Viaje a la Sesma de la Sierra de Molina

viernes, 21 mayo 2010 1 Por Herrera Casado

Otra vez de viaje por Molina, a descubrir sus mil caminos. Esta semana propongo subir hasta la Sierra, la sesma más lejana, áspera y, sin embargo, la más bella de todas, en cuanto a variedad de paisajes, y sorpresas camineras.

En los anteriores periplos por la tierra de Molina, hemos pasado por castillos y casonas, por pueblos del Pedregal y los sabinares. Toca ahora, pues, el turno, a este conjunto de hermosos pueblos y paisajes del extremo más oriental y sureño del Señorío.

 

Aquí precisamente, en el sur del Señorío, y en contacto con las tierras serranas de Cuenca y Teruel, surcada en su extremo meridional por el «Alto Tajo», se encuentra la sesma de la Sierra, en la que los  paisajes ganan, con mucho, a las huellas que el arte o la histo­ria hayan podido dejar en las plazas o iglesias de sus pueblos. Eso pasa, por ejemplo, en Peralejos de las Truchas, donde la  iglesia de San Mateo, obra sin especial relieve del siglo XVI,  solo muestra de interesante un apostolado en óleos de gran fuerza  tenebrista. Por las callejas del serrano pueblo, al que arrebata el entorno de roquedales y bosques, aun se ve alguna antigua casona solariega: la de los Sanz, los Arauz, etc., que nos dicen de antiguos esplendores. Estas casonas son especialmente llamativas por sus portalones adovelados, y sus muros recios, cerrados, hechos para aguantar las temperaturas más frías de la Península. Peralejos es puerta de entrada al Parque del Alto Tajo, siguiendo la carretera que desciende, junto al río, hacia el puente del Martinete.

Otro de los lugares con garra de esta sesma es Terzaga, que bien merece una detenida visita, especialmen­te a la iglesia parroquial, diseñada en el siglo XVIII por el genio del barroco español, José Martín de Aldehuela, que aquí elevó un edificio espectacular, con arquitectura complicada, casi  catedralicia, coronada de gran linterna de ladrillo sobre el crucero, y especialmente una torre de sillería, profusamente decorada a lo barroco, muy similar también a la que en Molina  llaman «el Giraldo». Aquí se han de contemplar además una larga serie de casonas, entre señoriales y populares, con portaladas de sillar, escudos, magnífica rejería, etc. Destaca entre ellas la casona de la Rambla, del siglo XVII, y la ermita de Nª Srª de la Cabeza, en un alto cercano. Pero entre todos esos edificios, es la iglesia la que destaca y se pone a la cabeza de todos los ejemplos de arquitectura barroca del Señorío.

Río Cabrillas arriba, el viajero pasará a contemplar Chequilla, pintoresco lugar en el que los escasos edificios se  esconden entre las rocas, mostrando al curioso una de las más sorprendentes «plazas de toros» que pueda imaginarse: en un círculo de elevadas rocas, al que solo puede entrarse por estre­cha abertura, se han tallado unas gradas, y allí se celebran los espectáculos taurinos que se avaloran por este tan curioso recin­to. En los alrededores, una verdadera «ciudad encantada», con  rocas de caprichosas formas distribuida por el pinar, dan pie a  una excursión inolvidable. Cada una de esas formas, que parecen fortalezas limadas, o meteoritos caídos en una explosión cósmica, se ha adecuado al paisaje, que ahora está cubierto de hierba, como si fuera una inmensa moqueta de lujo.

Luego, en Checa, el pintoresco pueblo donde el viajero parece encontrarse en algún lugar de las serranías andaluzas, por la blancura encalada de sus casas, han de admirarse algunas interesantes obras arquitectónicas, como la iglesia parroquial, en cuyo interior surgen varios retablos barrocos, o el palacio  del Ayuntamiento, con torre central y arcadas porticadas. También en la plaza mayor destacan la fuente pública construida el siglo XIX, y el caserón de los López Pelegrín, antiguos ganaderos que, como gran parte de los checanos, desde hace siglos se dedi­can a la trashumancia del ganado, pasando los meses del invierno con sus reses en los prados de las sierras de Cazorla, y el  verano en estas frescas alturas de Checa. En conjunto, el pueblo  y su entorno muestran una bella perspectiva. Los fines de semana y en verano todos los días abre un Centro de Interpretación del Alto Tajo.

Más metida en la sierra, Orea enseña un buen conjunto de arquitectura popular molinesa. Orea es uno de los pueblos más elevados de España, y por supuesto el más alto de toda Castilla-La Mancha. Está enclavado a 1.497 metros sobre el nivel del mar. Al igual que en Checa, los fines de semana y en verano todos los días abre un Centro de Interpretación del Alto Tajo.

El viajero debe encaminar sus paso hacia Alustante, un pueblo del que se dice, y poco debe marrar la apreciación, que está a la misma distancia de la capital de la provincia (Guadalajara) que de Valencia. Por ello muchos de sus antiguos vecinos se fueron a vivir a la capital del Turia, a donde se llega en menos de dos horas.

Alustante ofrece su ancho caserío, puesto en llano entre las amables perspectivas de las sierras y bosquedales que le rodean. En la iglesia parroquial, que es obra renacentista del  siglo XVI en la que colaboraron como canteros los hermanos Vélez, destaca al interior un soberbio altar mayor del siglo XVII, realizado íntegramente, en sus tallas y ornamentos, en el taller  seguntino de Giraldo de Merlo. Destaca especialmente el grupo de la Asunción de María que centra el retablo, y la escena de la Sagrada Cena en talla minúscula que se encuentra en el interior del sagrario. Recientemente restaurado, sorprende por su belleza explosiva, sus formas atrevidas y sus colores llamativos. Por el templo se distribuyen otros altares barro­cos, y dos magníficas tallas del siglo XVII: un Ecce Homo y un Nazareno caído que son piezas salidas de la mano de ignorado maestro. Una cruz procesional del XVI, obra del buril de Martín de Covarrubias, y en la torre del templo un «caracol» famoso que  no es otra cosa que una escalera en espiral sin espigón central, lo que sirve para mirar desde abajo la luz que se filtra desde el campanario, y ver cómo algunos chiquillos se deslizan a toda velocidad por la baranda ya abrillantada de este escalerón tan singular y querido. Por el pueblo destacan muchos ejemplares de casonas, todas ellas revestidas con el encaje duro y galante de sus hierros forjados, en los que una variedad sin fin asombra al viajero. Destaca, en fin, el remozado edificio de La Casa Lugar, construido en el siglo XVI, con amplia lonja o salón inferior, abierto, tal como se ofrece en los pueblos turolenses, y que también ahora se ha recuperado, en el contexto de una tarea salvadora de viejas esencias emprendidas por el Ayuntamiento.

Más cerca de la frontera con Aragón, el pequeño lugar de Motos se cobija a la sombra del cerrete en el que hubo, allá por el siglo XV, un castillo que dominaba «el caballero de Mo­tos«. La iglesia es toda de sillar, fuerte y vigorosa. En su interior hay buenos retablos, destacando uno de comienzos del siglo XVI con escenas de la vida de Cristo y una imagen de caballero oferente. En Traid, quien llegue allí podrá ver encan­tadores sabinares perdidos del mundo, paradisíacamente solos, y en su iglesia parroquial una capilla con dorado altar dedicado a San Francisco de Asís, al que allí tienen por muy milagroso. Por el pueblo se distribuyen curiosos ejemplares de arquitectura popular, y junto al caserío se eleva una valiente peña a la que llaman el Castillo.

De todos estos lugares, que a muchos sonarán extraños y apartados, cualquier rincón es atractivo y merece ser visitado. La riqueza de sus pinares, el frescor de sus bosques ahora que llegan los calores, es otro de los motivos para que el viajero que planee conocer Guadalajara se lance a la aventura de contemplar, de descubrir esta tierra tan remota.

Los picachos más lejanos

Por algo el extremo meridional del Señorío de Molina lleva por nombre “La Sierra”. Porque sus tierras son las más altas y frías del conjunto, -ya alto y frío de por sí- de toda Molina.

Las cotas más altas se alcanzan hacia el sureste, conforme nos acercamos al Sistema Ibérico, en el inhóspito triángulo comprendido entre Peralejos de las Truchas, Orea y el vértice sur de la provincia. Es impresionante esta enorme extensión de terreno, de más de 25.000 hectáreas, en la que no existe ningún pueblo habitado, y donde se encuentran los más bellos parajes y las zonas menos visitadas, más recoletas e inaccesibles de todo el centro peninsular. Aquí la Sierra de Molina está coronada por el pico “Mojón Blanco” de 1.792 metros- acompañado de la sierra del Tremedal. En estos lugares de casi inaccesible geografía, los ríos Tajo y Hoceseca han ido labrando cañones profundos, hondas cuevas numerosas y larguísimas, como la famosa de “El Tornero”, de varios kilómetros de longitud y respetable profundidad, así como ha ido surgiendo, entre unos y otras, gigantescas mesas y puntales que parecen alzarse sobre los bosques como altas cumbres, siendo en realidad planicies rocosas que la erosión no ha sido capaz de desgastar. Vemos así el espléndido pico de la Campana, de 1.745 metros, el de San Cristóbal, de 1.862, o el de Peña de la Gallina, en Orea que, con sus 1.883 metros, representa la cota más alta de todo el Señorío.

Para los valientes escaladores y montañeros avezados que puedan permitirse, además, el lujo de tener varios días seguidos para avanzar por estas lejanas y perdidas sierras, la de Molina es sin lugar a dudas el sitio ideal. Un sitio por conocer, aunque esperemos que siempre se mantenga tan virgen y limpio como hasta ahora.