La literaria Guadalajara en versos y prosas

viernes, 20 diciembre 1996 0 Por Herrera Casado

 

¿Cuantas personas habrá hoy en España, en esta tarde ya invernal de nuestra España, que tras darse una vuelta por los alrededores de su pueblo, sea capaz de escribir unos renglones así?:

«… Cansados de recorrer el pueblo, nos sentamos en un paseo con árboles, triste, desierto, con el suelo alfombrado por hojas amarillentas y plateadas. Un arroyo con color de limo que corre cerca murmura en la soledad. El cielo está puro, limpio, transparente, con algunas estrías blancas y purpúreas. A lo lejos, por entre las ramas desnudas de los árboles, se oculta el sol. Va echando sus últimos resplandores anaranjados sobre los cerros próximos, desnudos y rojizos». Es difícil usar palabras menos sonoras, prescindir de los nombres propios, generalizar y describir el instante más fugaz, y hacerlo con tanta maestría y tanta fuerza. Esto sólo es capaz de hacerlo un escritor como Pío Baroja, a quien se deben las líneas antecedentes. Y sólo puede permitirse el lujo de inspirar esos tan bellos renglones a Baroja una ciudad como Sigüenza. En el otoño de 1901 estuvo allí una tarde, y puso esas líneas en una cuartilla que luego recuperó «El Imparcial» de Madrid, una hoja volandera, de periódico…

Tantos y tan grandes escritores se han sentado un momento ante el dorado atardecer de Sigüenza, ante la silueta firme de Guadalajara, ante la rotunda macicez de Pastrana, o ante el orgulloso altozano castillero de Jadraque, y han escrito unas líneas evaporadas poco después, perdidas en un cuaderno, sepultadas en alguna vieja edición inencontrable, que mi compañero de página, José Serrano Belinchón, se lanzó hace poco a buscar, a recoger, a fundir en un sólo libro todos los libros que han hablado de Guadalajara. Una tarea difícil, larga, casi detectivesca. Una labor de bibliófilo que al tiempo se mezcla con la de un viajero meticuloso. Una empresa que, finalmente, ha cuajado en un libro simpático y útil, en un libro que además de bonito por fuera, tiene entre sus casi doscientas páginas el más granado discurrir de textos que sobre nuestra tierra pudiera nadie imaginar.

Guadalajara en la Literatura

Así titula Serrano Belinchón el libro que acaba de ofrecernos: «Guadalajara en la Literatura». Artículos de periódico y poemas épicos. Crónicas de guerra, y novelas de costumbres. Obras de teatro, incluso, junto a descripciones de reales viajeros. En todas sus páginas está la palabra Guadalajara, y en todas surge un dato, una apreciación, un gesto que algún remoto escritor recogió en su día. Todos juntos hoy. En este libro.

Un manojo de versos sacados de la Vida de Santo Domingo de Silos, escrita por GONZALO de BERCEO, en donde se recoge uno de los milagros atribuidos al santo taumaturgo y que tuvo lugar en esta tierra nuestra, por las vegas del Henares, donde son protagonistas los caballeros de Hita frente a los de Guadalajara, es uno de los más viejos escritos en que nuestra tierra parda emerge a la letra: guerras del Medievo, donde todos son enemigos de todos:

  Fita es un castiello fuert e apoderado,

infito e agudo, en fondón bien poblado,

el buen rey don Alfonso la tenié a mandado,

el que fue de Toledo, si non so trascortado.

  Ribera de Henar dend a poca jornada,

yaze Guadalfajara, villa muy destemprada,

estonz de moros era, mas bien assegurada

ca del rey don alfonso era enseñorada.

Y en nuestro siglo, el gran intelectual que fue don José Ortega y Gasset, rota su germánica intelectualidad ante el ronco y frío paisaje de las alturas seguntinas, nos dice estas otras frases: Al volver atrás la mirada por ver el trecho que llevamos andando, Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto el casti­llo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torre­cillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete. En el centro del caserío se incorpora la catedral, del siglo XII.

Serrano Belinchón ha encontrado, tras una tarea de meses que nos le explica como uno de los más firmes baluartes intelectuales con que cuenta hoy nuestra provincia, textos sin fin que hablan de Guadalajara. Hay en su escrito fragmentos de las Cantigas de Alfonso X el Sabio, versos del Cantar del Mío Cid, estrofas del Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita y párrafos viajeros cuando no místicos de Santa Teresa de Jesús. Hay crónicas (de Münzer, de Ponz, de Jovellanos) viajeras y meticulosas. Y hay páginas vibrantes de acción, de color y fuerza, tomadas de las novelas de Pérez Galdós (Narváez) de Pío Baroja (La Nave de los Locos), de Andrés Berlanga (La Gaznápira) y por supuesto de Camilo José Cela (El Viaje a la Alcarria), cuando no intimistas descripciones de la ciudad de la posguerra (lo que escribe Ramón Hernández en El ayer perdido) o vibrantes crónicas guerreras de Ernest Hemingway, periodista e internacionalista por los llanos de Trijueque en el invierno de 1937. Hay, en fin, fragmentos de románticos dramas de Zorrilla, junto a meticulosas y científicas descripciones de serranas botargas por Caro Baroja. Y hay, al fin, versos de León Felipe desde su ventana de Almonacid junto a las líneas felices de Aldecoa en Cogolludo, esa villa tan poco vertida a la literatura, y que en las manos del cuentista vasco cobra una dimensión nueva.

Nuestros pueblos sirven para algo

Para veranear en ellos, que es lo que hace la mayoría de la gente. Para enterrarse en sus cementerios, los románticos más empedernidos. Para cazar en sus dehesas, otro muchos. Y para entusiasmarse con su silencio, con su olor a hojas secas, su silente fuerza cósmica. Una gran escritora, Kety Antolín, decía una vez que los pueblos de Guadalajara «tienen el tamaño exacto de la felicidad de un niño». Y es que, de tan pequeños, no cabe en ellos un mal sueño, un dolor, o una tristeza. De esos pueblos a los que se han apuntado, recientemente, Luís Carandell, Andrés Berlanga, Manu Leguineche, incluso Camilo José Cela, llenándolos con sus nombres, pero dejándolos tan silenciosos y núbiles, es de los que se ocuparon tantos escritores ya idos, cuya palabra de oro permaneció en los libros, y en las antologías que, como esta de Serrano Belinchón, ahora llegan y nos favorecen.