Ante el Castillo de Guijosa

viernes, 9 octubre 2009 0 Por Herrera Casado

A cuarto de hora desde la plaza mayor de Sigüenza, la localidad de Guijosa muestra una de las más espectaculares alcazabas medievales que pueblan nuestra provincia. Está ahora, además, en pleno proceso de restauración y consolidación, viéndose ya los frutos de una tarea concienzuda, muy costosa, y hecha desde los alientos de la iniciativa privada. Animo a mis lectores a llegarse cualquier fin de semana de este otoño, hasta Guijosa, y admirar in situ la fortaleza, su desarrollo, imaginando los beneficios que para la zona y el entorno del alto Henares puede significar esa restauración ahora en pleno proceso.

 

El otoño llama, con sus nudillos encallecidos, al portón perezoso de las memorias. Cualquiera puede tener una alegría, un amor, una angustia desazonante, un principio de delirio. Es más: por las tierras de Guadalajara, que ahora están ya otra vez desiertas, frías y amigables, ronda al pasearlas una agenda que trae en cada hoja un repente de esos que he mentado. No son sólo los quejigares, las alamedas amarillas, el petirrojo que salta de rama en rama o la escarcha del amanecer los que nos saludan. Son esos sentimientos (cada cual con los suyos, pero en tropel siempre) lo que tirita en los bolsillos.

Tras pasar Sigüenza por la carretera que se mete en la serranía que llaman Ministra, entre los eriales que llevan por Torralba hasta Medinaceli, aparece Guijosa en lo alto del valle del Henares. Seguro que habrá luz, o viento, o lluvia, pero la visita a su castillo, a su iglesia minúscula, a su portentoso castro celtibérico, tendrá en cualquier caso el valor de lo nuevo. Hay que llegar, viajero amigo, hasta Guijosa.

La silueta de un castillo medieval

He conocido el castillo de Guijosa de muchas maneras. En una fotografía que le hizo Camarillo, hacia comienzos de los años treinta, aparecía ruinoso, gris, macilento, con un grupo de mujeres tristes y revestidas de paños negros delante. En los sesenta fui a verle, todavía enhiesto aunque con desperfectos, rodeado de carros, gallinas y bastante vida, porque en esa época aún quedaban vecinos activos en el pueblo. Tenía ya, como mantiene hoy, la casa que le pegaron a su muro sur y que no ha habido forma de deshacerse de ella. La construyeron en 1938 y allí sigue, rompiendo la línea valiente de la fortaleza. Fui luego en los ochenta, en una mañana fría de lluvias y nevizna, y más tarde cuando varios muros y parte de la torre se le cayeron.

Fue el momento clave. Si se abandona un poco más, se hunde por completo. Pero ha existido la suerte de que lo ha adquirido un particular que le ha visto, no solamente las posibilidades comerciales de convertirlo en algo interesante desde el punto de vista hotelero, sino que le ha insuflado, le está insuflando, el dinero necesario para rehacerle y, con muy buen criterio, restaurarlo en su silueta original y primitiva.

Esa silueta espléndida de castillo llano es la que vemos, violenta y dura, sobre los movidos alcores que van escoltando al río Henares desde que acaba de nacer, un poco más arriba, en Horna. Hasta él puede llegarse desde la capital de la comarca, desde la episcopal Sigüenza, por una carretera errabunda y solitaria que deja ver la distancia opaca del alto valle del Henares. En el pueblo, silencio total. El viajero encontrará la mayoría de las puertas cerradas, los edificios soñolientos y distraídos, sumidos en otra edad remota, y presidiéndolo todo con su sombría y parda coyuntura, el ruinoso castillo que  fue levantado, en el lejano siglo XIV, por don Iñigo López de Orozco, uno de los terratenientes más poderosos que ha tenido la tierra de Guadalajara a lo largo de las pasadas centurias.

Si al parecer fue dueña de Guijosa doña Beatriz, reina de Portugal e hija de doña Mayor de Guillén, la amada de Alfonso X el Sabio; o lo fue el infante don Juan Manuel, escritor y guerrero, español por los cuatro costados, hoy no queda constancia documental de éllo. La pertenencia a los Orozco queda probada por el escudo en piedra tallado sobre lo que fuera portalón de entrada al castillo. Muy desgastado por tantos inviernos cernidos sobre el cascote de arenisca, aún se ve el campo español centrado de una cruz floreteada escoltada de cuatro lobos colmados de asombro, con la bordura repleta de las cruces de San Andrés que prueban la participación de su propietario en la conquista de Baeza. Es la enseña heráldica de los Orozco, constructores de aquella monumental «casa«.

Fueron luego los marqueses y duques de Medinaceli, terratenientes de aquellos fríos páramos que cubren entrambas Castillas, quienes se instalaron señores de Guijosa, de su castillo que siempre tuvieron por «casa fuerte» y al que nunca dieron otro cometido que albergar servidores, alcaides cómodos y algún que otro caballo restableciéndose de alguna herida. Lejos de sus palacios de Sevilla o de Cogolludo, los Medinaceli no supieron de aquella posesión sino por los recados de sus propios, que les pedían dineros para arreglarlo. Sería en alguna de esas guerras terribles y reincidentes que, con diversos nombres, han enfrentado entre sí a los españoles, la que acabaría con su silueta valiente, y le dejara en la triste figura en que hoy, desde la distancia, se ofrece a los viajeros.

Para Francisco García Marquina, escritor de versos, de viajes y de epopeyas castilleras, sería este de Guijosa el castillo que escogiera para cultivarlo en una repisa de su biblioteca, como si fuera un «bonsai«. A mí me pareció un catafalco enorme, húmedo, lleno de grietas y de almenas valientes. Sin música pero con ecos múltiples. Ahogado, pero con voz propia. En perenne paradoja Guijosa se arrepiente de existir, y el alcázar que nunca fue (según los papeles) otra cosa que una «casa«, ofrece hoy a los viajeros que hasta él llegan la planta cuadrada, los torreones semicirculares adosados a las esquinas, las voladas cornisas y las almenas puntiagudas. Murallones herméticamente cerrados, y en el interior una torre también cuadrada, con entrada a la altura del primer piso. Tendría estancias, chimeneas y escaleras interiores, pero todo se hundió con el paso de los siglos, y ha quedado solo el cascarón exterior, que no es poco.

No tuvo Guijosa recinto exterior, y en torno a la fortaleza actual hubo un pequeño foso ya relleno. Dentro de él se dieron las escenas más simples de la vida rural. Nunca batalla, ni torneo, ni rapto vió el almenar de este elemento. Solamente la luz rabiosa del páramo, cuando cae justiciera, iluminando los muros, acentuando las sombras crudas de su silueta valiente. Es, sin embargo, un emblema más de esta tierra que tiene el pendón de Castilla por emblema, que sabe de cantos mozárabes, de romances merinos, de filigranas mudéjares, y que en definitiva tiene en los castillos como este de Guijosa su más viejo y cierto papel de identidad.

Guijosa en restauración

Como no todo lo que se ha hecho con los castillos de Guadalajara, y más en concreto con los que rodean a Sigüenza, ha sido de recibo, ni como para tirar cohetes (mientras Pelegrina sigue en peligro inminente de hundimiento, a Palazuelos le plantaron un chalet en lo alto de su torre del homenaje, y a Riba de Santiuste le han dejado nuevamente irse cayendo después de pegarle fuego, en tanto que a la torre de Torresaviñán cada vez le quedan menos posibilidades de erigirse en emblema de la castillería alcarreña, cosa que debiera haberse hecho ya, como le corresponde por su situación privilegiada frente a la autovía del Nordeste) esta actuación que está empezando a recibir Guijosa es para llenarnos de alegría.

Aunque no ha podido prescindirse de la casa adherida a su muro meridional, y por tanto la puerta principal de la fortaleza queda condenada a no ser entendida, el muro que cayó junto a ella, el del sur, se ha rehecho y se le ha abierto un gran vano arquitrabado que imaginamos durará lo que duren las obras, siendo luego cerrado y abriéndosele como mucho una puerta pequeña y discreta. Por ese vano están entrando y saliendo los camiones, las gruas y los operarios que están dándole vida al castillo por dentro.

Hemos visto, en días recientes, el movimiento que hay en su interior, y cómo la torre donjonada, queda en el centro y aislada, como lo fue originalmente. Sin embargo, se le están añadiendo estructuras constructivas en el interior de los grandes muros, por el momento de los de levante, norte y poniente. Ahí se colocarán, suponemos, las dependencias del edificio renovado y con visos de utilidad pública. Es una labor larga, muy costosa, y que contará, es lógico, con el visto bueno de la Comisión Provincial de Monumentos. Desconozco los detalles por no pertenecer a ella. Pero la pinta que lleva es buena, respetuosa y ojalá que nos devuelva brillante y en uso, este castillo.

Por el momento, se ha reconstruido completa la torre central, y se han consolidado y rehecho las torres esquineras de planta circular, con sus airosos garitones apoyados en cornisas de modillones, así como se han coronado todas las almenas en punta, como manda la tradición y el buen gusto.

Apunte

En los alrededores

Desde Guiijosa, el viajero puede entretenerse en subir hasta el cercano “castro de Guijosa”, un espacio superinteresante, ya excavado, y protegido, en el que aparecen además de fuertes muros de los siglos V-II a. de C., un extraordinario nivel de “chevaux de frise” o defensas “anticaballo” que los guerreros aborígenes colocaban ante la parte más accesible de sus castros para impedir que entraran o lo atacaran grupos de caballería extraña, especialmente romanos o gentes de otras tribus.

Siguiendo la carretera hacia el norte, se llega a Cubillas, donde nos espera una singular muestra del arte románico más popular: la iglesia parroquial de ese pueblo tiene una espadaña del estilo, y una pequeña galería o atrio porticado, que parece como una miniatura de otras de la provincia. Una gozada mirarla y fotografiarla, tan quieta.

Y más allá aún, subiendo la cuesta hacia levante, llegamos a Bujarrabal, donde nos encontramos con los restos de lo que fue una gran torre, quizás restos de una fortaleza más amplia, de origen remotísimo, califal sin duda. Surge entre las casas que se le anexaron, pero sus grandes piedras dan fe de la grandiosidad de la primitiva alcazaba. Además, en la iglesia, si hay suerte y la encontramos abierta, se podrá admirar un gran retablo renacentista del siglo XVI, de los que salieron de los talleres de arte de la episcopal Sigüenza, lugar al que, luego de pasar por Estriégana, y por Barbatona, puede volverse y completar la ruta.