Fernando III protege a Bonaval

sábado, 14 abril 1973 0 Por Herrera Casado

 

Al pie de la oscura cordillera central, donde el insigne Ocejón vela sus armas y rumia sus pérdidas añoranzas polifémicas, corren arroyos, se parten las colinas y aún queda alguna tímida mancha de encinares. Hay pueblos, ‑Almiruete, Valdesotos, Retiendas‑, donde el sólido danzar del tiempo, sus habitantes ensimismados y lentos, sus callejuelas olorosas, tibiamente acariciadas de todos los colores, nos trasportan sin ningún esfuerzo al remoto instante en que la Edad Media hilaba su vestido rural, su parda saya corredora.

Y allí, abajo de las cumbres, todavía nevadas, al fondo de un valle estrecho y tupido, sonoro y calmo, está el esqueleto recio, blanco, indoloro, del monasterio cisterciense de Bonaval. Como una soñada página de códice. Como una colección de épicos cantares. Los muros pálidos, los ventanales afilados y orlados de diamantinas puntas, las cúpulas (aún vivas) de sus capillas absidiales…

Pero no he de hablar aquí, otra vez, de su valor artístico, de su poética dimensión. En anterior ocasión fué tratada por mí esta faceta (1). Hoy viene a nosotros una página de su historia, un documentó tan sólo, pero que con su idioma claro, con su alta y dulce palabra gótica, nos dirá detalles de por qué y cómo tuvo vida aquél recinto. Fué fundado Bonaval en 1164, a cargo del rey Alfonso VII de Castilla, el vencedor de las Navas, el gran monarca que impulsó la reconquista y levantó cenobios cistercienses por todo su ancho territorio. Usaba de ellos como un puntal más en su incisiva marcha hacia el sur, como un espolón de blanca lana y tallada piedra clavado en un terreno cada vez menos islámico, menos infiel por su presencia.

Su nieto, el santo rey Fernando II, que llegó hasta Sevilla a poner la cruz sobre las paredes de la Giralda, tuvo también su momento de atención para el pe­queño monasterio de Bonaval, cuando ya por él cien años y tres generaciones de albos religiosos habían pasado. Cuando sus dominios y riquezas, si no en demasía, ya hablan crecido un tanto y pesaban en la rueda imparable del poder eclesiástico. Es este documento (2) un ancho y sonoro pergamino, escrito en latín, y signado por todos los obispos de Castilla (entre los que aparece «Rodericus, Segontinum episcopus» y altos dignatarios del reino, con el Crismón en su comienzo y el sello rodado del rey Fernando al fin de la carta, ambos en colores negro, rojo y verde. La carta está dada en el pueblo de Talamanca, hoy perteneciente a la provincia de Madrid, lugar en que paraba el rey a 2 de marzo de 1218, fecha en que está dado el privilegio.

Comienza don Fernando diciendo a los monjes bernardos del buen valle, del Bonaval perdido: «Tal como el ilustrísimo rey don Alfonso, mi abuelo, de felicísima, memoria, os concedió el privilegio abajo escrito, misericordiosamente os renuevo». Y lanza al público conocimiento de los hombres de la ascendente Castilla, a los altos y bajos, a los poderosos y a los mendigos, que él, Fernando, por la gracia de Dios rey de Castilla y de Toledo, con el asenso y beneplácito de su madre la reina doña Berenguela y de su hermano el infante don Alfonso, hace carta «de ruego», de concesión, de confirmación y de firmeza». Para Dios, para el monasterio de Bonaval, para su abad mismo, que a la sazón se llamaba don Juan… para todos los monjes que en él viven y vivirán en el futuro. Acoge bajo su defensa y regia tutela tanto a los religiosos, como a los sirvientes y labradores que se ocupan en mantener decorosa la vida de los bernardos; a sus heredades y posesiones; a sus ganados, a sus cabañas y cuantas cosas móviles o inmóviles que posean. Y a renglón seguido, establece y ordena: «Que nadie sea osado a algo o algunas cosas del citado monasterio inferir daño, ya sea de lo poseído como de lo por poseer en el futuro».

Eran todas éstas, meras fórmulas legislativas por las que se trataba de atar todos los cabos, para que bajo ningún concepto sufriera daño o atentado la comunidad, y así pudiera ocuparse dulce y reposadamente a su alta misión espiritual.

La riqueza ganadera de los cistercienses de Bonaval debía ser, en este comienzo del siglo XIII, muy importante. Rebaños de cabras y de ovejas, sobre todo, se extenderían por los montes y alamedas de la región, agreste y sólo dada a este tipo de explotación, en que está enclavado el monasterio. Incluso es muy probable que, como consecuencia del abultado número de cabezas de ganado poseídas, sus pastores tuvieran que entrar en el antiguo y bien organizado sistema de la trashumancia, para poder mantener siempre a las reses en temperaturas adecuadas y zonas de pasto propicio. Toda esta presunción surge de los párrafos, largos y detallados, en que Fernando III ordena que puedan atravesar y  recorrer, «todos sus reinos, en cualquiera parte de ellos» sin que sean retenidos los rebaños, molestados los pastores ni destruidas sus cabañas Es más, expresamente señala: que nadie, en ninguna parte de mi reino, les solicite el portazgo», que era un impuesto a cobrar en determinados lugares, pasos o “puertas” de los estados reales, eclesiásticos o señoriales. No parece sino un claro y remoto sistema de protección y fomento de la ganadería, que luego, con la institucionalizada y gremial «Mesta» castellana, había de herir gravemente al cultivó agrario.

Y continúa don Fernando, haciendo concesiones y rubricando favores a los monjes serranos: les permite tener cuantos hornos quieran; les faculta para llevar ante la real presencia cualquier pleito ó disputa que con otras personas tengan; amenaza a pagar doble a quien ataque y lastime los intereses o pertenencias de los cistercienses de Bonaval. No se cansa nunca de proteger, de mimar, de dar todo su apoyo a la obra que hacen estos hombres callados y ensimismados. Una obra que hoy, desde la distancia de los ocho siglos que nos separan, parece blanquearse y caer en la más profunda de las nulidades. Pero no sólo ruinas y románticos recuerdos nos han dejado las órdenes monacales del Medievo: su tarea de avanzadilla cultural, de creación de núcleos agrícolas y ganaderos, repobladores, alertas siempre, ha sido importantísima, y, como tal, pretendo sea reconocida por vosotros.

(1) «Bonaval llegará al cielo». Nueva Alcarria, 10‑VI‑72.

(2) Archivo Histórico Nacional. Sección de Clero, carpeta 583, número 18.