Jadraque, lección permanente

sábado, 2 octubre 1976 0 Por Herrera Casado

 

En la noria incansable de los años, llega nuevamente la hora en que nuestra Excma. Diputación Provincial declarará su postura de servicio y búsqueda en todos los caminos de Guadalajara, entregando un nuevo «Día de la Provincia» en el que se trata de fundir la actuación dé esta Corporación de provinciales alientos, con el ritmo palpitante, sano y auténtico de uno de sus pueblos. La fiesta de la Diputación, la fiesta que ésta ofrece a la provincia, será mañana en la villa de Jadraque proclamada y gozada por cuantos crean y quieran creer en nuestro, rumbo y nuestro futuro. Vanse a fundir las galanuras literarias de la dicción mantenedora del profesor Criado de Val, con las palabras en que el Ilmo. señor don Francisco López de Lucas hará resumen de las actividades, densas y fructíferas de la Diputación a lo largo de este último año. Vendrán al público conocimiento ganadores de premios de exaltación provincial, con la entrega de medallas y distinciones a hijos ilustres de la tierra. Se nos dará, y se le dará al pueblo de Jadraque, un espectáculo de categoría artística junto a la entrega que la Institución de Cultura «Marqués de Santillana» brindará la saleta de Jovellanos recién restaurada.

Todo ello en los jardines, en ‑las plazas y calles de Jadraque‑ de A la sombra de su antiquísimo  castillo, ante las puertas de sus iglesias, en las sombras frescas de sus caserones linajudos. La razón es bien sencilla: Jadraque se ha hecho acreedor, por su trabajo constante y su afición de supervivencia, a esta mirada que la provincia entera pone en su caserío. Por su historia plena de sentido, y su presente infatigable.

Centro de una amplia comarca en la Edad Media, enseñoreada de villas y aldeas en las estribaciones sureñas de la sierra del Ocejón, gozó de la predilección de sus señores, los archiconocidos Mendozas, hasta el punto que uno de sus más ilustres miembros, el gran Cardenal Mendoza, decidió construir en lo alto de su cerro cónico, que ya entonces contaba en el parecido de todos una fama bien merecida, un castillo que hasta hoy perdura. Castillo que, siguiendo la forma alargada de la montaña, cobra en todos los momentos del día un aspecto sorprendente y casi fantasmal, llevando en su recuerdo las resonancias claras de largos siglos de intrigas, de guerras y desolaciones. Como «castillo del Cid» es conocido, porque el Cardenal Mendoza se lo donó a su hijo, primer marqués de Cenete, en la ocasión de sus bodas, al tiempo que los Reyes Católicos le concedían el título de Conde del Cid.

Allá, en lo alto, según dicen quienes todo lo saben, pasó sus momentos de amor el conde, hinchando las leyendas y dando brillos nuevos a las pálidas piedras del castillo.

En el hondón del pueblo, apiñado el caserío y los tejados resplandecientes en las amanecidas, los siglos densos han derramado historias: quizás sea la más conocida la de la estancia, en 1808, de don Gaspar Melchor de Jovellanos, el gran político e intelectual asturiano, que fue a descansar una temporada en el palacio de su buen amigo don Juan Arias de Saavedra, y allí entretuvo sus horas pintando las paredes de una reducida «saleta» que ahora ha visto rediviva su primitiva prestancia. Junto a ellos pasó Goya algún tiempo, pintando sus retratos y estudiando las numerosas obras de arte, especialmente la gran colección de zurbaranes, que don Juan había reunido en su casona jadraqueña.

De unas y otras historia aún quedan retazos por el pueblo. Del convento de los capuchinos, todavía el gran escudo patronímico, ‑los Mendoza en todos los cuarteles‑ sombrea al muro principal y algunos capiteles muestran el aliento renaciente de la fundación. Del Hospital de San Juan de Dios perdura el recuerdo, y así de otros palacios ‑aquél en que doña Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, se alojó una noche‑ y casonas, la envergadura de sus nostalgias es mayor, con mucho, de lo que en la actualidad ofrecen. Las fuentes también, que dan rumor y humor al pueblo, deben ser conocidas y apreciadas: la de los Cuatro Caños, en la plaza del Ayuntamiento, con el pilón de rueda de carro y la gran bola rematante; la del Piojo y la de la Tinaja, ambas en la cuesta del castillo; la del Cañejo, ante la iglesia, y la del Peaje, con sabor a andanzas castellanas.

Y el arte, al fin, que aquí también tiene sede y atril de nota: ermitas de gran aparato pétreo, ‑no es la menor la de la Virgen de Castejón, vigilante hoy de «los Cuatro Caminos»‑ y la iglesia parroquial, donde el arte manierista de nuestro siglo XVII cuajó en la curiosa portada trazada por Pedro de Villa. Su interior, recio y frío se llena con algunas notas de elevado interés, llevando la palma, sin lugar a dudas, ese «Cristo recogiendo sus vestiduras» que pintó Zurbarán en 1661, en uno de sus claroscuros más sorprendentes y patéticos. Pieza digna de figurar en la mejor pinacoteca del mundo, y  que expresa las cotas altísimas de la pintura hispana en el Siglo de Oro, inalcanzadas hasta ahora. Un Cristo en talla de Pedro de Mena, y algunas estatuas yacentes y escudos nobiliarios completan el repertorio de arte mueble de esta iglesia jadraqueña, en la que da su presencia y su presidencia dorada el gran retablo barroco.

Estas notas, trazadas con la urgencia de un anuncio, pues tratan de convocar mañana en Jadraque a cuantos hacen de la provincia de Guadalajara uno más entre sus seres queridos, quieren ser sólo la pauta, el guión, la palabra primera de un recorrido largo y denso, pleno en satisfacciones y sorpresas. Pues Jadraque es hondón y es alta peña a un mismo tiempo, no cabe duda que tiene posibilidades de guardar un interés muy grande para todos. Lo ha hecho en el pasado, y lo hará en adelante, en permanente lección de vida.