Lejos y románica, Torrecuadrada de los Valles

viernes, 18 enero 2002 1 Por Herrera Casado

Torrecuadrada de los Valles es un lugar que empieza bien, porque para decidir llegar hasta él, uno se fija en su nombre, y no lo pronuncia, sino que lo paladea, se regocija en él: es un hermoso nombre para un bonito lugar. Hasta allí he llegado en día ventoso y gris del invierno, buscando mirar su esencia, y retratar el templo que desde hace siglos, muchos siglos por lo que se ve, sirve de ámbito para el rezo, para el rito y la convivencia.        

A la primera que encuentro, según miro a la línea de los canecillos del ábside, es a la señora que cuida del templo, y que no quiere enseñarlo a nadie, porque hace poco hubo un robo en el pueblo, una noche, alguien entró en una casa y se llevó el televisor ¿? Por ello, el recelo hacia los forasteros es manifiesto. Solo acaba cuando el forastero pronuncia el nombre de “la Nueva Alcarria”, entonces ya cogen confianza, a grandes gritos llama a otras señoras vecinas y juntas se aprestan a enseñarle a este Cronista el templo parroquial, su iglesia, a ver si con un poco de suerte es verdad que lo pone en el periódico, y hace un llamamiento a las autoridades competentes para que sepan que este templo existe, que es muy interesante, que está hundiéndose, y que merece la pena apuntarlo al menos en la lista de edificios a restaurar, a cuidar, a salvar de la ruina. Con esa condición, entramos en la iglesia todos juntos.

Alto, lejano, frío

A más de mil cien metros sobre el nivel del mar, Torrecuadrada de los Valles es un lugar al que hay que ir aposta. La carretera, que nace en la Autovía de Barcelona a la altura de Torremocha del Campo y Torresaviñán, pasa antes por Laranueva y por Renales, y se desvía hasta Torrecuadrada, donde acaba y empiezan ya caminos que se entretienen por las ásperas alturas del Ducado. Cerca del pueblo, bajo su altura, se abre un vallejo múltiple al que llaman, según se le mire, los Huertos, los Praos, los Perales y las Paderejas. Allí crecen algunos vegetales que sirven de alimento en el propio pueblo a quienes lo habitan. Y poco más. Ganadería hay bastante, y poco entusiasmo por lo nuevo, esa es la verdad. El recuerdo de estas señoras se va hacia las fiestas antiguas, hacia las Semanas Santas, las Romerías a la Virgen de las Cuevas, la procesión de San Antonio. Se va a cuando los mozos celebraban mayos, y había mucha gente joven. Aquello es historia ya de una generación anterior. La actual, no existe.

Si hay que decir algo de la historia de Torrecuadrada de los Valles, pues puede recordarse como esta fue aldea del Común de Medinaceli tras la reconquista de la comarca por los cristianos. Que perteneció desde el siglo XV a la familia de los La Cerda, condes de Medinaceli, quienes la reconstruyeron y cuidaron siempre la fortaleza del lugar. En el último cuarto de dicha centuria, se fue a vivir a ella, apar­tándose del mundo, el que fue cuarto conde de Medinaceli, don Juan de la Cerda, quien allí vivió junto a una lugareña, y allí puso “su casa, palacio y fortaleza”.  A su muerte, pasó a su sobrino don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli por nombramiento de los Reyes Católicos, y éste decidió ven­dérselo, en 1490, al tercer conde de Cifuentes, en cuya familia (los Silva), luego integrada en la casa ducal de Pastrana, per­maneció hasta el siglo XIX.

La verdadera historia del lugar, aparte de esta oficial que acabo de anotar sacada de un libro mío, y que da para poco, como puede apreciarse, es la que escribieron generaciones y generaciones de gentes aquí nacidas. Y esa historia solo es un arroyo de familias, de ancestros con nombres y apellidos repetidos, de comunes viajes a servir al Rey, a comprar mulas a Maranchón, a bajar mantas hasta Cifuentes y Tendilla…

La iglesia románica

Al viajero de hoy, a quien como yo llega a este lugar para curiosear lo que pinta y cómo lo pinta, aunque haya tenido la mala suerte de estar lloviendo y soplar fuerte el ábrego, tal que no deja un solo espacio para guarecerse, le va a llamar la atención, desde lejos, el resto contundente aunque mínimo de la torre medieval que perteneció a los condes y duques de Medinaceli. Es una sombra de lo que fue, pero una sombra con carácter, con gesto.

Lo más interesante es el templo. No es un primera fila, pero sí está, claramente incluido, en el conjunto del románico rural de Guadalajara. Es curioso que el gran estudioso de este tema, el cronista don Francisco Layna Serrano, no lo incluyó en su obra clásica sobre este estilo, aunque ahora acaba de salir un libro, reedición de ella, en que aporta un gran catálogo con iglesias románicas que no aparecieron en ediciones anteriores, y en la que se incluye con toda justicia, y bien destacada, esta de Torrecuadrada de los Valles.

En lo más alto del pueblo, muestra sobre el muro de poniente una esbelta espa­daña de remate triangular con dos vanos para las campanas. Sus muros laterales son, como todo el edificio, de sillarejo, rematando en alero sostenido por modillones de piedra de gran relieve. El ábside es semicircular, también complementado con alero de piedra y modillones, apareciendo una ventana central aspillerada ya tapada. La portada principal es un encanto: se abre a mediodía, bajo atrio porticado, y consta de un vano de arco semicircular, con baquetones y gran cenefa de ajedrezado al exterior. A mí me pareció como una maqueta, como un ejercicio o ensayo para templo mayor, para mejor edificio. El resguardo en el que está contenida la ha permitido ser la parte mejor conservada del conjunto, porque está como nueva, y eso que han pasado sobre ella más de siete siglos.

El interior es toda una sorpresa. Pequeña, de una sola nave, tiene un arco triunfal que sirve para formar el tránsito de la nave al presbiterio que es todo un hallazgo. Desde el mismo suelo, donde unas breves basas apuntadas parecen sujetar sin aliento el conjunto, se eleva el arco repetidamente moldurado, albergando gruesas bolas distribuidas con simetría a lo largo del arco. Se puede ver en la foto adjunta, y tiene la gracia de parecer una gran puerta románica, pero en el interior de la iglesia. En definitiva, es el elemento arquitectónico esencial, el arco semicircular, tanto en el aspecto constructivo (el que mejor aguanta el peso de las cubiertas) como en el simbólico, porque representa el Cielo, la séptima esfera, aquella que según los sabios de la Edad Media contenía en su interior a las otras seis esferas en las que circulaban los hasta entonces seis planetas conocidos.

En un rincón de la nave, brillando con luz propia, tallada en la más recia de las piedras imaginables (y no es diamante, sino caliza dura) está la pila bautismal, tallada en los mismos días que la portada y el triunfal arco. Con la misma limpieza, con el mismo pulso, a los que movía la fe de aquellas gentes. Eso me permite, no solo invitar a mis lectores a que vayan allí a ver todo esto que describo, sino a invitarles a pensar en esa capacidad que tiene el hombre y que cada vez usa menos: las cosas que se hacen (a mano y con esfuerzo) o las que se proyectan (con entusiasmo y con ilusión) salen mejor, más redondas, más tersas, más brillantes, si se hacen con la fe de que hay un más allá tras la muerte, un lugar ingrávido donde seguir practicando el buen sentido que se tuvo en la vida, ¿quizás el Cielo?