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febrero, 1975:

De antigua medicina alcarreña

 

La profesión de médico, una de las más hermosas y, al mismo tiempo, más sacrificadas de las que realizan los humanos, acentúa sus caracteres de servicio exhaustivo, de auténtico humanismo en todas sus vertientes, con la imagen del médico‑rural, de ese hombre que es un poco, ángel guardián de todos los habitantes de cada pueblo, y al que tan pocas veces se le reconoce su gran valor ­de entrega y de renuncia, al dedicar su ciencia y su vida de universitario, a unas gentes y unos ambientes que pocas veces se lo saben agradecer. Por si fuera poco, nuestro Gobierno ha dictado ahora unas normas por las que una vez más, se amplía la protección sanitaria y las, ayudas sociales a un nuevo sector de la, población: los que constituyen el Régimen Especial Agrario. de la Seguridad Social, pero que traerá aparejado el grave perjuicio económico de algunas pocas personas: los médicos de pueblo, a los que, también una vez más, se les ha olvidado y preterido, como si fueran ellos los que tuvieran que cargar el peso principal de esa reforma social del Gobierno en pro de los agricultores

Para ellos, los médicos rurales que son, también en su mayoría, aficionados a las letras y las historias antañonas, van dedicadas las siguientes líneas.

En las que se trata de desvelar, un tanto a vuelapluma y como leve muestrario de unos hechos muy difundidos, el  estado de la asistencia sanitaria en tierras de Guadalajara, en los años finales del siglo XVIII. Panorama ridículo, triste, y afortunadamente sobrepasado. Heredero de una decadencia secular de los estudios universitarios, que sólo alentaron reformas a fines de ese siglo con la creación de Colegios de Enseñanza Médica y Quirúrgica, pero que en los pueblos continuó dando vía libre a la actuación de vulgares barberos, cirujanos‑sangradores, y multitud de magos, embaucadores y curielas. De vez en cuando, y como por arte de verdadera ma­gia, algún buen médico.

En los papeles que guarda la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, recibidos por don Tomás López a fines del siglo XVIII, en contestación a  su cuestionario para la elaboración de un gran «Diccionario geográfico» español, figuran las curiosas respuestas de, los párrocos de los pueblos respecto a la sanidad de los mismos.

El de Poveda de la Sierra, en 1787, dice así: «No se notan enfermedades particulares, y las que hay las cura un maestro sangrador, o a  lo más un cirujano, y es saludable».

Don Lorenzo de Juan, párroco de Escariche, en el mismo año escribía: «Asta estos últimas años, no se ha padecido enfermedad endémica, pero, en, estos dos últimos particularmente en el pasado de 1786, fue tan maligna la epidemia de tercianas, que de 400 personas, sólo dos dejaron de padecerlas, Murieron más de 100 personas y la mayor parte de la cosecha no pudieron recogerla por estar ­todos a un mismo tiempo enfermos», lo que viene a clarificar la nula «medicina preventiva» que se hacía entonces, en orden a destruir la fauna, de mosquitos transmisores de enfermedades y al poco cuidado de sanear las aguas de bebida.

No es extraño esto, si leemos lo que en 1795 decía el párroco de Cifuentes, con una interpretación etiológica, sin duda aprendida del médico, que es lo, más divertida: ‑«su atmósfera sea poco sana, y que el aire en el verano se halle cargado de varios efluvios, que mediante el calor con facilidad se rompen; de aquí nace que tengan de continuo dolores vagos reumáticos, calenturas cotidianas remitentes, tercianas y quartanas, hidropesía de pecho, edemas y otras afecciones cloríticas, particularmente en el otro sexo, que no pueden disfrutar de un ayre puro; generalmente el suero de la sangre no es puro, y las enfermedades más comunes son efecto de un principio de putrefacción del ayre ympuro». De entonces acá, afortunadamente, ha evolucionado el conocimiento medico a pasos de gigantes, dejando atrás estas ridículas interpretaciones que en nada habían variado, desde la época griega.

La descripción de los hospitales de Atienza, en 1786, es por, demás dramática, especialmente por lo que hace al de San Antonio Abad, atendido hasta 1781 por los trinitarios, y dedicado a las gangrenas, enfermedades venéreas y «majados del fuego de San Antón». Dice así el comentarista: ‑«destinado para un determinado número de accidentes quirúrgicos señalados por Real Cédula; bien que en el día sólo suelen admitirse los de úlceras inveteradas, Chancros y Gangrenismos, cuyos accidentes como intratables por otro método que el horroroso de los cauterios del fuego y del yerro en las amputaciones hacen menos apetecible el ingreso de los enfermos».

El párroco de Pastrana, don Francisco José Fermín de Bete­ta, decía así en 1787: «Las enfermedades comunes son tercianas, tabardillos, dolores de costado, etc., sobre cuya  curación no tengo inconveniente insertar el método que me ha dado el médico titular porque se reduce a una disertación de medicina sacada de los autores de esta facultad, que liaría más dilatado este escrito». Y añade que Pastrana era uno de los pueblos más saludables de la Alcarria.

En Cabanillas también era frecuente la fiebre malárica, resultante de la nula prevención y cuidado por las aguas. Así lo confirma el cura, don Antonio Auñón, en 1789: «El número de muertos y nacidos es igual por lo común, y la enfermedad que regularmente causa más, es la de tercianas, con especialidad cuando son húmedos los años».

Finalmente, pondremos aquí dos contestaciones que, dadas por gente ajena a la profesión médica, constatan el  excentricismo que, por parte del pueblo, siempre existió respecto a los dogmatismos y remedios puestos por les médicos. Don Juan Ayuso Fuente, cura de Galve de Sorbe, decía en 1794: «Respectivo a enfermedades, se padecen de todas clases; sus curaciones (si caso se curan más que las que la naturaleza cura por si) las ignoro». Que tiene su miga de ironía, no menor que las palabras de don Juan Prestamero, párroco de Cobeta, en 1777: “Las enfermedades comunes, son dolores laterales en el invierno, y en el verano calenturas ardientes, esto debido a la situación del pueblo, y de lo mucho que trabajan, subiendo y bajando las penosas cuestas y escabrosidades. El remedio más frecuente para éstas es la copiosa efusión de sangre, con la que unos sanan, y otros enta­blan las Yglesias», en que se deja ver la poca fe que tenía en aquel universal como absurdo remedio de las sangrías.

Los métodos de hoy son muy otros, aunque todavía queda, un largo camino por recorrer ­en la lucha contra la enfermedad y la muerte. El afán de unos hombres, los médicos, será siempre la principal lanza que brille en esa batalla.

Las tablas de San Ginés

 

Entre las huellas que el tiempo ha dejado de lo que fue ciudad de Guadalajara, tan importante y cuajada de, personalidades y edificios valiosos en la época del Renacimiento, han llegado a nosotros una serie de cuadros, mejor dicho, de tablas pintadas al óleo, técnica muy común del fin de la época gótica y del comienzo de la moderna, que, tras diversos avatares de olvidos y restauraciones, hoy pueden ser admiradas por todos los alcarreños amantes de su historia.

Se trata: de las llamadas tablas de San Ginés, cuyo avatar relataré sucintamente. A fines del siglo XV, y después de un gran incendio que le destruyó casi por completo, todavía se estaba en la construcción del monasterio de San Francisco, de Guadalajara, que en la colina más prominente de la ciudad fundó en 1330, la infanta doña Isabel, hija de Sancho IV. La familia Mendoza, poderosísima en la política castellana y asentada con predilección en nuestra ciudad, tomó más adelante el patronato de este monasterio, dando grandes sumas para su construcción. Don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España, era quien se preocupaba hacia fines del siglo XV, hacer un gran templo gótico para los franciscanos arriacenses. La nave principal fue cubierta de bóvedas de crucería, apoyadas en bases de columnas esbeltas, tal como hoy se ven todavía. Acrecentó los enterramientos del presbiterio, en los que estaban guardados los restos de sus antepasados, y decidió levantar un gran retablo de pinturas para el altar mayor. En estilo hispano‑flamenco, un equipo de pinturas de la escuela toledana representó, con vivos colores, diversas escenas de la vida de Cristo. En el basamento o predela, junto a los apóstoles y los santos franciscanos, un retrato del mecenas, con sus atributos eclesiásticos, dejó la impronta de su magnanimidad.

A principios del siglo XVII, la duquesa del Infantado, doña Ana de Mendoza, decidió quitar ese retablo gótico, y poner otro barroco en su lugar. Desmontado y arrinconadas las tablas en algún cuarto, en 1835, al sufrir la Desamortización los franciscanos alcarreños, esas tablas pasaron a ser propiedad del Cabildo de clérigos de la ciudad, quienes las depositaron en la iglesia del también suprimido convento de dominicos, hoy parroquia de San Ginés. Allí fueron usadas como el más innoble material, para tapar agujeros en los techos, servir de baranda al coro, y de mesa de altar. En ese estado lamentabilísimo de abandono, fueron descubiertas por don Vital Villarrubia y don Francisco Layna Serrano, sacadas de su indigno puesto y enviadas al Museo del Prado para ser restauradas. Poco, a poco se ha ido realizando, esta tarea de conservación ante el futuro, y han sido depositadas en el Ayuntamiento de Guadalajara para su custodia y exposición pública, hasta tanto la diócesis de Sigüenza – Guadalajara, disponga de un lugar adecuado para situarlas juntas.

Un total de seis tablas se han conservado de las varias docenas que tendría el aludido retablo. Una de ellas está incompleta, y resulta ser la parte posterior de una Natividad, viéndose la cabeza, magnífica por cierto, de María, así como la de San José. Las otras tablas, todas ellas de excelente calidad y estilo hispano-flamenco, representan la Presentación en el Templo, la Resurrección de Cristo; el Arcángel San Miguel, y la más interesante de todas, que reproducimos junto a éstas líneas, en la que aparece el Cardenal Mendoza, arrodillado y orante, acompañado de cuatro prebendados que sostienen en las manos sus atributos cardenalicios.

Vamos a detenernos especialmente en esa tabla, hoy magnífica de color y carácter tras su restauración. Don Pedro González de Mendoza, con la apariencia de los cuarenta años parcamente sobrepasados, mira severamente a un punto infinito situado a su izquierda. Cuando se pintan estas tablas, el, cardenal tal vez estaba ya muerto o, en todo caso, sería muy anciano, El pintor decidió, representarlo en el momento glorioso de su vida y su carrera religioso-­política, cuando Mendoza se convierte, al advenir los Reyes Católicos al trono, en su brazo poderoso e imprescindible. Calvo para entonces, su rostro y su postura es la misma de otros retratos que se le hicieron en vida (los de San Cruz en Toledo y otros varios). Cubiertas las espaldas del manteo rojo de su prebenda religiosa, pues llegó hasta la mitra primada de España, pasando por los puestos de arcipreste de Hita y Guadalajara, obispo de Calahorra, Sigüenza, Osma y Sevilla, finalmente de Toledo y Cardenal por dos títulos (“Santa María in Dominica” y la de «Santa Cruz), llegando, en el culmen de su carrera, a ser nombrado patriarca de Alejandría.

Don Pedro González, hombre de los poderosos que ha tenido España, después de los reyes, se retrata sereno y meditabundo en un pequeño, cuarto de su palacio toledano. Las cúpulas gotizantes, y en lo alto un ventanal trenzado de lacarías gótico‑mudéjares. Por la ventana recta de su derecha, en cuyos cristales luce el escudo de su apellido, se divisa un sencillo paisaje de Castilla. Tras él, y en arbitrario escalonamiento, se ven cuatro de sus fieles colaboradores, para los que es inútil tratar de buscar una identificación, pues es claro que no ha sido la voluntad del artista retratar personas en ellos, sino simples soportes humanos de los atributos cardenalicios, de Mendoza. Sus rostros inexpresivos, semejantes entre sí; sus cuerpos rígidos, a excepción del más alto, que, suavemente inclina su cuello a la izquierda, para romper el hieratismo de la composición; sus riquísimas vestimentas, sólo nos hablan del lujo que rige en la corte del Cardenal Mendoza. Ellos sostienen, en sus finas manos los cuatro emblemas de don Pedro como, Cardenal de la iglesia católica. De abajo arriba, vemos el palio con la Santa Cruz, la mitra cuajada de pedrería, el capelo rojo, y, en lo alto, la Cruz Patriarcal que, él mismo pondría en lo más alto de la Torre de la Vela, en Granada, cuando, en enero de 1492 el ejército cristiano acabó en  esa ciudad con la multisecular Reconquista.

Magnífico retrato, y magnífico documento gráfico que nos ha quedado a los arriacenses de aquella figura excepcional de nuestra historia que fue el Cardenal Mendoza. Aunque sobre su factura y, su autor, nada en concreto podemos señalar, sí que debemos apuntar una circunstancia orientadora. El cuadro que representa el milagro de los Santos Cosme y Damián, conservado hoy en el Museo, del Prado, y obra demostrada del pintor arriacense Antonio del Rincón, proviene del antiguo monasterio de San Francisco, en Guadalajara, de donde también proceden estas que se han dado en llamar «tablas de San Ginés». En ellas lucen sus personajes los mismos ricos brocados que aparecen en el cuadro del Prado. ¿Por qué no pudo ser el mismo autor, siendo de hecho la misma época de su realización? Es ­sólo una posibilidad, ya apuntada, que puede servirnos ante la carencia absoluta de noticias fidedignas.

Un grupo de pinturas, en suma, que están repletas de historia alcarreña, y que cada día, desde su puesto en el Ayuntamiento de Guadalajara, dicen a sus admiradores esta larga, y abultada historia de antiguos aconteceres.

La portada del palacio del Infantado

 

Ya desde el siglo XVI, muchos viajeros, cómo los famosos Münzer, Lalaing y Navagiero, han elogiado en sus escritos y recuerdos la monumentalidad y belleza de la joya artística con que Guadalajara se adorna: el palacio de los duques del Infantado. En el siglo pasado, todavía don, José María Quadrado,  pasó horas enteras admirando su fachada, y dejando, palabras elogiosas sobre ella escritas. Ninguna exagerada, pues todos cuantos se han puesto delante de este magnificente monumento del Renacimiento español, han sido unánimes en la alabanza.

En recuerdo de su autor y de sus dueños ha quedado inscrito en la piedra que, a modo de cenefa, recorre la parte inferior de los arcos del patio: «El yllustre señor don Yñigo de Mendoça duque segundo del Ynfantado, marqués de Santillana, conde del Real y de Saldaña, señor de Hita y Buitrago mandó faser esta portada año MCCCLXXXI años… seyendo esta casa edificada por su antecesores con grandes gastos y de sumptuoso edefiçio, se puso toda por el suelo y por acrescentar la gloria de sus progenitores y la suya la mandó edeficar otra vez para más onrrar la grandeça… año de myll e quatrocientos e ochenta e tres. Esta casa fisieron Juan Guas e M. Anrri Guas et otros muchos maestros que aquí trabajaron. Vanitas vanitatum et omnia vanitas».

Bien claro queda así que fue el nieto del marqués de Santillana quien ostentando ya el título de duque del Infantado, acometió la empresa de derribar la casa donde habitaron sus mayores, y construir una nueva, más rica y brillante. Encomendó la tarea al gran arquitecto europeo Juan Guas, quien en 1483 había terminado ya la fachada y estaba trabajando en el patio. Fueron de prisa las obras, y en 1490 estaba acabado el armazón del edificio, pasando posteriormente a la tarea de ornamentar su interior, con fabulosos que se perdieron en el incendio de 1936, y otra serié de maravillas artísticas.

La fachada de este palacio comulga al mismo tiempo de tres estilos diferentes. La corriente que subyace de mudejarismo, se conjunta al gótico flamígero del momento y apunta en cierto modo, muy ligeramente, los modos de hacer del Renacimiento. Es, como obra maestra del estilo gótico hispano‑flamenco, en su modalidad toledana como debemos considerar esta fachada.

Sobre un zócalo de sillares se alza la fachada cubierta de cabezas de clavo, encontrándose situa­das en esa superficie varias ventanas y una puerta de la reforma que el quinto duque del Infantado hizo hacia 1570. El ingreso original y la galería de balcones que corre en lo alto, sobre él friso de mocárabes, es lo que le confiere su más acusada personalidad.

La puerta principal, no, se sitúa en el centro, sino ligeramente echada hacia el lado izquierdo, mirando de frente. Es de arco Muy apuntado, escoltada por dos columnas con el fuste cubierto de decoración reticular con semiesferas en los huecos, que reproducen en escala reducida la estructura de puntas de clavos de toda la fachada. Recorriendo todo el arco figura una leyenda en caracteres góticos, has­ta ahora indescifrada.

El tímpano de esta puerta es obra de filigrana mudéjar, pues sobre el fondo taqueado se ven arcos y tracerías que muestran los escudos de Mendoza y Luna, sus señores constructores, con remate floreado y un par de grifos alados en las enjutas. Directamente sobre está puerta de entrada se ve el escudo grandioso del apellido Mendoza, cuya fotografía vemos junto a estas líneas, y que es sostenido por un par de salvajes.

Sobre la puerta de entrada es casi seguro que existieron originariamente dos balconadas de, arco apuntado, góticas, que luego en el siglo XVI cambió por sendos balcones renacentistas el quinto duque, y que en las tareas de la última, reconstrucción, hace tan sólo, unos años, fueron definitivamente eliminadas. Este gran escudo, probablemente el más bello de cuantos hay en la provincia de Guadalajara, y uno de los más espléndidos de todo el país, retrata bien claro el espíritu de ensalzamiento heráldico, que en esos momentos de finales del XV hay en España. El emblema de Mendoza, inclinado, se corona con la ducal y un yelmo terciado, con una corona cívica y un águila por cimera, cayendo lambrequines de hojarasca va por todo el contorno, y escoltándose con dos tolvas, de molino, símbolo también adoptado por, el segundo duque del Infantado. Rodeado este escudo, aparecen otros dieciocho símbolos, colocados en sendas cabezas de clavo, que no son otra cosa que los escudos de los diferentes títulos y señoríos del duque don Iñigo: castillos, leones, águilas, cruces y árboles significan su omnímodo poder.

El otro elemento característico y bellísimo de esta fachada es la galería alta, dividida en seis calles, con dos vanos, cada una, con siete garitones semicirculares. Arcos conopiales por todos ellos, hoy felizmente restaurados, y un riquísimo friso o faja de tres filas de mocárabes, que a manera de estalagmitas pétreas, cumplen de maravilla la función de filigrana que a la piedra de Tamajón quiso dársele.

El tema de las cabezas de clavos salpicando toda la fachada es muy característico del arte hispano de todos los tiempos. De raigambre indudablemente árabe y mudéjar, puesto que estos elementos se inscriben en una retícula imaginaria de rombos, rompiendo así el estructuralismo rectangular del arte italiano. Las yeserías árabes de los palacios y mezquitas andaluces inscriben sus temas or­namentales en trabeculación rómbica. Y es así como el artífice de la fachada del palacio del Infantado, en Guadalajara, concibe ordenadas las cabezas de clavo que en ella coloca.

Es una lástima que en la reconstrucción que en estos últimos años ha llevado adelante la Dirección General de Bellas Artes de este importante monumento hispano, no se haya  procedido a eliminar las ventanas renacentistas que puso el quinto duque, hermosas en sí mismas, pero dañinas al total de la concepción gótica de la fachada. Y, por otro lado, debería haberse puesto el coronamiento de crestería y florones góticos que con toda seguridad llevó este palacio sobre su fachada, lo mismo que en el remate de las arcadas de su patio, dándole así un más acusado aire de elevación e ingravidez del que ahora posee.

No obstante, es merecedora de toda nuestra atención y el más detenido de los cuidados, esta magnífica obra del arte universal que conserva nuestra ciudad. Que aquí hemos repasado someramente.

La Candelaria en Retiendas

 

Ha llegado nuevamente el 2 de febrero el día en que como en un soplo mágico, se va el invierno y, a trancas y barrancas, nos llega la primavera. En esta fecha que desde los tiempos del paganismo se celebró con bailes y festines, entró la religión cristiana a poner su sello y matiz piadoso. Creándose, en el transcurso de los siglos, una advocación mariana de tinte luminoso: la Virgen de las Candelas, que viene a ser el portoncillo humilde de la luminaria primaveral. De esta advocación han  hecho su patrona algunas regiones españolas, como las Islas Canarias. Aquí en Guadalajara, son muchos los pueblos que le celebran, y algunos, incluso la ostentan en celeste patrocinio. Este es el caso de Retiendas. Mañana será el día grande de este pueblo serrano, rojo como un sol poniente, abierto en canal por el arroyo ancho que baja de las montañas, ya casi desierto por el continuo emigrar de sus habitantes.

Y delante de la Virgen, haciendo de mascota y de adorador constante, la botarga multicolor, saltarina y cencerrona, pone su nota de folklorismo bravío y recóndito. Vamos a reconstruir brevemente, lo que en años anteriores ha tenido lugar en tal día como mañana. A poco de amanecer, ya está el travieso personaje dando vuelta por el pueblo. Últimamente se viste con un traje completo hecho de retales rojos, amarillos y verdes, fuertes y chocantes. Cubre la cara con máscara descolorida, y cuelga del cinto, en abultado haz, y a las espaldas, unos cuantos cencerros grandes de los que usa el ganado mayor por aquella zona, armando un fenomenal alboroto cada vez que mueve el trasero. Todavía en las manos lleva una cachiporra y un par de “castañuelas” con las que levanta la alegría y el ruido aún más altos. Calza abarcas.

A todo el que encuentra por la calle se le planta delante y le baila, alborotándole. Es signo inequívoco de que pide una propina. No le preguntéis nada, que nada os dirá. La botarga es muda. Su fuerza le viene de la Naturaleza, que como ella es alegre, coloreada, ruidosa, pero en silencio de palabra. Luego va entrando a las casas, a coger los chorizos de la última matanza. Hay que andarse con cuidado, pues se va a por los mejores. Con algún dulce se la despide, o con alguna fruta.

Y a las doce, la función de la Virgen. Tras la misa, la procesión. Se almonedan las andas para sacar la imagen, y se alcanzan cifras muy sustanciosas. Será para mantener el culto durante todo el año. Pujan los que se fueron a Guadalajara y Madrid, que en esta ocasión, vuelven al pueblo en día tan señalado. Al fin, sale el cortejo. Delante, la Cruz parroquial, de humilde presencia. Luego, la botarga. En agotadora y sorprendente epopeya, no para un solo instante, en el transcurso de la procesión de saltar y hacer sonar su carga sonora; de alzar los brazos y bajar la careta; de gritar muy fuerte: “¡Viva la Virgen Santísima!”, que es la única expresión que se consiente a sí misma. Sin dar la espalda a la imagen, hace así el recorrido completo desde la iglesia al puente, y subida, que el cortejo realiza. Acompañan el pueblo entero, y a su frente el prioste  y miembros de la Hermandad  de la Virgen; con su insignia. Para entrar la imagen al templo se almonedan nuevamente las andas.

En este momento tiene lugar el más llamativo y espectacular episodio de la jornada. La Virgen de las Candelas, llevada en andas por cuatro de sus fieles devotos, atraviesa la puerta de la iglesia desde la puerta al altar mayor, mientras el resto de público canta la salve y echa monedas a las andas, en febril competencia. En este breve trayecto por tres veces se arrodillan los portadores de la imagen, sin preocuparse de hacerlo al unísono, con lo que la virgen se zarandea de un lugar a otro, en inminencia de venir al suelo. Detrás de ella, la botarga brinca y salta más que nunca, alborotando lo indecible. Y el tambor que acompaña suelta sus más profundos gritos, atronando el breve espacio de la iglesia románica.

Permanece luego la gente en el templo. Le piden a la Virgen salud, el bien de los campos. La multiplicación de los animales. La fe sencilla consigue su propósito. Alguna oración se va para la  hermosa Virgen de la Paloma, que vino de Bonaval el siglo pasado, y que en su pálido y gótico alabastro también protege al pueblo.

Luego en la calle, la botarga sigue dando color al día. Los chiquillos la insultan y la apedrean. Los mayores le dicen chanzas al que ese año se vistió de mamarracho. Y todos charlan en el atrio del templo, al solecillo tímido del mediodía.

A la tarde, y siempre dependiendo del templo del botarga, esta figura se deja caer por las barrancas que rodean al pueblo, mientras los chicos se entretienen en acertar con piedras a un dulce que pusieron encima de la cachiporra de la botarga. Después, cada cual en su coche, se irá a la ciudad, a esperar que un año nuevo le traiga nuevamente esta fiesta íntima y alegra de la Candelaria en Retiendas.

Mientras el sol va poniéndose por los montes de Alpedrete y Buitrago, la botarga seguirá saltando para el que trigo sea muy alto ese verano; seguirá haciendo ruido para que venga el viento y la lluvia; seguirá persiguiendo a las muchachas para que de su fertilidad nazca y se agigante su propia raza. Después, en la noche última, se quitará la careta, los cencerros y el traje de colorines, y en un arcón que el señor alcalde tiene en su casa, se guardará todo hasta el año siguiente