El arca del agua: un patrimonio a conservar

viernes, 5 enero 1990 0 Por Herrera Casado

 

Hace escasas fechas salió a luz un libro mío en que hacía referencia a los escudos de armas que por la ciudad de Guadalajara existen. Los escudos, de todos modos, eran referidos a una sola familia, a los Mendoza, que tienen tantos emblemas todavía distribuidos por la ciudad, que da para eso, para llenar un libro, y aún para más. Pues aún faltaban en él varios escudos. Uno de ellos lo descubrí pocos días después de salir el libro a la calle, y fué gracias a las indicaciones de un buen amigo, Fernando Benito, el de Valverde, que pude hacer una escapada, entre el barro cretoso de las cuestas del Sotillo, para apuntar un nuevo escudo mendocino, y, de paso, tomar nota de un monumento local que no está registrado en ninguna guía ni Catálogo monumental, pero que bien lo merece y, por supuesto, a partir de ahora lo estará, sobre todo en previsión de posibles acciones en su contra.

Me estoy refiriendo a un lugar y edificio que todos los habitantes de Guadalajara conocen, porque han pasado junto a él montañas de veces, pero no se habían parado nunca, como yo, a observarlo detenidamente, a apuntar y dibujar el emblema que campea sobre su puerta, y a investigar de sus orígenes e importancia histórica. Es el Arca del Agua, en el Sotillo.

Hoy se están haciendo allí unas gigantescas obras de desmonte, contradichas por quienes defienden la integridad de la ciudad y sus alrededores, paralizadas y luego permitidas por el Ayuntamiento, y que pueden dar, de seguir adelante, mucho y malo que hablar respecto a lo que es, o debe ser, el patrimonio natural de Guadalajara.

Por de pronto aquí va el registro del monumento que se contiene en esa finca del Sotillo, y que por su importancia histórica y su interés arquitectónico, debe ser preservado de cualquier daño. A mitad del recorrido del vallejo que sube a la derecha del barranco del Sotillo, camino ya de la llanada alcarreña rumbo a Miraflores y Horche, hoy escondido entre zarzas y juncos, aparece un edificio de planta rectangular, de unos tres metros de frente por seis de fondo, todo él construido de enormes sillares de piedra caliza, y cubierto por tejado a dos aguas hecho también con fuertes losas de piedra. En su frente aparece un vano arquitrabado cerrado por puerta metálica. Sobre la puerta, en el triángulo que queda entre ella y las dos aguas del tejado, surge tallado en piedra, y muy bien conservado, el escudo del duque del Infantado, con los blasones de Mendoza y Enríquez, rodeado de una leyenda de casi imposible lectura, pues los siglos han ido diluyendo la superficie de las piedras hasta dejar tan sólo algunos trechos en los que se leen cosas como «este agua del Sotillo» y «para la ciudad». Nada más. El nombre de quien lo hizo, y el año, son indescifrables.

Junto a estas líneas vemos el dibujo del escudo referido. Uno más para el catálogo de emblemas heráldicos mendocinos en Guadalajara. Es un escudo español, partido, con el blasón de los Mendoza y Luna en el cuartel derecho (por los duques del Infantado, rama principal, concretamente de don Iñigo López de Mendoza, quinto duque del Infantado) y el blasón de los Enríquez en el cuartel izquierdo (por doña Luisa Enriques de Cabrera, esposa del referido quinto duque), acolado de la cruz de la Orden de Caballería de Santiago, y timbrado por la corona ducal propia de tan alto título aristocrático.

Este edificio singular, simpático y atractivo, es la muestra de toda una historia de favores y preeminencias. Desde la Edad Media, la única agua de que disponía la ciudad de Guadalajara era la que manaba de diversas fuentes de las cuestas del Sotillo. El nivel freático de estos cerros calizos aflora en sus laderas y mana por hendiduras fácilmente. Prácticamente nunca, ni en las peores épocas de sequía, se han agotado estos manantiales. En el lejano siglo XV era doña Isabel de Vera, señora de Rello (Soria), pero casada con un Iñigo López de Mendoza, la dueña de estos manantiales. En 1459 hizo donación al Convento de San Francisco de Guadalajara del agua que daba el «viaje del Sotillo». Decía así esta señora al hacer su singular donativo: Toda el agua manantial e natural que es en la Fuente Mayor que yo tengo e poseo e me pertenesce en el Sotillo cerca del Olmo Término e jurisdicción de esta Villa camino de Sant Bartolomé de Lupiana, qués la fuente prinçipal e mayor de todas las dhas fuentes que yo hé y tengo e me pertenescen en el dho Sotillo.

Sin embargo, la propiedad de esta riqueza líquida era compartida por varias instituciones, pues en 1491 vemos que el Concejo de la ciudad cedía al duque del Infantado, el magnífico don Iñigo López, constructor del gran palacio que hoy le evoca, los derechos sobre ciertas fuentes recién alumbradas en la cuesta del Sotillo. En ese mismo año, un morisco de la ciudad, Alí Pullate, «engeniero alarife e veçino desta çibdad» se comprometía con el duque a hacer «sesenta arcas desde el nascimiento de donde nasce el agua del sotyllo fasta las casas e palaçios de su señoria en guisa quel dho maestre aly eche en cada una de las dhas arcas una tenaja de obra de çinquenta cantaros de agua y questa dha tenaja la meta debaxo de los caños que agora están de palo de pino y fecho el sitio de manera que pueda llevar e lleve un enforro de cal y ladrillo». Años después, en 1496, Alí Pullate volvió a ser contratado por el duque para terminar de hacer la traída de aguas al palacio, haciéndolas llegar a diversas salas, y al estanque del jardín. Esas obras se habían hecho desde la fuente mayor del Sotillo (esta que hoy describimos) hasta la puerta de Bejanque, pasando por la «fuente de la Niña» y el «arrabal del agua», a través de un encañado de 12.000 tejas protegidas por obra de cal y ladrillo, mientras que desde Bejanque al palacio iba por tuberías de caños o arcaduces de barro cocido.

Todavía poco después, en 1500, los franciscanos consiguieron de sus patrones los duques Mendoza, les sufragaran el coste de la traída de aguas que ellos poseían hasta el monasterio, puesto en alto (el actual Fuerte de San Francisco). Se construyó un estanque y un arca junto al dicho monasterio, desde donde se distribuía el agua por la ciudad.

A lo largo del siglo XVI, al crecer notablemente la población arriacense y aumentar sus necesidades de aprovisionamiento, se alumbraron nuevos manantiales por las cuestas del Sotillo. Los carmelitas, en 1560, abrieron nuevas fuentes en una finca entonces adquirida en el barranco, y crearon el llamado «viaje de Santa Catalina» que bajaba por la actual calle del Ferial. Luego se abrió otro que bajaba por el arrabal de Santa Ana, por el Amparo, etc.

Es evidente que los duques del Infantado siguieron cuidando con esmero estas traídas de aguas. Y así fue que a finales del siglo XVI el quinto duque mandara edificar este «Arca del Agua» del Sotillo, poniendo su escudo de armas sobre la puerta. Como un milagro, ha llegado hasta nuestros días en perfecto estado de conservación. Casi cuatrocientos años hace de aquello y solamente la superficie de las piedras se ha evaporado. El resto, incluido el rumor fresco y casi metálico del agua al caer en el arca, sigue como entonces. Rodeada de zarzas y barro, pero entera y pidiendo que su silueta y su memoria sean conservadas y protegidas. Esperemos que así sea.