De antigua medicina alcarreña

sábado, 22 febrero 1975 0 Por Herrera Casado

 

La profesión de médico, una de las más hermosas y, al mismo tiempo, más sacrificadas de las que realizan los humanos, acentúa sus caracteres de servicio exhaustivo, de auténtico humanismo en todas sus vertientes, con la imagen del médico‑rural, de ese hombre que es un poco, ángel guardián de todos los habitantes de cada pueblo, y al que tan pocas veces se le reconoce su gran valor ­de entrega y de renuncia, al dedicar su ciencia y su vida de universitario, a unas gentes y unos ambientes que pocas veces se lo saben agradecer. Por si fuera poco, nuestro Gobierno ha dictado ahora unas normas por las que una vez más, se amplía la protección sanitaria y las, ayudas sociales a un nuevo sector de la, población: los que constituyen el Régimen Especial Agrario. de la Seguridad Social, pero que traerá aparejado el grave perjuicio económico de algunas pocas personas: los médicos de pueblo, a los que, también una vez más, se les ha olvidado y preterido, como si fueran ellos los que tuvieran que cargar el peso principal de esa reforma social del Gobierno en pro de los agricultores

Para ellos, los médicos rurales que son, también en su mayoría, aficionados a las letras y las historias antañonas, van dedicadas las siguientes líneas.

En las que se trata de desvelar, un tanto a vuelapluma y como leve muestrario de unos hechos muy difundidos, el  estado de la asistencia sanitaria en tierras de Guadalajara, en los años finales del siglo XVIII. Panorama ridículo, triste, y afortunadamente sobrepasado. Heredero de una decadencia secular de los estudios universitarios, que sólo alentaron reformas a fines de ese siglo con la creación de Colegios de Enseñanza Médica y Quirúrgica, pero que en los pueblos continuó dando vía libre a la actuación de vulgares barberos, cirujanos‑sangradores, y multitud de magos, embaucadores y curielas. De vez en cuando, y como por arte de verdadera ma­gia, algún buen médico.

En los papeles que guarda la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, recibidos por don Tomás López a fines del siglo XVIII, en contestación a  su cuestionario para la elaboración de un gran «Diccionario geográfico» español, figuran las curiosas respuestas de, los párrocos de los pueblos respecto a la sanidad de los mismos.

El de Poveda de la Sierra, en 1787, dice así: «No se notan enfermedades particulares, y las que hay las cura un maestro sangrador, o a  lo más un cirujano, y es saludable».

Don Lorenzo de Juan, párroco de Escariche, en el mismo año escribía: «Asta estos últimas años, no se ha padecido enfermedad endémica, pero, en, estos dos últimos particularmente en el pasado de 1786, fue tan maligna la epidemia de tercianas, que de 400 personas, sólo dos dejaron de padecerlas, Murieron más de 100 personas y la mayor parte de la cosecha no pudieron recogerla por estar ­todos a un mismo tiempo enfermos», lo que viene a clarificar la nula «medicina preventiva» que se hacía entonces, en orden a destruir la fauna, de mosquitos transmisores de enfermedades y al poco cuidado de sanear las aguas de bebida.

No es extraño esto, si leemos lo que en 1795 decía el párroco de Cifuentes, con una interpretación etiológica, sin duda aprendida del médico, que es lo, más divertida: ‑«su atmósfera sea poco sana, y que el aire en el verano se halle cargado de varios efluvios, que mediante el calor con facilidad se rompen; de aquí nace que tengan de continuo dolores vagos reumáticos, calenturas cotidianas remitentes, tercianas y quartanas, hidropesía de pecho, edemas y otras afecciones cloríticas, particularmente en el otro sexo, que no pueden disfrutar de un ayre puro; generalmente el suero de la sangre no es puro, y las enfermedades más comunes son efecto de un principio de putrefacción del ayre ympuro». De entonces acá, afortunadamente, ha evolucionado el conocimiento medico a pasos de gigantes, dejando atrás estas ridículas interpretaciones que en nada habían variado, desde la época griega.

La descripción de los hospitales de Atienza, en 1786, es por, demás dramática, especialmente por lo que hace al de San Antonio Abad, atendido hasta 1781 por los trinitarios, y dedicado a las gangrenas, enfermedades venéreas y «majados del fuego de San Antón». Dice así el comentarista: ‑«destinado para un determinado número de accidentes quirúrgicos señalados por Real Cédula; bien que en el día sólo suelen admitirse los de úlceras inveteradas, Chancros y Gangrenismos, cuyos accidentes como intratables por otro método que el horroroso de los cauterios del fuego y del yerro en las amputaciones hacen menos apetecible el ingreso de los enfermos».

El párroco de Pastrana, don Francisco José Fermín de Bete­ta, decía así en 1787: «Las enfermedades comunes son tercianas, tabardillos, dolores de costado, etc., sobre cuya  curación no tengo inconveniente insertar el método que me ha dado el médico titular porque se reduce a una disertación de medicina sacada de los autores de esta facultad, que liaría más dilatado este escrito». Y añade que Pastrana era uno de los pueblos más saludables de la Alcarria.

En Cabanillas también era frecuente la fiebre malárica, resultante de la nula prevención y cuidado por las aguas. Así lo confirma el cura, don Antonio Auñón, en 1789: «El número de muertos y nacidos es igual por lo común, y la enfermedad que regularmente causa más, es la de tercianas, con especialidad cuando son húmedos los años».

Finalmente, pondremos aquí dos contestaciones que, dadas por gente ajena a la profesión médica, constatan el  excentricismo que, por parte del pueblo, siempre existió respecto a los dogmatismos y remedios puestos por les médicos. Don Juan Ayuso Fuente, cura de Galve de Sorbe, decía en 1794: «Respectivo a enfermedades, se padecen de todas clases; sus curaciones (si caso se curan más que las que la naturaleza cura por si) las ignoro». Que tiene su miga de ironía, no menor que las palabras de don Juan Prestamero, párroco de Cobeta, en 1777: “Las enfermedades comunes, son dolores laterales en el invierno, y en el verano calenturas ardientes, esto debido a la situación del pueblo, y de lo mucho que trabajan, subiendo y bajando las penosas cuestas y escabrosidades. El remedio más frecuente para éstas es la copiosa efusión de sangre, con la que unos sanan, y otros enta­blan las Yglesias», en que se deja ver la poca fe que tenía en aquel universal como absurdo remedio de las sangrías.

Los métodos de hoy son muy otros, aunque todavía queda, un largo camino por recorrer ­en la lucha contra la enfermedad y la muerte. El afán de unos hombres, los médicos, será siempre la principal lanza que brille en esa batalla.