Milagro en los jerónimos de Lupiana

viernes, 24 septiembre 1993 0 Por Herrera Casado

 

Cercano a la ciudad de Guadalajara, en una de las alturas que rodean a Lupiana y ponen alto muro pardogris a su valle, está desde el siglo XIV el monasterio jerónimo de San Bartolomé, donde unos eremitas españoles e italianos, bajo el ánimo de don Pedro Fernández Pecha, fundaron el primer cenobio de la naciente orden. Las peripecias de su fundación y acrecentamiento, la tarea directriz de su instauración en la Península (de Lupiana salieron monjes a poblar Yuste, Guadalupe y El Escorial) y las obras de arte que tuvo y conserva no voy a recordarlas ahora aquí, pues más o menos ya son conocidas de todos y requerirían mucho más espacio del que aquí dispongo.

 Es una ráfaga de su historia la que hoy quiero traer. Un día cualquiera de la vida monástica, en el siglo XVII por ejemplo, en un atardecer caliente y bochornoso de un día de agosto. Hacía pocos días que se había clausurado el Capítulo General de la Orden, que periódicamente se reunía entre los muros de San Bartolomé.

Es el 28 de agosto de 1630; ya se han dicho las Completas y tocan a las Ave Marías. La comunidad en pleno se alinea en procesión, y con velas encendidas, rezando Salmos y Alabanzas, acompañan al Viático que, por recomendación del médico del monasterio, va a darse a Melchor de Pastrana, donado que vive con los criados, en edificio separado del Convento, pero dentro de sus cercas.

La tarde parecía prestarse a los milagros. Empezaron las maravillas a sucederse, cuando Melchor de Pastrana, que de siempre había sido algo tartaja, se disparó a charlar con ligereza y desenvoltura. Horas más tarde, y a pesar de estar postrado en cama por «unas calenturas malignas» que se lo iban a llevar al otro mundo de un momento a otro, se encontró tan curado que el médico dijo no podía deberse aquéllo a causas naturales.

Pero lo más importante del día aconteció al volver otra vez al monasterio toda la Comunidad en procesión. Un fuerte viento se levantó, una de esas ventoleras que al atardecer de los calientes días de verano suelen templar un poco el ambiente de la meseta alcarreña. Los largos y grises ropajes de los monjes se agitaron, apagándose pronto todas las velas, excepción hecha de la del Padre General de la Orden, por entonces fray Francisco de Cuenca. Comenzaron entonces a oírse «unas músicas suavísimas con tan excelente armonía que los puso a todos en rara admiración». No sólo los monjes, sino también los seglares y gentes del pueblo que acompañaban al cortejo, oyeron el raro fenómeno, aunque no pudieron distinguir qué tipo de canto interpretaban, ni en qué idioma lo hacían. Todos, sin embargo, juzgaron era cosa del Cielo, «lo uno por la altura en que se oían las voces; lo otro, por lo nuevo y raro de la armonía». Ni un momento cesó el concierto celestial, hasta que, puesto otra vez el Santísimo en el Sagrario, la calma se adueñó de la atmósfera, seguramente ya con la noche entrada y las capas bajas más niveladas en sus temperaturas. Después, todo fueron alegres comentarios y aún doctas disquisiciones entre los habitantes de la santa casa. Este argüía citas de los Libros Sagrados, aquél recordaba una cosa parecida en otro Monasterio de la Orden… hasta el maestro de la Capilla alabó «la hermosa composición, unión y correspondencia de los Coros». Y los niños de la Hospedería, ya en las camas de su enorme dormitorio, decían contentos que habían oído cantar a los Ángeles.

La prudencia del General de la Orden le llevó, pasados los primeros días de algarabía y pasmo, a promover una información jurídica acerca de lo acaecido, declarando todos los que como testigos hablaban y opinaban del supuestamente milagroso suceso. Hizo bien fray Francisco de Cuenca, pues enseguida pidió el Cardenal don Antonio Zapata, Inquisidor General a la sazón, que las juntas calificadoras de la «Santa y General Inquisición» estudiaran con detenimiento el caso. El entredicho en que desde el siglo XV había estado la orden jerónima, ante los ojos escrutadores y recelosos del Santo Oficio (motivos había tenido éste para ello, pues se descubrieron muchos casos de criptojudaismo en el seno de la Orden) hizo que se llevara adelante el proceso de información y análisis, del que resultó finalmente la declaración de «hecho milagroso».

Con las espaldas salvas y el prestigio del cenobio alcarreño todavía mas alto, se aprovecharon los últimos días del año para dedicarlos a fiestas pías en las que las procesiones y misas se entremezclaron con los conciertos musicales, representaciones de Autos y cantos de villancicos. Como colofón de tan venturoso suceso, mandó el General de la Orden y prior del convento de Lupiana (ambos cargos estuvieron unidos en una sola persona desde el Capítulo que celebró la orden en 1415 en el monasterio de Guadalupe) que en la bóveda del Coro de la iglesia se pintaran escenas representando el milagroso suceso.

Y nada más, que con lo dicho ya, huelgan los comentarios. De días así, sencillos y misteriosos a un tiempo, está tejido el inmenso tapiz de la vida monástica en nuestra provincia. Poco a poco irás leyendo en estas páginas amigas, si tienes la paciencia suficiente, cosas que así, calladamente, fueron inflando un mundo y socavándole al mismo tiempo. Un mundo del que hoy sólo nos quedan, echándole buenas intenciones al asunto, estas recónditas memorias.