E castillo de Torija

viernes, 11 diciembre 1987 0 Por Herrera Casado

 

La aparición de la fortaleza de Torija enredada entre las frondas del vallejo en que se deshace la meseta de la Alca­rria, resulta siempre de un agradable efecto, pues el airoso aspecto de un castillo plenamente medieval, escoltado del case­río, ofrece la evocación de remotas edades y concita al viajero a detenerse y recordar su larga e interesante historia. Hoy nos detendremos en recordarla, y a la próxima semana haremos un esbozo de aquello que resulta más interesante, desde el punto de vista monumental y artístico, de contemplar al viajero. En cualquier caso, estas reflexiones al hilo de un Glosario quieren servir para promocionar la atención de todos los alcarreños hacia este hermoso paladín de la tropa castillera de nuestra provincia.

El nombre del lugar, Torija, procede de la palabra latina turrícula, o torrecilla. Fue, desde tiempos de los roma­nos, lugar de vigilancia de un camino que a lo largo de los siglos se ha mostrado fundamental en la comunicación entre dos regiones netamente definidas como Aragón y Castilla. Con ese carácter de pequeña torre de vigía, puesta al borde de la meseta sobre el barranco caminero, permaneció siglos. Tras la reconquis­ta de la zona por Alfonso VI en 1085, dice la leyenda que tuvo la posesión de Torija la Orden de los Templarios, quienes aquí instalaron convento y mejoraron algo la fortaleza.

En el siglo XIII, el rey castellano Alfonso XI entrega el lugar a don Alonso Fernández Coronel, uno de los valerosos capitanes que actuaron en la batalla del Salado. Ajusticiado este caballero por orden de Pedro I el Cruel, hizo que pasara a pose­sionarse de Torija don Iñigo López de Orozco, gran magnate de la Alcarria hacia la mitad del siglo XIV. Su participación en la guerra civil entre el pretendiente Enrique de Trastamara y el rey don Pedro I, hizo que éste, en 1369, y al acabar la batalla de Nájera en la que obtuvo el triunfo, diera muerte por su propia mano a López de Orozco. La victoria de don Enrique, apoyado entre otros muchos por los miembros de la ya fuerte casa de Mendoza, hizo al nuevo rey entregar Torija en premio a don Pedro González de Mendoza. En 1380, figura Torija en el mayorazgo que este magnate funda a favor de su hijo don Diego Hurtado, futuro almi­rante de Castilla.

Pero en el reinado de Juan I, y ante las continuas demandas de su derecho, pasó nuevamente castillo y lugar a la casa de los Coronel, en la persona de doña María Coronel, hija del primero de sus dueños. Ya en el siglo XV don Fernando el de Antequera, regente de Castilla, donó Torija a su copero mayor Pedro Núñez de Guzmán, de quien pasó a su hijo Gonzalo de Guzmán, conde de Gelves.

En 1445, los inquietos infantes de Aragón, primos del rey Juan II de Castilla y poderosísimos señores feudales en este reino, se apoderaron ilegalmente de Torija y de su fortaleza, haciendo la guerra desde él a otros lugares importantes de la Alcarria, llegando a sitiar Brihuega, y a bajar amenazantes hasta el mismo Alamín de Guadalajara. Juan de Puelles, criado del rey de Navarra, capitán del ejército de los revoltosos infantes, defendió el castillo cuando fué atacado por el arzobispo toledano Alfonso Carrillo y el marqués de Santillana, Iñigo López de Mendoza. Los ejércitos de ambos señores mantuvieron un cerco de varios años, tras los cuales se rindió honrosamente el navarro, en 1452.

La fortaleza y la villa, dadas por el Rey al arzobispo en derecho de conquista, fueron trocadas con el marqués de Santi­llana, quien dio al eclesiástico su villa de Alcobendas. Así pasó a la casa de Mendoza, donde en la línea de segundones, permanece­ría varios siglos. Don Iñigo dejó la villa de Torija, en herencia a su hijo (cuarto) don Lorenzo Suárez de Figueroa, a quien el rey Enrique IV dio los títulos de conde de Coruña y vizconde de Torija. Fundó en su hijo don Bernardino de Mendoza un mayorazgo que incluía sus títulos y la villa de Torija y su castillo‑ fortaleza. Esta estirpe mendocina, aunque habitualmente residió en Guadalajara y posteriormente en Madrid, mantuvo siempre un gran cariño por su castillo alcarreño, manteniendo un alcaide a su cuidado.

Todavía en 1810, sufrió un avatar histórico la fortale­za que supuso su ruina y casi total hundimiento. En ese año, encendida con máximo ardor la Guerra de la Independencia contra los franceses, el guerrillero castellano Juan Martín el Empecina­do lo dinamitó para evitar que pudiera ser utilizado por el enemigo. La restauración de la Dirección General de Bellas Artes en los años sesenta y de la Diputación de Guadalajara más recien­temente, ha posibilitado la recuperación de la antigua prestancia y carácter de esta fortaleza, que hoy luce entre las más bonitas de nuestra región. A la semana próxima, como al principio prometíamos, daremos la descripción y valoración de su monumental silueta.