el recinto central, es árabe. Tras la Reconquista, y sin apenas importancia en ella, quedó por las gentes del Común de Atienza, que era de realengo, y por eso fue reforzado, teniendo a partir del siglo XII y hasta el XIV que feneció, una restructura de cierto empaque. Y en su torno un pequeño poblado, como correspondía siempre a una fortaleza en uso. Inesque fue siempre del Común de Atienza, incluso tras haber creado el rey la Tierra de Jadraque, en la que por pura geografía debiera haber quedado incluido, y en cuyo término municipal [actual] se mantiene. Porque cuando tiempo adelante, Juan II de Castilla donó toda aquella tierra jadraqueña a Gómez Carrillo el feo, la de Inesque se la reservó, y su poblado. Los castillos seguían siendo un bien goloso, en el siglo XV.

A Inesque y su castillo lo mencionan antiguos textos. Siempre en referencia caminera, Alfonso XI en su “Libro de la Montería” así lo nombra, como buen lugar de caza, y en las Relaciones Topográficas de Felipe II, a finales del siglo XVI, los de Angón decían “que a poco más de media legua está un sitio que se llama e nombra el castillo de Ynesque, y en aquella parte e lugar está un castillo que se llama según dicho es, Ynesque, e no dicen ni han oído que haya sido población”.

Si hoy lo vemos destruido y achatado, sus estancias centrales colmatadas por los derrumbes de sus muros y torreones, es porque ya en el comedio del siglo XV, cuando las “Guerras de los Infantes de Aragón”, hubo pendencia guerrera por su posesión, y los navarros que andaban comandados por el Infante Juan [de Navarra] hacia 1445 y que hicieron tanto destrozo por nuestras Alcarrias (llegaron a conquistar Atienza, El Corlo, Torija, y aún amenazaron Guadalajara) en su retirada los destruyeron. Desde entonces yace en ruina, en abandono, aunque no en olvido, porque de vez en cuando alguien sube al cerro de Inesque, rememora su presencia, sus gentes, y su memoria.

Estructura del castillo

Hay que trepar un poco el cerrete en que asienta, ocupado ya por sembrados y a trozos por eriales de zarzas y yerbales. Y así, tanto desde lejos, como estando en su interior, podemos apreciar con sencillez su estructura primitiva. Que se ve claramente que constó de dos edificios, concéntricos. El exterior, mera muralla o parapeto, y el interior con acogimiento habitacional. 

Este núcleo central, estrecho y alargado, presenta sus muros casi intactos y cuatro torreones de planta circular en sus esquinas, dos de ellas se ven con claridad, y las otras se intuyen. Fuera de ello, el castillo se conformaba por una ruda y firme muralla que hacía de parapeto, y que en su altura (de no más de dos metros) tendría barbacana con paseo de ronda. Algunos que lo han visitado creen ver todavía una muy destruida tercera muralla que serviría para defender el breve poblado que en la falda del cerro se alzaba. Muchas piedras, grandes, quedan por allí, que han servido para construir parideras, y que con seguridad proceden del material pétreo de la fortaleza medieval.

Cuando tantas torres vigías se ven aún por nuestros campos, en el otero de los caminos, y que sirvieron a moros primero, y a cristianos después, para poner vigías y emitir mensajes de humo desde su altura, no es muy frecuente encontrar un castillo así de grande, a pesar de que esté tan perdido en el rastro de su silueta.

Si Guadalajara puede presumir de ser una de las provincias españolas con mayor número de estas piezas arquitectónicas defensivas, medievales en su mayoría, con ejemplares tan espléndidos como los alcázares de Molina de Aragón, de Sigüenza o de Pioz (por citar solo tres grandes ejemplos) es a costa de estas pequeñas piezas como la de Inesque que se afianza en el valor de la cantidad, además de la calidad. 

En las imágenes adjuntas, espero que el lector tome también nota de sus valores, de su aspecto y de su disposición. En todo caso, animo a que se visite, a que se trepe, a que se mire y valore este montón de piedras que, sin embargo –y para quien sepa leer entre las ruinas– tiene muchas lecturas, y dejan un hondo poso de emoción y alegría por encontrarlo, por pasear su irregular contorno, por evocar su legendaria memoria.