Si te animas a viajar a Sigüenza para ir, poco a poco, descubriendo los mil secretos de la ciudad, harás muy bien en hacerlo acompañado de un libro que mi amiga Miriam Martínez Taboada acaba de escribir, y que se constituye en un doble objeto de admiración: en una preciosa obra de arte (un libro bien hecho, en suma) y en una historia apasionante, que se desvela al final como posible, como real y palpitante. Será ese misterio de la llave de oro el que te va a guiar por una Sigüenza antigua y desusada. En el otoño de 1487, llegan a Sigüenza los Reyes Católicos. Eran entonces “nuestros señores, los reyes”. Isabel, la de Castilla, y Fernando, el de Aragón, uniendo en su cetro común (el único que sostienen con ambas manos en el medallón central de la universidad de Salamanca) la mayor parte de las tierras ibéricas. Tan solo quedaba Portugal, aislado contra el Océano, y Granada, sumida en las luchas internas de sus linajes y dinastías, matándose entre sí abencerrajes y nazaríes. Avisada por pregoneros desde días antes, el ambiente en Sigüenza de expectación y nerviosismo. Todos lavaban a sus caballos, limpiaban sus vajillas y aderezaban las fachadas de sus casas. La calle mayor quedó como los chorros del oro. Porque el 5 de noviembre, tras llegar desde el valle y subir por la puerta de Guadalajara hasta la catedral, oyendo allí un solemne “Te Deum”, los monarcas sobre sus caballos subieron, acompañados del señor de Sigüenza, y obispo de la diócesis, don Pedro González de Mendoza, que era además gran canciller del reino, sun primer ministro, hasta la residencia de este, el gran castillo que culminaba el burgo. Descansó al día siguiente la comitiva, y el 7 partió con su séquito, hacia Zaragoza, don Fernando de Aragón. Mientras que Isabel de Castilla quedó, agasajada por la admiración de la ciudad y los ciudadanos, siete días más en la fortaleza, de charla con sus damas, cortesanos y el Cardenal. En este ocasión, don Pedro González de Mendoza aportó los caudales necesarios para construir el gran coro de la nave central, y patrocinó y pidió a Rodrigo Alemán que tallara un púlpito para la predicación de la Epístola, ante el pilar esquinero del presbiterio. Y lo encargó en madera, con sus escudos tallados, y las figuras de Santa Elena (inventora de la Santa Cruz en Jerusalen), San Jorge caballero […]