El monasterio servitano de Arcávica

El monasterio servitano de Arcávica

sábado, 14 noviembre 2020 8 Por Herrera Casado

Leyendo el patrimonio de nuestra tierra alcarreña, en esta ocasión me salgo momentáneamente de la raya geográfica y entro en Cuenca. Aunque en todo momento sigo con Guadalajara a la vista: voy a la orilla izquierda del río Guadiela, y asciendo al cerro de Ercávica, frente a Alcocer. Allí se escribe una página densa -por antigua y significativa- de la historia de España.

Otra tarde de otoño que he pasado pateando los montes de la Alcarria en busca de las huellas (estas sí que eran perdidas, remotas y casi invisibles) de épocas pasadas y personajes olvidados. He tenido que ir hasta Alcocer, cruzar el embalse de Buendía por un nuevo puente que ha venido a unir más nuestras provincias hermanas (Guadalajara y Cuenca) y subir hasta Alcohujate para llegar a Cañaveruelas y de allí por caminos arribar a la excavación de la ciudad romana de Ercávica, abierta al público.

El objetivo era encontrar las ruinas del Monasterio Servitano fundado por el monje Donato “el Africano” a mediados del siglo VI d. de C. Y parece ser que sí, que allí está todo, un tanto olvidado, pero con la fuerza de los siglos sustentándolo. Me olvido en principio de la ciudad romana, que está todavía en proceso, bastante avanzado, de excavación. Esa ciudad, que fue construida por los celtíberos unos seis siglos antes de nuestra Era, en una posición fuerte y estratégica, dominando el valle del río serrano de Guadiela, fue llamada Erkauica, y tomada por el ejército imperial en el primer siglo antes de Cristo. Allí creció y fue poderosa, porque tenía posición elevada y estratégica y por los alrededores pasaban calzadas comerciales y militares. Al parecer, hacia el siglo III d. de C. fue perdiendo importancia, y ya en el siglo VI carecía de ella, sirviendo solo de alojamiento a pobres caminantes y gentes sin fortuna. Pero fue ese el lugar en que se fijó Donato, un líder religioso que hacia el año 560 llegó a la península procedente del Norte de Africa, al mando de un grupo muy numeroso de anacoretas, que le tenían por “hombre santo” y le seguían en todo. Así nos dice Ildefonso de Toledo en su escrito “Varones ilustres” del siglo VII: “Donatus et professione et opere monachus cuiusdam eremitae fertur in Africa extitisse discipulus”. Y Juan de Biclaro en su “Crónica” confirma: “Donatus, abbas monasterii Servitani mirabilium operator clarus habetur”. En su escrito nos dice que, perseguidos de los vándalos norafricanos, Donato y 70 monjes compañeros, cargados de códices antiquísimos y libros manuscritos, llegaron a Hispania, y ayudados por una dama de nombre Minicea asentaron junto a Ercávica ­ya en ruinas­, y junto a ella levantaron el Monasterio Servitano.

Los datos históricos para identificar este antiguo monasterio alcarreño los proporciona San Ildefonso de Toledo en su “De viris ilustribus”, y de sus noticias sacamos la conclusión de que a mediados del siglo VI vinieron a Hispania muchos monjes norteafricanos que se habían formado en torno a San Agustín, y que de sus prácticas monacales traían ideas y ganas de extender el formato que fue asentándose muy ampliamente por nuestro país, hasta el punto de que durante los siglos VI al IX, fueron numerosísimos los núcleos de eremitas que se instalaron, bien en cuevas aisladas, bien en comunidades breves, dando el primer paso para luego alcanzar la cultura de los Monasterios, que habrían nacido (lo dice la palabra, de “mono” = uno) y luego reunió en ritos comunitarios a varios de ellos. Aquí en el “Vallejo del Obispo” a la caída del cerro de las Grajas en Santaver, antigua Ercávica, que llegó a tener además sede episcopal en la España visigoda, se creó este conjunto de servidores de Dios, Servi Dei, que daría luego el nombre de “Monasterio servitano”.

Justo en esa zona estaba surgiendo un núcleo importante de poder, la ciudad real de Leovigildo, la por él llamada Recópolis, un regalo para su hijo Recaredo, y un hito estratégico en el sustancial camino central de la península, entre las tierras norteñas y la capital, Toledo. Con ayudas reales y de nobles poderosos, Donato instaló un monasterio junto a la ciudad romana de Ercávica. Pudo ser localizado, finalmente, hace 50 años, gracias a los estudios de Manuela Barthelemy, y posteriormente de don Carlos Moncó García y Amelia Jiménez Pérez, más las excavaciones dirigidas por Rafael Barroso Cabrera y Jorge Morín de Pablos. 

En el monasterio servitano a Donato sucedió como abad el gran Eutropio, que fue consejero del rey Recaredo, y posiblemente influyó en su conversión al catolicismo, renegando del arrianismo que hasta entonces había profesado la monarquía visigoda. De Eutropio se sabe que fue una de las figuras relevantes del III Concilio de Toledo, y con él en Arcávica queda afianzada la idea del apoyo que el trono visigodo prestó a este monasterio del que hoy solo quedan mínimas ruinas.

Lo fundamental de este entorno es saber que tras la existencia de la ciudad celtibérica de Erkauica (siglos V a I a. de C.) la gran urbe romana de Ercávica (siglos I – IV d. de C.) y la ocupación visigótica de Donato y su Monasterio Servitano de Arcávica (siglos VI – IX d. de C.) el lugar quedó abandonado y saqueado, hasta las excavaciones del siglo XX, que lo han estudiado en detalle y que han puesto al descubierto las raíces de sus edificios, y poco más.

En mi búsqueda de las huellas de los eremitas visigodos por tierras de la Alcarria, llego a Ercávica, y dejo el coche aparcado frente al edificio que custodia la excavación. Desde allí, me detengo primeramente en admirar el roquedal que hay a los pies de ese aparcamiento, y que sirvió de necrópolis a los ocupantes altomedievales del entorno: en él pueden observarse más de 50 tumbas excavadas en la roca, con sus huecos ya vacíos y en superficie, de varios tamaños (las hay también de criaturas) y orientadas en sentido E-O. Bajo la roca, se encuentra la gran cueva-eremitorio que en este caso es, además, tumba del fundador Donato “el Africano”. Este lugar tiene dos espacios tallados en la roca, el primero de ellos, que sería un pequeño templo, cubierto (según demuestran los mechinales tallados en el frontal de la piedra) con escalones para bajar a él desde el entorno. Y el segundo espacio, totalmente excavado en el interior de la roca, que contuvo el enterramiento del fundador. En sus paredes aún se ven grabadas cruces antiguas, cruces de calvario, otras con extremos adornados, y la misteriosa palabra FAH que a todos cuantos la han visitado ha intrigado, por su grande y clara grabación, y por su sentido misterioso.

No lejos de allí se encuentra la Fuente llamada “El Pocillo” (a la izquierda del camino de acceso a Ercávica), rodeada de alambrada, y consistente en un manantial profundo, y aún activo, protegido por paredes de sillar y al que se baja por una breve escalinata hasta el estanque. Aunque fue usada en época romana, es de la visigoda de la que procede su estructura.

Y finalmente, y conste que costó trabajo porque –aparte el problema de la edad que va acuciando a este cronista– están apartadas un kilómetro de Ercávica, en la caída meridional del cerro en que asienta, semiocultas entre asperezas, aparecen las ruinas del Monasterio Servitano, en la zona llamada “Vallejo del Obispo”, en un altozano rodeado de pinares de repoblación, y a vista del arroyo Garibay que va hacia el agua del embalse de Buendía. Fue excavado este monasterio hace unos 30 años por Barroso y Morín, y va perdiendo otra vez sus límites por el acoso de la erosión climática, pero aún pueden verse tres grandes espacios que pueden identificarse con estancias monasteriales. De una parte, la gran nave de su iglesia, que tiene unos 50 por 45 metros, con sus muros formados por sillares de entre uno y dos metros de ancho, lo que le confiere una sustantividad notable, y nos hace pensar que soportaría unos muros muy elevados. De otra, el espacio de lo que podría ser cillerería o almacén de alimentos de la congregación, porque en él se encontraron al excavarlo muchos restos de frutos secos, de cereales, todo ello en cestos grandes, pero quemados. Como fue quemado el conjunto monasterial, en época imprecisa, pero en torno al siglo IX d. de C. En tercer lugar, en esas ruinas se ven varias estancias delimitadas por muros más débiles, de unos 3 x 3 metros, y que bien podrían ser las celdas o habitáculos donde vivían los monjes. Va una foto aérea de estas ruinas (que no levantan más de medio metro del suelo) y que dan idea de su extensión.

En esta descubierta otoñal, pude encontrar también (y esto nadie lo había documentado hasta ahora) la boca del gran pozo que servía de agua a este monasterio: excavado en la roca, ya muy cerca del arroyo (en una cota de unos 5 metros sobre él) y con una boca circular, de aproximadamente 120 centímetros de diámetro, tiene a su lado una gran rueda de molino. Su antigüedad, entre los 11-13 siglos… y ahora me pongo a recapitular sobre lo visto, y me vienen a la cabeza varias cosas. La primera, que aunque esto que describo no está en la actual provincia de Guadalajara, sí que forma parte del patrimonio histórico de la Alcarria, pues todo se encuentra en la orilla meridional del río Guadiela, y su larga secuencia histórica y narrativa forma parte del acervo común de esta tierra. La segunda, reflexionar sobre cómo las memorias ­remotas, –tan ajenas a nuestros cotidianos deseos­­– de nuestra Alcarria han quedado hoy en el olvido más absoluto, cuando personajes de la misma época, de la misma condición y en parecidas circunstancias de llegada y actuación, en otros lugares siguen concitando aplauso o, mejor dicho, interés turístico y devoción patrimonial. Por poner dos ejemplos: San Millán de la Cogolla, o San Frutos en el Duratón, son personajes contemporáneos de “Donato el Africano” y hoy sus sepulcros, sus monasterios y sus memorias reúnen atenciones preferentes de las gentes del entorno y hasta de sus autoridades… aquí, en la Alcarria, no. Aquí prácticamente nadie sabe de todo esto, nadie se ocupa de poner un cartel siquiera, nadie anima a nadie a que se estudie, se visite y se conceda una atención, siquiera mínima, a estos restos. A los que yo me atrevo a calificar de venerables.